Lobos en Wall Street, corderos en Clerkenwell
La semana cinéfila da lugar a veces a extrañas asociaciones. Incluso a relaciones de causa y efecto algo maquiavélicas. Con apenas 24 horas de diferencia veo dos películas que se complementan (¡quién lo diría!), entablando un diálogo cínico y socarrón. Las dos hablan de… digamos que… economía.
Por un lado, El espíritu del ’45, un documental revelador y muy pedagógico del británico Ken Loach estrenado el año pasado. Sí, lo sé: da mucha pereza seguir sometiéndose a los mítines y las ficciones buenistas de este viejo rockero del activismo ‘be cool’. Le pasa como a las historias de nuestros abuelos: por más que uno le ponga voluntad, no puede substraerse al hecho de que todo eso ya lo oyó el mes pasado. Aunque uno nunca consumió el cine de este hombre buscando objetividad; lo que buscábamos era ver reflejado un pálpito. ¡Ah, lo bien que nos funcionaba en la adolescencia, cuando teníamos más relajado el sentido de la autocrítica!
…y al otro lado del cuadrilátero, El lobo de Wall Street, ese divertido, desmadrado y chusco festival de Martin Scorsese. Realidad y ficción –por mucho que esta última se base en un libro autobiográfico- alimentando una paradoja de nuestra época: lo que cuenta el documental de Loach nos parece más increíble que la apología del exceso de Scorsese.
Ambas -vistas así, en improvisado programa doble- sirven para ilustrar los últimos 50 años de capitalismo en el primer mundo, caracterizados por una radicalización progresiva de sus postulados teóricos. El espíritu del ’45 nos sitúa en los años posteriores al final de la Segunda Guerra Mundial en Gran Bretaña, prologados por la aplastante e inopinada victoria del laborismo liderado por Clement Attlee frente al mismísimo Winston Churchill, personaje fundamental en la historia de Europa. El país que lo había elegido para guiarle cuando únicamente podía prometerles sangre, sudor y lágrimas decidía que en tiempos de paz quizás fuese mejor apostar por un partido que se definía como socialista y democrático (un matiz nada baladí a mediados de los años cuarenta).
Conoceremos así las líneas maestras de un mandato político que revolucionó (sin necesidad de abogar por la dictadura del proletariado) el contrato social aceptado hasta entonces en las islas británicas. Para ello se apeló al mismo coraje que se había demostrado en la guerra… pero aplicado a los tiempos de la reconstrucción y el esfuerzo mancomunado. Se erigieron viviendas sociales de una calidad hasta entonces inimaginable para la clase obrera. Se creó el National Health Service, el modelo de todas las Seguridades Sociales que han habido y habrán. Se nacionalizaron medios de transporte, servicios postales, compañías energéticas, minas… el “nosotros” primaba en los discursos políticos, trufados de soflamas que ahora tacharíamos de ingenuas (se decían cosas tan estupendas como que la riqueza debía de estar repartida, que no tenía sentido legislar a favor de otra cosa que no fuese la mayoría del electorado). Y esa mayoría –esa futura clase media- debía de tener viviendas dignas. Tener la seguridad de que recibirían asistencia médica en caso de enfermar. Una serie de beneficios sociales que tendemos a pensar que siempre han estado ahí… pero que occidente conoce sólo desde 1948.
Un salto adelante, un primer zapping entre una película y otra. Leonardo di Caprio, como el predicador de The Master –pero renunciando a cualquier atisbo de sutileza- inflama a sus empleados micrófono en mano. De hecho, crea un estado de catarsis colectiva con trances incluidos. Sus lobitos gesticulan, entrechocan sus manos en lo alto, lloran en pleno éxtasis santateresiano. Imágenes que me recuerdan a una convención tory de principios de los ochenta en la que una triunfante Margaret Thatcher –de profesión, enterradora de utopías igualitarias- es aclamada por sus enardecidos compañeros de partido a los que sólo les falta gritar un “fuck United Kingdom!”.
El “todos juntos” frente al triunfo de la insolidaridad. El engaño profesionalizado como motor de una economía irreal, alejada de cualquier objetivo productivo. Las reglas de oro se las explica Matthew McConaughey al pardillo recién llegado: robar y drogarse. Drogarse y seguir robando. Ah, y una pajilla entre medias para liberar tensiones. Porque para aprovecharse de la codicia hay que fingir aplomo y tranquilidad. Y cuando los codiciosos recogen velas, cambiar de caladero y tender las redes entre los más desfavorecidos, los que compran acciones a céntimo de dólar. Reírse de quién está al otro lado del teléfono, despreciar a eso individuo que te separa de tu merecida comisión. Simular que uno lo sodomiza sin cambiar siquiera el tono de voz. ¿Despreciable? No, hombre, no. Triunfador.
