‘A balance’, de Yujiro Harumoto. La inasible Verdad

En lo cinematográfico, la madurez -y sí, también algún sucedáneo con regusto de honestidad- pasa por ofrecerle al espectador una carretera moral que realmente esté asfaltada en dos direcciones. Y sin sentidos únicos, abierta a la propia experiencia y, por lo tanto, a las interpretaciones personales e intransferibles. Incluso contrapuestas, según quién.

A este respecto os presento una muestra absorbente y única de cine ambiguo, de cine adulto. Firmada por un cuarentón que tenía únicamente otra película en su haber (Going the Distance (2016)), A balance podría ser el legado de un cineasta en la recta final de su carrera o, por el conocimiento desplegado sobre la condición humana y su caprichosa circunstancia, en las postrimerías de su misma existencia.

La protagonista, Yuko, se encuentra en mitad de la elaboración de un documental que trata de arrojar luz sobre uno de esos sucesos -tan trágicos como relativamente frecuentes- que conmociona cada pocos meses a la sociedad japonesa. Un profesor y una de sus alumnas, con apenas días de diferencia, deciden poner fin a sus vidas tras ser acusados de mantener una relación, ser convenientemente purgados y sufrir a manera de puntilla el acoso de anónimos inquisidores y medios sedientos de carnaza, juicios sumarios y clickbaits.

Y aunque su acercamiento presuma de ser más imparcial, más comedido, prestando especial atención a todas y cada una de las partes involucradas… lo cierto es que también hay algo de obsesivo y perverso en el modo como Yuko pretende sacar adelante un trabajo que está llamado a consolidarla en el mundillo. Busca el careo continuado con los familiares de los fallecidos (padre, madre, hermana), un enfrentamiento en el que fía el éxito de sus empresa a sus preguntas y su impúdico conocimiento de la psique humana. Entre silencios significativos y gestos comprensivos aprovecha para lanzar a bocajarro las preguntas realmente dolientes, confiando en la cámara como testigo de cargo de una Verdad que aspira a monopolizar.

Al tiempo que rueda de aquí para allá con su equipo y su productor, se ve obligada a ayudar a su padre dando clases de refuerzo a alumnos de instituto. Su progenitor, profesor veterano, demuestra una incipiente y desconocida debilidad por una de las alumnas, que al parecer se halla en serias dificultades económicas para cumplir con las cuotas mensuales de la academia.

Dos frentes abiertos. La verdad exterior, la ajena. Y la verdad cercana, la que le afecta a uno de una manera personal, sin espejismos de imparcialidad ni ejercicios malabares de equidad. Dos escándalos sexuales: uno ya ha sido juzgado y ha sufrido la condena unánime de los verdugos digitales. El otro… depende de ella el que vea o no la luz.

Yuko, suma sacerdotisa de la Verdad, demuestra en varias ocasiones que no está dispuesta a renunciar a su método (porque a fin de cuentas es una metodología la que aplica en su trabajo y composición narrativa). Su acercamiento busca una intimidad impostada, propicia para arrancar una confesión inédita al familiar que se ha dejado llevar por los recuerdos y el dolor. El padre rememorando las prácticas de flauta que hacía la hija. O la madre siendo interrogada sobre qué le decía a ella su intuición, sorprendida con la guardia baja tras disuadirla de utilizar un biombo para salvaguardar tanto su identidad como su frágil estado anímico.

En última instancia y cuando el apremio se hace insoportable, Yuko apela al ojo público, casi a la muerte en directo tavernieriana. A sus acusados -pues en realidad todos los son a sus ojos- les da una última oportunidad: enfrentarse a la grabación, a ese directo que no permite subterfugio alguno. El REC como postrera gracia frente al paredón; sinceridad y redención u olvido y escarnio. Su descarnado sistema no la hace muy diferente de ese ‘todo o nada’ que practica la prensa canallesca o los ciberacosadores impunes. ¿Todo vale cuando una anda en pos de la Verdad?

Su documental se revela cada vez más como una pieza de ficción, filtrado por el punto de vista de los mandamases de la cadena televisiva para la que trabaja. Ella, la furibunda moralista, no está ni tan siquiera al mando: se suceden los cambios de enfoque; personajes -¡pero que no lo son!- que se caen del montaje definitivo en función de lo capaces o no que sean de apoyar el discurso subyacente. Cualquier truco vale con tal de remachar aquello que quiere venderse: ellos dos, alumna y maestro, fueron las víctimas y el resto los matarifes (¿”el resto”? Tampoco. Como parte integrante de los mass media, sus jefes se guardarán muy mucho de juzgar a sus compañeros de gremio).

Yuko pierde el control creativo de su película, pervertida hasta el tuétano su supuesta Verdad intelectual. La veracidad de los hechos sólo le preocupa a ella, porque como señala su maquiavélico productor, la Verdad será “aquello que se acabe montando”. Cualquiera que sea el resultado. Porque ese y no otro será el que el espectador, crédulo y adocenado, acepte a partir de entonces como… ¿Verdad?

Naufragado su propósito casi ontológico, a Yuko le queda el más importante de los retos. Abandonar su hipocresía y delatar a su propio padre (o presionarle abiertamente para que confiese su falta) o hacer cualquier cosa que sea menester con tal de poner a buen recaudo su apellido y su carrera profesional. ¿Qué ocurre cuando esa cámara inflexible gira sobre su eje y la enfoca a una?

A balance ofrece tantas respuestas a problemas éticos planteados desde tiempos presocráticos como filósofos autoconvencidos estén en la sala. No, no os esperéis culpables e inocentes, malvados expuestos finalmente por el rigor del periodismo de investigación y supervivientes que ven disminuida su aflicción por algo parecido a la justicia poética. El equilibrio y el distanciamiento quirúrgico al que se aferra nuestra heroína se revela una entelequia, una suprema muestra de ingenuidad.

La que no se adivina como nada ingenua es la sociedad nipona. Esa que tras el orden y la rectitud esconde el furor y la ira contra el que queda expuesto, contra el que osa abandonar la disciplinada cola. Con un sistema educativo que claramente tiene algo que ver con las cifras récord de suicidio tanto infantil como juvenil… y femenino. Una fachada que esconde la cruda realidad: que sin clases de apoyo -constantes, de lunes a domingo- no se puede seguir el ritmo del resto de los compañeros y que por temor a descolgarse en los pagos no serán pocas las chicas que acaban recurriendo a la prostitución. 

Frente a este mundo banalizado, cainita y masculino en el peor sentido del término, Yuko se impone una alternativa ética casi heroica. No, no está dispuesta a aparcar sus principios, a hacerse la dura, a ignorar a las víctimas (la alumna vulnerable y vulnerada, la madre perseguida, la hermana que sólo mendiga un poco de empatía para ahorrarle a su propia hija el sino de una maldición incomprensible).

Su rectitud, a la postre, nos devuelve el verdadero sentido de ser mujer y japonesa en un tiempo de cacareada transición y cambio postpuesto.

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