Docusectas. Dios me dice lo que tienes que hacer

“Mira siempre el lado brillante de la muerte.” Monty Python

Estos días hemos podido tener pesadillas mormonas a costa de Warren Jeffs, el profeta de la corrupción de menores que protagoniza una muy convincente reencarnación del Diablo en el documental Sé dócil: reza y obedece (2022). Cuatro partes han sido más que suficientes para hacernos una idea de las intenciones de la Iglesia Fundamentalista de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, otra forma poco sofisticada de lograr que hombres en declive (físico y moral) disfruten de poder y sexo por coacción.

La historia no es nueva: de repente surge de la nada un tipo que presume de perfección, de espiritualidad excelsa, de ser el genuino representante en la Tierra del Todopoderoso. Porque sí, porque él lo vale. En un primer análisis no muy exhaustivo podría pasar por un mierdas entre fatuo y patético, pero no: la Palabra y la Verdad están de su lado. Ni que decir tiene que Dios se dedica a tener largas y fructíferas conversaciones solo con él, peroratas en las que acostumbra a reclamar el dinero de su congregación y a recomendarle que se rodee de mujeres, cuanto más jóvenes mejor.

Sí, desde fuera resulta difícil de entender el grado de control que pueden llegar a ejercer sobre comunidades en origen bien variopintas, en las que lo mismo hay paletos crédulos (no nos engañemos: acostumbran a ser el grueso del rebaño) que intelectuales, ingenieros o abogados. El secreto, como veremos a continuación, siempre es el mismo: aislarlos de la impía realidad, favorecer la endogamia entre sus miembros y hacer que la relación de dependencia para con el líder sea equivalente a la que proporcionan ciertos narcóticos.

La piedra angular de este género televisivo (lo he llamado el de las docusectas, en un alarde de imaginación solo equiparable al discurso teológico que las susodichas manejan) quizás fuese la extraordinaria Wild Wild Country (2018), otra de esas odiseas hacia el desastre y el caos que es de verlo para creerlo. Los hechos habían ocurrido allá por Oregón a principios de los años 80: la church star Bhagwan Shree Rajneesh (Osho para amigos e iniciados) arribaba a los siempre impresionables Estados Unidos desde la India profunda. Le precedía su fama como chamán y líder espiritual: mucha charla, mucha meditación, mucho discurso a las masas alentándoles a explorar / explotar todo su potencial. Otro camino de perfección que, en esta ocasión, ganó para la causa a cientos de occidentales situados muy arriba en la pirámide de Maslow (sin problemas en lo relativo a qué comer mañana, vamos).

Pero todo chamán prominente necesita de un brazo derecho para los asuntos más mundanos. En el caso de Osho, no tuvo muy buen ojo: Sheela, tesorera y canalizadora del mensaje pastoral, resultó tener un excesivo apego por las cuestiones materiales. Convencida de la importancia de su papel como guardia pretoriana del meditabundo líder de la comuna cometió… digamos… algunos actos abiertamente delictivos que dieron al traste con el proyecto.

Wild Wild Country lo tenía complicado, porque Osho era -y sigue siendo, 30 años después de su muerte- una figura respetada. Con todo lograba dejarnos con la duda: ¿hubiese triunfado aquella idea -¿un modelo de sociedad alternativo?- de no haberse cruzado en su camino la muy turbia Sheela? ¿A cuánto está dispuesto a renunciar la gente a cambio de una “paz espiritual” de a tanto el kilo?

En fin, los detalles más sórdidos ya los conocéis: los seguidores de Osho le regalaron Rolls Royces como si no hubiese un mañana y las fricciones con la comunidad local culminaron con un delirante ataque bioterrorista. ¿Y cuál era su “mensaje” salvador? Pues me vais a perdonar por mi descreimiento militante, pero el corpus de su pensamiento respondía al engrudo habitual que sustenta cualquier secta: fin del mundo inminente, deshaceros del ego, rezad mucho (perdón, se dice meditad), follad o no folleis pero sonreíd siempre y, con un poco de suerte… amaneceréis como el “hombre nuevo”; sin apego por la política, ni la religión, ni los genitales. Algunos de sus 10 mandamientos parecen una mezcla de conversación entre gallegos, perogrullo, verso de Gloria Fuertes y zen con alpargatas: “el vacío es el medio, el destino y el logro”, “muere a cada instante para que puedas nacer de nuevo a cada instante”, “no busques. Aquello que es, es. Detente y mira”.

¿Ridículo? Bueno, no nos pongamos fenomenales: las religiones mainstream también utilizan la parábola, la oscuridad y la estupefacción beatica. Pero con siglos de práctica, parecen haber ganado en sutileza.

Por si alguno creyese a estas alturas que estamos ante un fenómeno made in USA, atención a la viga en el ojo propio, compendiada en el documental El Palmar de Troya (2020). A los menores de 50 quizás os suene a chino, pero hubo una vez en este país un espabilado bastante histriónico que se hizo nombrar Papa de Roma. Con un par.