Mientras tanto, en El espíritu del ’45 continúa el desfile de nonagenarios que no olvidan. Nos hablan de uno de los ocho países más poderosos del mundo donde se pasaba hambre y se dormía –siempre acompañado- en un mar de chinches; donde el desempleo masivo estaba a la orden del día y un accidente laboral significaba la ruina para la familia y una más que probable muerte en la indigencia para el afectado. Los años treinta en cualquier suburbio, excrecencia poco promocionada del lugar donde nació la revolución industrial. Y a la postre, también el estado del bienestar.
Mediados de los noventa. Jordan Belfort (así se llama el ídolo amoral de Scorsese) pasa de corredor de bolsa a cabeza visible de Stratton Oakmont, una firma de corretaje que participó en la emisión de nuevas acciones por valor de más de 1000 millones de dólares… e hizo perder a sus inversores un total de 200. En la película lo vemos tentando a un agente de la ley que lo investiga. Lo invita a su yate de cincuenta metros de eslora, rodeado de los atributos horteras asociados al dinero: helicóptero, mujeres con tetas falsas, langostas y bandera americana al viento. Rechazada su oferta es el momento del desprecio, materializado en esa multitud anónima “que trabaja en el McDonalds” y resto de pringados que se desloman por un sueldo anual que él se puede permitir el lujo de tirar por la borda (literalmente). Ya sabéis, esa purria que vuelve a casa en metro. (Y a estas alturas digo yo que deberíamos de darnos por aludidos pero… ¡nos reímos tanto con Belfort y su cruzada nihilista! Menudo tipo, menudas fiestas).
Lo público sigue reculando en Gran Bretaña, como en la mayoría de sociedades represaliadas por un capital inclemente. Ya va quedando poco de aquél Estado que ahora sería tachado de “intervencionista” (por querer asegurarse de que se cumplían ciertas reglas, que un principio de equidad presidía las decisiones financieras importantes). ¿Cómo pudo ocurrirnos en generación y media? ¿En qué momento nos hicieron creer que la justicia atentaba contra el libre albedrío y la libertad individual? ¿En qué momento aceptamos –como miembros de una sociedad gregaria- que la mera posibilidad de que uno de nosotros se haga rico merece la reformulación de la moral colectiva?
Al final de las tres horas de desparrame (coños, coca y relojes suizos), el tal Belfort nos acaba pareciendo un hijoputa entrañable. El cine ha obrado el milagro (o Scorsese nos la ha metido doblada, eligiendo una metáfora igual de elaborada que las que trufan su filme). Nos ha vuelto a contar la historia de un cara, de ese norteamericano más listo que inteligente con el que te irías de farra, porque qué demonios… ¡cómo se lo sabe montar! Ha logrado hacer del principal drama de nuestro tiempo una comedia con diálogos tarantinianos. Nunca vemos quienes estaban al otro lado del teléfono, quienes fueron los estafados. Quienes pagaron las putas.
Esa pregunta quizás nos la acaba contestando Loach en El espíritu del ‘45. El fiestorro neoliberal lo hemos pagado entre todos, renunciando paulatinamente a lo nuestro. Porque nuestras fueron –y no hace tantos años de ello- las principales compañías de nuestros respectivos países. La última batalla se librará alrededor de la salud, un pastel largamente codiciado por la iniciativa privada. Claro que Belfort lo tendría claro: “si no puede pagarse un médico, que se muera”. Qué figura.
¿Qué ha cambiado desde 1945 hasta la fecha? ¿Qué ha sucedido para que nos convirtamos en parte de ese público que asiste embobado a los monólogos de un tipo turbio que nos pregunta cómo venderíamos un puto bolígrafo, como si ahí detrás residiese el mismísimo sentido de la vida? Pues que perdimos la perspectiva. Y la distancia que siempre hubo entre el esfuerzo (el de una sociedad que tuvo que asegurarse su pervivencia como tal en el campo de batalla y no estoy hablando de un wargame de la PS4) y la lamentación congénita por otra crisis que no ha sido otra cosa que vértigo (el que siente la clase media cuando por fin se da cuenta de que no podrá medrar).
Lobos en Wall Street, corderos en Clerkenwell. Scorsese hace mejor cine que Loach, sí. Pero la total absolución con la que premia a un personaje abyecto nos lleva a pensar que el mundo quizás ya esté preparado para repetir los mismos errores de antaño. El Mario Conde de 2020 se habrá sentido identificado con las andanzas sociópatas del Jordan Belfort de principios de los noventa.
Y en esas estamos.
¿Scorsese hace mejor cine que Loach? No lo creo pero tiene mas pasta para hacer lo que le plazca. Y en esas estamos, efectivamente.
A Ken Loach lo veo desfondado desde hace tiempo… quizás por eso me halla sorprendido tan gratamente este documental suyo. He empezado a repasar alguno de los que hizo en los 70 para la BBC y la verdad es que son muy, muy brillantes. En el terreno de la ficción lleva una docena de años sin hacer algo “grande”, claro que… cuál es la última “grande” de Scorsese? Si, tienes razón: en esas estamos 🙂