‘Fargo’ (T3). En este mundo extraño
El escenario nos es ya de sobras conocido. Una planicie frígida, una cuneta helada. Un coche surcando el horizonte, apareciendo por un extremo del encuadre y perdiéndose por el otro. Una historia real, aunque cambien los nombres de los muertos. Aunque se cuente la verdad para escarnio de los vivos.
Fargo, en esta tercera temporada, ha optado por la autoconsciencia y la filigrana. Su marca de fábrica siguen siendo los prólogos inquietantes, los criminales torpes, los protagonistas que se creen muy listos y las fuerzas del mal desaforadas y, en última instancia, incontestables.
La inquina entre dos hermanos a resultas de una herencia filatélica degenerará en una orgía de resentidos, perdedores convencidos de su inestimable valía y jugadores de ventaja que no van de farol. El detonante será el equívoco alrededor de un apellido (los Stussi, fonéticamente idéntico a la abreviatura del Ministerio para la Seguridad del Estado de la extinta RDA), bastante comunes en esta Minnesota profunda. Los invitados a la fiesta vienen esta vez del Este, tienen sus propias ideas sobre lo que es llevar un negocio y se mueren de ganas por ser socios tuyos. Matarían por ello, vamos.
Hombre rico, hombre pobre. Emmit Stussy puede presumir de familia, casa y negocio propio. Atrás queda la crisis durante la cuál debió de pedir un préstamo de un millón de dólares a un donante opaco que ahora no parece tener mucha prisa en recuperar su inversión. Junto a su rampante socio se ha encumbrado como “el rey del parking” de la región.
El hermano, Ray Stussy, tomó hace tiempo una decisión equivocada, pero… ¿quién iba a preferir unos sellos a un flamante deportivo rojo? Su trabajo como agente de la condicional tiene sus pequeñas recompensas, aunque desde luego una de ellas no sea el llevar los zapatos salpicados de urea. Pero vamos a lo bueno: Ray parece estar viviendo un romance low cost pero memorable, difícil de creer para un alopécico panzudo y de escasa claridad mental. Su princesa es una ex–convicta, Nikki Swango, aficionada a los juegos de cartas, las improvisaciones criminales y los tampax vengadores.
En el bando de la justicia tendremos, por supuesto, a nuestra patrullera indómita. Una policía merecedora de mejor fortuna en un mundo de hombres… profundamente torpes. Ellos, con todo, son los que imponen las normas en un planeta extraño de formularios de colores, férreas cadenas de mando y gilipollez testosterónica a chorro. En su investigación sobre la cadena de luctuosas “casualidades” alrededor del apellido Stussi encontrará una aliada de uniforme dispuesta también a reivindicarse.
Porque la feminidad constreñida y minusvalorada es, sin lugar a dudas, uno de los temas principales de esta tercera temporada. No sólo en las carnes de esta Gloria Burgle de cargo indeterminado mientras su departamento sufre una “remodelación”, a las órdenes de un jefe incapaz de unir la línea de puntos que lleva indudablemente hasta el (los) asesino(s). También en su reverso criminal; en esa Nikki a la que el espectador masculino no concederá ni tan siquiera el beneficio de la duda. ¿Acaso no está con el Stussi feo para sonsacarle, para desplumarle? ¿Por qué creer en el amor?
Y sin embargo, la agente Gloria no duda ni un instante sobre las razones para su desquite. Porque en este recóndito condado eternamente invernal las mujeres se admiran en secreto, dando por sentado que debe de haber una razón perfectamente lógica para ser lo que son, para hacer lo que hacen. Los hombres, alelados y en continuo letargo neuronal, orbitan a su alrededor esperando verles cometer un error… ¿o aguardando a que les rescaten de los suyos propios?
La maestría narrativa alcanzada por esta fábula anual incluye homenaje a Prokófiev y boleras-purgatorio donde el padre de Laura Palmer decide quién vive y quien muere, quién se reencarna y quién merece llevar a cabo su venganza. Pero si en algún episodio se alcanza la excelencia es en el tercero de esta tanda. Un divertimento que en realidad no aporta gran cosa a la investigación del caso, pero que nos permite acompañar a nuestra protagonista al mismísimo Hollywood, donde descubrirá que su padrastro escribió novelas de ciencia ficción y vivió su sueño americano hasta que un productor ladino lo dejó sin blanca y sin futuro. Todo ello alternado con el periplo animado del robot protagonista de su relato, un ingenuo que, durante más de dos millones de años, se dedica a creer en la humanidad más que la humanidad misma.
Me he dejado al malo para el final, porque la caracterización (hiperrealista y sin juicios morales) de los personajes tenebrosos es el definitivo punto fuerte del “concepto” Fargo. Esta vez no es un killer desalmado ni la matriarca de un clan facineroso. Qué va. Es un fan de Stalin y de las anécdotas que no vienen al caso: V.M. Varga, ese socio que jamás quisiste tener pero al que tu opinión se la trae a pairo. La “cara amiga” del blanqueo globalizado no tiene razones personales: se dedica a pasar desapercibido, a hacer de tipo gris mientras amenaza, extorsiona, pide créditos y liquida empresas. No se lo eches en cara: ¿acaso hiciste las preguntas adecuadas cuando le pediste dinero? Está de vuelta cuál boomerang sádico; es poco sutil, le gusta dejar claro quién es el que manda y sabe de quién te has hecho amigo en Facebook últimamente. Toda resistencia es fútil. Pero es que se lo has puesto tan fácil…
Héroes que devienen villanos: exitoso empresario que no tienen ningún problema en ver como su hermano se desangra a sus pies (tan recto, tan comprometido con la verdad). Venganzas ridículas en base a agravios inexistentes. Pendones sospechosos que en realidad son capaces de abrazar el martirio por amor. Pasados oscuros que en realidad no justifican nada: la casualidad, la estupidez y la ruindad extrema son las explicaciones últimas –y mucho más plausibles- a este sinsentido filmado. La vida, me refiero.
Así que en realidad no hay ningún crimen oscuro o maquiavélico que resolver (por no haber no hubo de partida ni un plan serio). Ni trama internacional que pueda ser desmontada desde su despacho por un osado ayudante del fiscal (íntegro, incorruptible, ¡tan sacrificable!). Ni meritocracia que nos proteja, a la postre, del desgobierno al que siempre nos someterán los supervivientes más obstinados en este océano de ineptitud.
Al final Fargo se permite regalarnos un rayo de esperanza. Quedará a juicio de cada cuál determinar quién resulta vencedor: si Pedro (encarnada por esa patrullera de carreteras convencida de que puede y debe ayudar) o el lobo (el brazo ejecutor y parlanchín del capitalismo más salvaje). ¿Quién abrirá la puerta de la sala de interrogatorios? ¿Se hará justicia, aunque ya sea tarde? ¿O descubriremos –sin escandalizarnos- que el mal cuenta con una bula extendida a perpetuidad por quienes dicen combatirlo?