‘Downton Abbey’: casta invencible

Hace cuatro años comenzó la serie más clasosa de todas cuantas se emiten en la televisión mundial, acorde en su acabado formal y en la recreación de usos y maneras con la época y las gentes a las que retrata: la aristocracia más elitista del más elitista de los países europeos (el Reino Unido, of course) y el devenir de aquellos que tienen que servirles. La acción arranca allá por abril de 1912, coincidiendo con el hundimiento del mismísimo Titanic (muy simbólico, la verdad). Desde entonces y hasta la “actualidad” –tras el especial emitido esta Navidad (episodio 9 de la 5ª temporada) nos hemos quedado a mediados de la década de los veinte- mil y una desgracias les han pasado a los protagonistas de este Cuéntame ‘upper class’. Porque Downton Abbey no se contenta con recrear, a la manera del tándem Merchant-Ivory, el inane día a día de la clase pudiente post-victoriana. No. Aspira a impregnar la narración siquiera con el aroma de los conflictos políticos, del imposible cambio (todavía más imposible desde la perspectiva de los genuinos privilegiados de una nación), de las tensiones entre los de arriba y los de abajo. downton-abbey-dinner-table

Robert Crawley –a veces honorable, a veces fatuo en la continua reivindicación de su supremacía moral- es el landlord de este feudo con tierras arrendadas, partidas de caza e interminables sobremesas en exclusivos salones japonistas. El contrapeso a tanta pomposidad lo aporta su mujer, una norteamericana que apuesta por el relajo en la etiqueta, por menos pompa y circunstancia. Para escándalo de la reina madre del lugar: Violet Crawley, condesa viuda de Grantham, depositaria de la tradición, la distinción algo impostada y, por qué no decirlo, los tics más epatantes de una clase social que se considera a sí misma en peligro de extinción. Es ella quién soltará las replicas más ingeniosas e hirientes, la que destilará las dosis más aquilatadas de ironía y flema inglesa (no es ningún secreto: los guionistas de la serie aman a la extraordinaria Maggie Smith, que está legándonos el personaje más memorable de sus sesenta años en escena). La pareja en posesión del título nobiliario tiene tres hijas: la coqueta, distante y por momentos insensible lady Mary, la insegura y eternamente traumatizada Edith y la inconformista y libérrima Sybil. Alrededor de ellas zumbarán pretendientes, criados paternalistas, chóferes socialistas y editores enamoradizos. El trabajo será de ellas para saber cuándo el afecto es verdadero y cuando es fruto de los intereses creados, del calculado juego –mundano y cruel- de los halagadores cazadores de fortunas. Y bajo tierra, la servidumbre. Un ejército disciplinado que cada año que pasa es más consciente de que su viabilidad es francamente cuestionable. Llega la Gran Guerra, Londres vive también a su manera los descocados años 20, se acerca una debacle económica… y, sobretodo, se está gestando un vuelco social, a rebufo de lo acontecido en Rusia. Los siervos empiezan a hacerse preguntas en voz alta, comienza a tolerarse cierto grado de impertinencia; el resentimiento de algunos hacia sus señores es apenas disimulable. Todo ello a pesar del magisterio impartido por el inflexible señor Carson, guardián de la fe y de las liturgias, sumo sacerdote de la pleitesía, mayordomo en jefe que le afearía la conducta al mismísimo Anthony Hopkins de Lo que queda del día. Su revés amable entre fogones, plata por abrillantar y zapatos pendientes de lustre está representado por la señora Hughes. El uno es dogmático, la otra es la comprensión y la discreción personificadas. Una pareja de hecho que se tiene simpatía, un amor otoñal que todos esperamos ver consumado antes de que alguno de los dos pase a mejor vida. Downton_abbey_seri_2642837b Bajo su mando y responsabilidad, una nutrida representación de las clases más humildes de Inglaterra: los Bates (una pareja condenada a la infelicidad, con eternas idas y venidas a la cárcel de alguno de sus dos miembros), el taimado Thomas Barrow (mendaz y perverso, contradictorio y en eterna lucha consigo mismo y su inconfesable –son los años veinte del siglo pasado en el más carca de los ambientes imaginables- homosexualidad), la ingenua y candorosa Daisy (esperando que algo pase, que un príncipe azul la rescate de la cocina, que una educación más esmerada le permita mejorar su condición), la laboriosa y conformista señora Patmore, el estirado pero progresivamente humanizado Joseph Molesley… En lo cinematográfico, Downton Abbey resulta tan conservadora como los dichosos Crawley y su puñetero árbol genealógico. Pero… ¿cómo no serlo? Cuando a uno le permiten rodar en algunas de las casas con más historia del país, en auténticos tesoros que forman parte del patrimonio, ¿cómo renunciar a cierto amaneramiento, al detallismo –a veces, hasta barroquismo- inherente a unas estancias sobrecogedoras, elegantes, inabarcables de una sola mirada? Más de una vez me he sorprendido perdiendo el hilo de alguna conversación y deleitándome con los “fondos”, con tanto accesorio deslumbrante: cuadros, mobiliario, tapices, alfombras, vestidos. Downton Abbey es una experiencia estética, además de una saga que no renuncia a su condición de culebrón decimonónico. Como haría Thomas Mann en Los Buddenbrook, asistimos al crepúsculo de quienes se creyeron dioses… y ya sabemos lo bien que funciona entre las audiencias eso de ver llorar a los ricos de vez en cuándo. Muertes inopinadas, rebeldía de boquilla, vanidad de vanidades… no sabe uno quién hubiese disfrutado más: si Proust levantando acta de la decadencia o Capote pitorreándose de la impericia emocional de la mayoría. Downton Abbey, hacienda excesiva, nos hace sonreír a veces con su épica latifundista; otras nos vence con la impúdica excusa de la “recreación de época”, escuchando comentarios y aforismos que hoy –toda una muestra de hipocresía- nos atrevemos a tildar de políticamente incorrectos. mast-004104-hires No, apenas es ficción. Nuestra nobleza contemporánea conserva la mayoría de prebendas que la de antaño. Siquiera de una manera menos ostentosa (basta con ojear alguna revista del corazón y comprobar que lo único que ha cambiado es que ahora son más horteras: se enorgullecen en mostrar las mansiones que habitan). Así que no deja de ser un ejercicio de realismo escuchar a los poderosos verbalizar de vez en cuando el desprecio que les merecen los menos favorecidos, envanecerse de sus obras de caridad o predicar a voz en grito su redoblado miedo al cambio. Mientras tanto, en las catacumbas, no se está incubando la revolución, no… asistimos al nacimiento de aquello que una vez conocimos como clase media. Downton Abbey se enfrenta en lo venidero a nuevos desafíos. Se llaman tiempos modernos y deseamos sinceramente ver sacudidos sus cimientos, que alguna pluma caiga de tanto sombrero lucido en carreras de caballos. Aunque no os llevéis a engaño: Downton Abbey es en realidad el castillo de Highclere y sigue habitado por la familia Herbert, condes de Carnarvon. Y antaño (hace más de doce siglos) perteneció a los obispos de Winchester. ¿El único exabrupto que se han permitido en todo este tiempo? Que en sus interiores se rodase alguna escena subida de tono de un cuento subversivo titulado Eyes wide shut. Dios y patria, Robert, Dios y patria.

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