Catarsis familiares, catarsis críticas
Hoy toca hablar de encontronazos, de divorcios que no pasan del plano emocional, de relaciones de amor-odio sostenidas (incluso prolongadas) más allá de toda lógica. Por un lado asistí al exorcismo ya casi anual que se marca el canadiense Xavier Dolan con sus lazos de sangre en Solo el fin del mundo (2016). Y por otro fui testigo de la visita a la Filmoteca de Catalunya de Maria de Medeiros, que se trajo debajo del brazo un documental muy guerrillero que encara (aunque no les haga compartir plano en ningún momento) a directores de cine y críticos. Dos formas distintas de hablar de la “familia”, esos conglomerados de humanidad e ira cuyo origen y persistencia responden a motivaciones de lo más arcano.
Lo último que había visto de Dolan fue el videoclip de una canción de una tal Adele… sí, su puesta en imágenes del Hello ya se acerca a las 2000 millones de reproducciones y constituye una condensación –en seis minutos- de su universo estético, incluyendo cámaras lentas, visillos al viento, disputas conyugales, sensación de pérdida y objetos filmados… pues como si lo fuesen por primera vez, con desbordante desparpajo. Simple, histérico y repetitivo para algunos. Mágico en su inmediatez de eterno adolescente para otros (sí, me incluyo).
27 años y 6 películas en su haber. Seis piezas en esencia teatrales –a excepción de Laurence Anyways (2012), su único drama de “espacios abiertos”- que ya no sé si le sirven sólo de terapia o como expiación de una culpa universal (el estar, el no estar; el haberse ido, el haber vuelto). Lo de Dolan son combates de boxeo plagados de golpes bajos (substitúyase el hígado por la autoestima) en los que los contendientes pueden echarse en cara absolutamente todo: desde el haberle dado la vida a uno al no haberlo abandonado a tiempo. Uno acaba algo de los nervios por el volumen de las reyertas, la crueldad de los argumentos y, muchas veces… por lo mucho que le recuerdan a disputas personales no tan distantes en el tiempo.
Solo el fin del mundo vuelve a tener como catalizador emocional un terrible secreto que el espectador conoce de partida, un retorno, un núcleo familiar con sus roles enquistados y un horizonte temporal que hace de fatídica cuenta atrás. En el caso que nos ocupa podemos hablar ya de arquetipos dolanianos: una madre desapegada, un hermano enfadado con el mundo, una hermana que no acaba de tener el coraje necesario para marcharse. Ah, y una Cotillard, sinónimo de sufrimiento y caritas tristes filmadas de perfil.
¿Que qué puede hacerse con estos mimbres? Pues un director superdotado –y Xavier Dolan lo es- te monta una montaña rusa de pasado y presente, con ensoñaciones que nunca logran explicar lo perdido que anda uno, pero ayudan a hacerse una idea. Los incondicionales podrán hartarse de tics de estilo (arrebatos videocliperos con música a la moda, todas las combinaciones posibles a las que dan lugar cinco personajes cogidos de dos en dos, una escena final que quiere funcionar como colofón operístico) y disfrutar con fruición de esa bisoñez de canción del verano mezclada con ecos de grandes amores perdidos (reales o idealizados). Sus protagonistas no cambian (ni tan siquiera lo pretenden) y la moraleja siempre apuesta por el “no te arrepientas de nada, por mucho que insistan”.
La familia, para Dolan, es un engorro necesario. Te traumatiza y te sermonea pero, como sospechas que algo de razón tienen, los escuchas y los abrazas al tiempo que te prometes a ti mismo que ya te han visto lo suficiente, que esta es la última vez.
Algo semejante podría decirse de una de las relaciones más tóxicas –aunque a veces, gloriosamente fructíferas- de entre todas las existentes entre colectivos profesionales: creadores y criticones, príncipes impostados y antagonistas poco lúcidos.
