L’Alternativa, Festival de Cinema Independent de Barcelona (II): Las fracturas familiares de Lucrecia Martel
Me gustaría ser capaz de realizar un larguísimo listado de memoria, enumerando de manera casi automática decenas de directoras de cine de nacionalidad Argentina, no sólo del momento presente sino también de ese pasado no tan reciente. También me gustaría ser capaz de elaborar una argumentada disertación acerca de los valores de cada una de ellas, así como de mis preferencias y debilidades. Por desgracia, he de confesar que no soy capaz. Más allá de nombres como el de Albertina Carri o Lucía Puenzo, pocos más me vienen a la cabeza. Y no porque no las haya, sino porque en este país nos son bastante desconocidas. Lo sé, no es una buena excusa, y menos en esta época de Internet de banda ancha y plataformas de visionado de cine online. Pero tal vez, después de todo, sigamos necesitando de la ayuda de festivales como L’Alternativa para ir paliando, poco a poco, nuestras innumerables carencias. Tal vez necesitemos ese pequeño empuje que es la motivación. O la oportunidad de ver las películas en pantalla grande. O que las circunstancias nos sean propicias y las coyunturas generen sinergias, yo qué sé. Sea como fuere, el hecho de que nos separen unos 10.000 Kms de ellas –kilómetro arriba, kilómetro abajo–, no es excusa para perpetuar este reprochable desconocimiento.
La retrospectiva dedicada este año a Lucrecia Martel se convierte pues en la perfecta excusa para recuperar su filmografía (incluidos algunos cortometrajes), no tan conocida por estos lares como quisiéramos. Una vez vista en su conjunto, resulta inevitable percibir los ecos que resuenan de una a otra película: el cuestionamiento de la familia como institución y la repercusión de las relaciones familiares en los individuos, la decadencia de la clase media en Argentina (extrapolable, con toda probabilidad, a cualquier otro lugar), el impacto de la crisis, la influencia de la religión o las relaciones de poder que estamos predestinados a generar constantemente y que tanto degradan y envilecen a la especie humana.
En La Ciénaga (2001) y La Niña Santa (2004), Martel coloca la cámara en un punto de vista más bajo de lo habitual. Como si ésta fuese un niño curioso de diez años, que intenta enterarse de todo pero no es capaz más que de obtener una información confusa y fragmentada respecto a lo que sucede a su alrededor. ¿Quiénes son todos estos personajes y qué tipo de lazos les unen? ¿Familiares? ¿Afectivos? ¿Simplemente casuales? ¿Puede funcionar la estructura de la familia como sinécdoque de la estructura de la sociedad en general? ¿Por qué entramos de lleno en el relato sin que nadie nos presente a los protagonistas? ¿Por qué no hay buenos y malos? ¿Por qué no somos capaces de intuir un final? ¿Se parecerá la labor del espectador a la del detective más de lo que podríamos suponer?
La directora dosifica con maestría la información clave y la ofrece de modo pausado, casi con cuentagotas. Puede que tardemos media hora en darnos cuenta de las relaciones que hay entre los personajes, pero es que los vínculos entre los humanos son por naturaleza bastante complejos, y querer tener claros y definidos en los primeros diez minutos de película el planteamiento, el nudo y el desenlace de la historia… a lo mejor no tendría que ser la única opción.
El calor bochornoso acelera la descomposición de los cuerpos. Cuerpos rebosantes de vida, pero que se acercan a la muerte de modo irremediable. Cuerpos diametralmente opuestos a aquellos definidos por los cánones del cine mainstream, la televisión o la publicidad. Cuerpos que pueden tener arrugas o celulitis, necesitar una operación en un ojo, estar llenos de cicatrices y heridas o tener incluso dientes de más. Cuerpos que sudan, lloran y eyaculan mientras gritan casi en silencio, con un hilo de voz reprimida. Cuerpos que miran de reojo a la cámara y se preguntan muchas cosas para las cuáles tal vez no haya respuesta. Como la protagonista de La mujer sin cabeza (2008), que no sabe si aquello que atropelló era un perro o un hombre. O la adolescente de La Niña Santa, que es incapaz de asumir las fricciones que se producen entre la religión que se le inculca a golpe de Biblia y el inevitable descubrimiento de su sexualidad. O la madre de La Ciénaga, que intenta mitigar con alcohol la apatía que le genera su matrimonio y se pregunta si es buena idea ir con su prima de viaje a Bolivia. Sólo unos días, para desconectar de la rutina y comprar de paso el material escolar para sus hijos.