‘Making a murderer’. Más allá de la duda razonable.

“Reasonable doubt is for the innocent”. Ken Kratz, abogado

La historia de Steven Avery, inocente recalcitrante o criminal con castigo infringido a cámara lenta por la CNN y similares, tiene el regusto de las grandes epopeyas americanas… sólo que contada al revés. La historia de superación es aquí el relato pormenorizado sobre la imposibilidad de ser algo más que el sospechoso habitual de tu villorrio, por obra y gracia de unas fuerzas del orden en las que nadie en sus cabales confiaría. Pero… ¿acaso hay elección?

Si alguna vez existió el concepto “duda razonable” debió de ser para aplicarse a casos como el suyo. El de un tipo que fue condenado por una violación que no cometió y se pasó 18 años en prisión, para volver a ser acusado de homicidio a los pocos meses de recobrar la libertad, con una batería de pruebas circunstanciales que sólo convencerían a quién… a quién no necesitase, de antemano, ser convencido de nada. ¿Casualidad macabra? ¿Confabulación? ¿Destino? ¿Mala suerte?

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Empecemos por definir el territorio, eso que les gusta tanto a los norteamericanos a la hora de caracterizar tanto a sus héroes como a sus villanos. Un cementerio de coches sobre el que acaba de caer una nevada ligera, espacio silencioso y sobrecogedor del que las cineastas Laura Ricciardi y Moira Demos (poseedoras de 700 horas de material que tuvieron que comprimir en 10) sacan partido desde la mismísima intro de la serie. Allí, desde tiempos inmemoriales y al final de un camino que por llevar lleva hasta su apellido, moran los Avery y su poco lucrativo negocio. Una estirpe sacada de un relato de Faulkner (o quizás un homenaje involuntario a los Hannassey de Horizontes de grandeza (William Wyler, 1958)): de pocas luces, fatalistas, convencidos de su propia insignificancia. ¿Y cómo echárselo en cara?

Pero no exageremos su dedicación. Porque su historial delictivo estaba más próximo al gamberrismo de proximidad que al gang criminal organizado: alguna burrada, mucho alcohol y reiterados encontronazos con sheriffs igual de aburridos que ellos. Un curriculum malhechor que está a punto de subir de nivel, quizás por el hecho –evidente hasta para la policía del condado de Manitowoc- de que estos Avery tienen ese cierto grado de idiocia ideal para ser acusados de barbaridades mayores. Cabezas de turco que ayudarán a resolver algún que otro caso, mejorando así las estadísticas policiales.

Y aquí es donde empieza el calvario de Steven Avery. Aspirante a mártir nacional, a personificación de todas las fallas del sistema tras tirarse casi dos décadas entre rejas (exonerado in extremis merced a una prueba de ADN, ahora sí, irrefutable). Lo tenía todo para convertirse en un activista de los que pueden largar frente al micrófono con conocimiento de causa: utilizando la primera persona del singular. Frecuentando platós. Dejando que los políticos del momento se hiciesen fotos junto a él. Cobrando su indemnización del Estado. Y escribiendo un libro, vendidos los derechos cinematográficos antes siquiera de terminar el primer capítulo.

Pero no. Para Steven tenían pensado algo más grande. Por ejemplo… el asesinato de Teresa Halbach. Y esta vez va a ser difícil que se les escape: la osamenta enterrada a escasos 50 metros de su casa, restos de sangre en el coche de la víctima, la llave del vehículo en una de sus habitaciones y hasta el testimonio de un sobrino suyo que pasaba por allí y que también parece estar dispuesto a autoinculparse (¿de qué? De lo que le digan).

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Joder con el tal Avery, ¿no? Y parecía bueno… ya sabéis, ahora resultará que a sus paisanos nunca les engañó: algo pasaba con esta gente (y es que basta con que abra telediarios vestido de naranja y encadenado de pies y manos durante varias semanas para que cualquier vecino saque sus propias conclusiones. “Algo habrá hecho, ¿no?”).

¿Y eso es todo? ¿Un juicio estructurado en diez episodios? ¿De verdad han hecho una serie documental con los testimonios de familiares y abogados, con las grabaciones de los juzgados, con las conversaciones mantenidas por el principal sospechoso desde la cárcel, con planos y más planos de esa chatarrería donde se amontonan piezas de recambio que ya nadie extrae de vehículos abandonados? Para convencernos… ¿exactamente de qué?

Pues para convencernos de que este hombre no tuvo un juicio justo. Para demostrarnos bien a las claras que el sistema falla, pero lo que es todavía más terrible: que ese sistema hará todo lo posible para protegerse a sí mismo, cuál HAL enajenado pero muy, muy autoconsciente. Que algunos policías corruptos acaban convirtiendo comisarías enteras en factorías para la compra de voluntades y donde hacerse pagar favores; donde “fabricar” evidencias y obtener confesiones sin respeto alguno por la verdad. Que los jueces no son siempre ecuánimes. Que los jurados imparten justicia, pero que sobretodo quieren que todo acabe cuanto antes porque les esperan para cenar en casa. Que un abogado torpe –o dispuesto a doblegarse a las supuestas certezas de la fiscalía, por encima de los derechos de su propio defendido- puede hacerte más daño que una batería de pruebas incriminatorias. Y que a partir de ahí tanto da: aunque tengas la suerte de dar con alguien más capaz, más idealista, más profesional. Cuando has llamado la atención del ojo público deja de importar si realmente lo hiciste o no.

Como hizo nuestro Joaquim Jordà en De nens (2004), Making a murderer aterra por la posibilidad (si no la certeza) que maneja: la de que la cárcel acabe siendo ese lugar donde van a parar los señalados de antemano, los que no importan, los que no han tenido ni tendrán jamás la más mínima oportunidad (y después de todo estamos hablando de un blanco, de un caso con una innegable repercusión mediática… ¿os hacéis una idea de las posibilidades que deben de tener los negros en ese país con un 1% de la población cumpliendo algún tipo de condena?).

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A abril de 2016, Steven Avery sigue en el trullo. Entre la anterior condena y la presente, acumula 29 años privado de libertad. Ignoramos si realmente lo hizo. Pero tenemos Making a murderer para convencernos de que, si hubiésemos sido nosotros los “elegidos” por ese sistema judicial… tampoco hubiésemos salido mejor parados.

¿Y si el sistema judicial tuviese como única finalidad el fabricar asesinos al gusto del público catódico, ya sea de Wisconsin o allende los mares? ¿Y si, en un giro todavía más retorcido, esta monumental serie de Netflix no tuviese sino una función parecida, cubriendo –eso sí- las necesidades de un público más selecto? ¿Y si la indignación crónica fuese la nueva máscara que luce el conformismo? Y si… Dios, ¡¿y si fuese, otra vez, inocente!?

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