Maria de Medeiros nos los muestra en acción en su divertido y pedagógico Je t’aime, moi non plus: artistes et critiques (2004), un documento –más que documental- rodado a vuela pluma en la edición de aquél año del festival de festivales, Cannes (con su insoportable levedad). Y lo hace con una deliciosa humildad, con aires de amateur que disfruta de su condición de no iniciada. Mira, sonríe fuera de plano –su sonrisa la vemos reflejada en el interlocutor- y rebota de personaje en personaje, de personajillo en personajillo.
Medeiros no está interesada en construir un discurso grandilocuente, en decir la última palabra sobre un tema que, indudablemente, le afecta en lo profesional. No busca ni inocentes ni culpables, ni héroes ni villanos. Su película es fresca, casi tosca. Porque la calidad del conjunto depende del interés que despierte –con sus comentarios, con su actitud- el entrevistado. Y los hay más sembrados que otros.
Entre los lapidarios, Ken Loach. El rey de la Croisette –a los premios me remito- lo tiene claro: la relación existente entre artistas y críticos es la misma que la que hay entre farolas y perros. Y entre los sorprendentemente beligerantes, Wim Wenders y David Cronenberg. Sus observaciones rezuman animadversión… vamos, que se les ve bastante traumatizados (y uno cree que no es casualidad que lo estén, precisamente, los que más veces han sido seleccionados para batirse en la exigente e inmisericorde Sección Oficial). ¿Cannes, la máquina del odio?
Por el contrario, escuchar a Manoel de Oliveira –sí, por aquél entonces vivito y coleando- resulta revelador, casi inspirador (la propia Maria de Medeiros reconoce su cátedra y nos asegura que en la edición francesa se incluye un DVD de extras, consistente básicamente en entrevistas apenas editadas, en bruto, mucho más largas y jugosas). Oliveira confiesa lo que se juega en cada película –la vida misma- y reconoce el papel de la crítica, más allá del mito cahierístico.
En el bando de los críticos -¿o sería mejor decir “banda”?-, un crisol de polemistas, dandies, sabios y sabiondos. En esta foto fija del mundillo de la crítica de hace 13 años, la “selección” española parece encabezada por el ínclito Carlos Boyero. Robaplanos profesional, se dedica a denigrar su propio oficio y a hacer apología del analfabetismo. Vamos, que no hace falta tener ningún bagaje específico para ejercer la crítica cinematográfica: basta con “decir lo que uno piensa” –los demás nunca lo hacen- y presumir, por supuesto, de dormirse en el cine. Su presencia “estelar” deja en segundo plano a otras voces patrias a priori mucho más interesantes.
También concurren a la cita la crítica norteamericana (y su negacionismo del debate intelectual) y la francesa, siempre tan poderosa, tan envidiable, tan preparada. Todos empeñados en parir algo perdurable, en dar con esa película que les inspire y les permita… pues hacer algo personal e intransferible, casi hasta original. En emular, siquiera por escrito, a sus ídolos. Aunque también existan historias de agradecimiento y violencia, de jamones serranos (a cuenta de una crítica favorable) o sopapos a traición. ¿Y cómo negarles sus razones a unos y otros?
De entre todos los instantes perdurables de este calidoscopio imposible –pues imposible es la entente entre creadores convencidos de haber parido una obra maestra y jueces autoproclamados- me quedo con dos. La ingente imaginación de un crítico que, en plena duermevela, imaginó una escena maravillosa (e inexistente) en una película de Tarkovski. Y la estampa de un realizador francés esperando la crítica (todavía no sabe si cargada de loas o reproches) de su diario de referencia, el día después de la primera proyección. Consumido por los nervios, pero finalmente liberado.
Porque todos recuerdan la primera crítica que les hizo levitar, del mismo modo que el buen cinéfilo –que a veces, y sólo a veces, también es crítico- no olvida ese cine que le hizo olvidarse de su mísera condición durante, pongamos… una horita o dos.