En marzo de 1968 tuvimos una de nuestras últimas apariciones marianas (seguro que esto me lo puede desmentir Iker Jiménez), porque no estaba bien que el fenómeno fuese patrimonio de Francia y Portugal. Cuatro niñas y tropecientos fanáticos tuvieron la culpa: en la finca de la Alcaparrosa (no muy lejos de la aldea de El Palmar de Troya) empezó un show muy hispano. Porque no faltó de nada: más apariciones, visionarios que aprovecharon el verano para abrir su chiringuito, estigmas sangrantes y un momento idílico (finales de los 60, casi nada) en lo que a sed de espiritualidades alternativas se refería.

Clemente Domínguez Gómez fundó la Iglesia Cristiana Palmariana de los Carmelitas de la Santa Faz (no, no les van los nombres cortos) y la verdad es que lo petó por medio mundo. Con el concurso de un clérigo vietnamita se dedicaron a ordenar obispos como quien reparte vez en la carnicería, culminando la charlotada con la proclamación de Clemente como máximo representante de la iglesia romana bajo el nombre de Gregorio XVII.

Todo tenía su lógica, porque al bueno de Clemente también le hablaba Dios (por supuesto). Y le dijo que los masones y los comunistas la iban a liar parda tras el pontificado de Pablo VI. Así que ni corto ni perezoso, salvó al Universo todo de la venida del antipapa reivindicando el trono de San Pedro.

Se mezcla todo, efectivamente: tardofranquismo, estupidez congénita y claros trastornos mentales. Lo cual no es óbice para que esta aberración -tras innumerables escisiones- siga existiendo, para pasmo de una humanidad que no agota nunca su capacidad de sorpresa. El documental tan solo necesitaba de un par de docenas de testimonios para dejar patente las motivaciones de estos prendas enamorados del dinero, la liturgia, los cilicios y el papel gregario de la mujer. 

Abundando en este último tema (la explotación laboral y sexual de la mujer, común a todos estos credos patriarcales, sean new age o babilónicos), es hora de volver a la reciente Sé dócil: reza y obedece. Aunque la comunidad que protagoniza el relato sería una rama “dura” del mormonismo, no está de más resaltar los principios lisérgicos de esta doctrina parida en el segundo tercio del siglo XIX por Joseph Smith.

Y es que el Libro del Mormón lo podrían haber escrito a pachas J.J. Benítez y Philip K. Dick tras un par de mal viajes: un ángel se aparece y le indica al fundador de la iglesia (claaaaaaro) dónde encontrar unas planchas de oro en un idioma parecido al egipcio que demuestran, entre otras cosas, que Cristo visitó los EEUU después de su resurrección y que si eres muy piadoso y te casas mogollón de veces serás también un Dios. Toma ya.

Cómo no creer en algo tan evidente, demonios, comparado con ese rollo de las vacunas. Tan evidente como enunciarlo sin remilgos: que aquellos colonos querían ser polígamos y se inventaron una religión, lo mismo que Enrique VIII provocó un cisma en la iglesia para dar carta legal a su lujuria. No hay mucho más: hombres decrépitos y alienados dispuestos a dictar su propia ley para hacer lo que les salga del rabo (más o menos de una manera textual).

Si empezásemos a llamar a las cosas por su nombre, saltaría a la vista que cuando Warren Jeffs alcanza el cargo de “profeta” de su iglesia, el mal ya está hecho desde varias generaciones atrás: ¿cómo es posible acatar un sistema en el que la mujer queda relegada a simple moneda de cambio, a consumible, a receptáculo de depredadores sexuales que además presumen de rectitud y principios? Amparados en la práctica de una “doctrina religiosa” demasiados tipos que aúnan lo peor de mi género (la maldad y la mediocridad) se dedican a… a violar niñas.

Pero así como el juego ha encontrado su paraíso natural en Nevada, Utah y su procelosa y casta capital Salt Lake City se han convertido en santuario de los descendientes de la Iglesia de los Santos de los Últimos Días (a fin, de cuentas, deben de pensar, la fundaron sus antepasados). Y ya está, porque a partir de ahí ya sabemos lo que dirá el estadounidense de pro: “este es un país libre, man”. Allá cada cual con sus… ¿creencias?

En todos estos trabajos televisivos alrededor de sectas -maquilladas o tuneadas para pasar por otra cosa- uno termina con la misma impresión (y el mismo mal cuerpo). La pregunta resulta evidente: ¿qué necesitan los países para calificar a una secta como destructiva y actuar de oficio cuando se ven claramente vulnerados los derechos fundamentales de sus ciudadanos? ¿Hasta dónde se puede extender la permisibilidad amparándose en la libertad de culto?

Mientras tanto, Warren Jeffs sigue cumpliendo cadena perpetua. Su legado financiero -y por desgracia, también el espiritual- siguen a buen recaudo: la sentencia incluyó una multa de 10.000 dólares a un tipo que recibía de sus recaudadores 300.000 a la semana.

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