‘Morir de pie’, T1. El drama de hacer reír
El monólogo humorístico (enmarcado dentro de lo que los anglosajones dieron en llamar stand-up comedy) es toda una institución en los EEUU. Un reconocido género cuyo dominio requiere de muchas horas de vuelo, pariendo sin cesar nuevos materiales y testeándolos ante un público cambiante y no necesariamente receptivo. Su época dorada –los setenta- nutrió a la televisión y al cine de una generación de cómicos únicos, con un sentido del humor anárquico e iconoclasta.
El sino de muchos de ellos fue, no obstante, bastante trágico. Un reverso tenebroso que no tuvo maldita la gracia, marcado por las depresiones y las drogas. Desde la apertura del primer Club de la Comedia (allá por 1962, en Nueva York) hasta nuestros días, muchos han sido los caídos por el camino. Allí fue donde fraguó la personalidad de cómicos tan memorables (al menos en esa faceta: cómicos) como Bill Cosby, Steve Martin, Bob Hope, Richard Pryor, Robin Williams o, no lo olvidemos, hasta el primer y timidísimo Woody Allen. Incluso entre los que triunfaron –o quizás, sobretodo entre ellos- encontramos reconocidos casos de autodestrucción y pulsión suicida.
Toda esta leyenda negra pedía a gritos una ficción televisiva ambiciosa, más allá del buenismo de Seinfeld y del feísmo genial de Louie. Y digo ambiciosa porque requería de la recreación de una época, de la elección de un casting mixto de promesas y veteranos y de la elaboración de unos guiones que estuviesen a la altura del ingenio que se le presuponía a esta leva libérrima. Jim Carrey avaló la propuesta desde su puesto de productor ejecutivo, asegurándole cierto grado de verosimilitud al invento.
Y es que el propio Carrey había aterrizado en Los Ángeles a principios de los 80, dispuesto a hacerse con un lugar en el mundillo. Hasta hizo la preceptiva audición para entrar como miembro de pleno derecho del Saturday Nigh Live. A pesar de su juventud, Jim venía ya de cosechar éxitos en el cabaret y el humor en directo desde los quince años allá por su país natal, Canadá.
Esa lucha por la vida, plagada de sinsabores y frustraciones, es la que nos cuenta Morir de pie (en su título original, I’m Dying Up Here). No recurre a ninguna fórmula novedosa: el serial se centra en el club más reputado del momento, capitaneado por la siempre inmensa Melissa Leo (Goldie), y se contenta con retratar a un grupo de amateurs profesionalizados compitiendo entre sí por un rato frente al micro. La diferencia entre el prestigio de los consagrados (para los que se reserva el escenario principal) y la miseria finisecular de los novatos, buscando la promoción desde ese sótano geográfico y anímico.
Johnny Carson, The Tonigh Show para ser más exactos, es el preciado Santo Grial de estos cultivadores de la réplica rápida e hiriente, con crecientes dificultades para comunicarse con sus semejantes allá por el “mundo real”. Carson significa diez minutos de gloria ante una audiencia inimaginable, con la posibilidad añadida de que el más mediático de los presentadores te siente en el sofá, dándote el impulso definitivo. ¿Pero hacia dónde, hacia qué?
Camaradas de chistes, pues, pero competidores todos en esta desesperada carrera hacia el estrellato. Algunos tratan todavía de compaginar esta vida de madrugadas y beodos impertinentes encarándose con el humorista somnoliento con un empleo que les asegure un cierto nivel de ingresos. Otros acaban de aterrizar en la ciudad, viven casi de gorra y se esfuerzan por demostrarle al mundo que tantas privaciones han merecido la pena. También hay quienes utilizan el escenario como diván de psicólogo, aireando un caos mental que a alguno hasta le puede parecer divertido. Todo vale con tal de llamar la atención de Goldie y recibir la llamada del Pope catódico.
La fauna del local es variopinta, muy dada a la crueldad, la envidia, la autoflagelación, el éxtasis y el tormento. Tenemos a Cassie, la única humorista femenina entre el staff más o menos estable. El suyo es siempre un esfuerzo doble: demostrar que es por lo menos tan graciosa como sus colegas masculinos y cruzar los dedos para que ningún descerebrado del respetable la trolee a costa de su físico. A eso debe sumarse la pugna con la responsable del local, una hembra alfa empeñada en diseñarle una carrera a su imagen y semejanza.
Eddie y Ron vinieron recomendados por el más reciente de los suicidas y se encuentran compuestos y sin novias (aunque esto sea más bien crónico). Mientras sueltan sus monólogos hay un tema que no deja de obsesionarles: qué comerán al día siguiente.
Adam es posiblemente el más brillante de todos y también el más joven. Fugado de casa sin tener siquiera la mayoría de edad, deberá de buscarse sustento ejerciendo de “manitas” en una supuesta agencia de modelos (puticlub, para qué engañarnos). Dos personajes bastante machacados tratarán de ponerlo bajo su influencia: el colega de tablas Ralph (regresado de la guerra en Indochina y empeñado en olvidarlo todo) y Barton Royce, un mafiosete para el que los Clubs de la Comedia son negocios con proyección (y tapaderas perfectas para sus empresas más ilegales y lucrativas).
Bill, maduro y atormentado, lo tendría todo para triunfar… de no ser por su empeño reiterado en autoboicotearse. La explicación, no lo dudéis, estará en algún trauma de infancia mal resuelto. Lo malo es que la incauta de Cassie está empeñada en salvarlo de sí mismo. Y él no es precisamente de los agradecidos.
Completan el elenco un mexicano algo retorcido (Edgar), un heroinómano convencido de que su gracia radica en la jeringuilla (Nick) y el brazo derecho de Goldie, el aplicado aunque poco brillante Arnie. Todos ellos interactuarán a deshoras con camareras poliamorosas, competencias más o menos desleales, productores televisivos cegatos y un público ligeramente mejor al habitual.
El resultado, amargo y moderadamente divertido, es notable. Morir de pie sabe transmitir la épica y el pánico de subirse a un escenario. No olvida el contexto histórico (las secuelas de la guerra del Vietnam, el espejismo de aquello que se llamó “liberación femenina” –los roles permanecen más bien inamovibles-, la tolerancia en todo lo relativo al consumo de drogas) y trata a sus personajes con benevolencia (sí, la comparsa acaba resultando entrañable), sin sobrecargar la función de antihéroes.
El drama de hacer reír, sí, pero sobretodo el drama de no perder la esencia de lo que uno es por el camino. Sobrevivir a la industria viniendo directamente de las catacumbas; dejarse poner las cinchas y los estribos sin terminar forzosamente domado. Conservar la cordura mientras uno muere cada día ahí arriba, sobreexpuesto a la escasa amabilidad de los extraños.