Visto en el D’A 2018 (y V): ‘Soldatii. Poveste din Ferentari’ y ‘The Charmer’. Por un realismo sin tentaciones trascendentales

Hay unanimidad: ha terminado la mejor edición del D’A Film Festival Barcelona. Esta es una conclusión sencilla, atendiendo a los tres parámetros que suelen gobernar (y tiranizar) estos eventos: cantidad de las propuestas, calidad de las mismas y público asistente.
Antes de echar el cierre a nuestras crónicas y glosas “en caliente”, permitidme que rescate y ponga en valor -de entre el raudal de sacudidas del último fin de semana del certamen- dos filmes brutales y a la vez hermosos, de los que tratan a sus protagonistas sin condescendencia y a sus espectadores sin zalamerías.
Mi elección como coda final de Soldatii. Poveste din Ferentari (Ivana Mladenovic, 2017) y The Charmer (Milad Alami, 2017) no es arbitraria: se trata de dos películas “muy D’A”, frescos notables de una afección que se ha propagado esta última década por Europa: la que degenera en simplificaciones, en soluciones chorras a problemas complejos, en prejuicios convertidos en intuiciones e intuiciones en verdades; el convencimiento, en suma, de estar en posesión de una cierta superioridad moral por el mero hecho de habitar en un continente envidiado.
Dos películas que han sabido poner en tela de juicio mis “certezas”, basadas siempre en lecturas en diagonal, parciales, sin mucho ánimo de profundizar. Ese, bien mirado, ha sido el primer mandamiento del D’A desde su año cero: ser un escaparate de logros artísticos condenados al ostracismo, sí, pero sobretodo recopilar testimonios de otras formas de vida, de otras opciones sexuales, de otros habitantes de este orbe unificado en sus fugas virtuales y más segregado que nunca por razones puramente materiales. En definitiva: eso que debería de formar parte del credo de cualquier festival de cine que aspire a educar a su público en la crítica y la otredad, la escuela donde en otro tiempo se forjaban los libre pensadores (siquiera de boquilla). Y para que ello sea así, es necesario salir de vez en cuando del cine con la sensación de haber sido violentado, sacudido por los hombros o collejeado sin piedad.
Soldatii… acontece en uno de los barrios más depauperados de la ya de por sí bastante depauperada Bucarest. Los protagonistas son un universitario dispuesto a realizar un trabajo de campo en torno al manele (un estilo de música balcánico que suena a cruce de rumba con flamenco) y un gitano integrante desde niño de las redes mafiosas que se aseguran de que el barrio no salga de esa marginalidad tan conveniente para sus turbios intereses.
“Ya estamos”, diréis. El blanquito universitario disfrazado de entomólogo vs. el zíngaro zángano que querrá timarlo de una u otra manera. Pues va a resultar que la cosa no es tan sencilla (¿cuándo lo es?). Que los dos se buscan, que quizás sólo uno de ellos alcanza realmente a enamorarse. Que comparten cama, preferencia sexual (por mucho que el estudiante repita una y otra vez que “lo ha dejado con la novia”) y miedo a salirse de la norma.
Impera la ley del más fuerte al estilo Fassbinder. El contundente físico del gitano hace que al verlos juntos uno presuponga que hay cierto amedrentamiento, que el desgalichado parece desaparecer entre unos brazos que más que dispensar cariño ejercen el poder y la dominación. ¿Pero quién es el aprovechado? ¿Quién busca con más ahínco penetrar en el mundo del otro?
Soldatii…, nuevo prejuicio finiquitado, está además filmada y coescrita por una mujer (Ivana Mladenovic). Una actriz que en esta su primera incursión en el mundo de la dirección opta por una cámara callejera y fresca, por un enfoque neorrealista sin interés por el miserabilismo; como el estudioso de la cultura popular, Ivana apuesta por una geografía de bloques de acelerada construcción soviética, tipos marginales que no tienen por qué ser grotescos y festividades donde la urgencia por el disfrute y el regocijo de estar vivos se impone a cualquier otro condicionante.
Cine sin conclusiones únicas, sin triunfos de la ética ni sanciones morales. Tras el verano del amor, el más desfavorecido de los dos –el que no tiene ningún lugar al que volver- descenderá un último peldaño: el que lo condena a la exclusión social. Al otro lado del teléfono escuchará la voz, fría y ya por siempre distante, de un ingenuo que maduró a base de desengaños y sablazos en el barrio de Ferentari.
Un cine alejado de lo políticamente correcto. Sin remedios panfletarios, sin epifanías mágicas. ¿Desgarrador, desesperanzador? ¿Cuánto hace que no le echas un vistazo a los periódicos, majo? Pues eso.
Nos desplazamos ahora desde Rumanía (un país donde “el estado del bienestar” todavía debe sonar a concepto teórico, a chiste post-guerra fría) hasta el extremo opuesto de esta Europa de ricos y temporeros: Dinamarca. Los unos habitan todavía las casas que erigieron sus familias en los núcleos medievales de las capitales. Y los otros, embelesados por las promesas de una promoción social inverosímil, entran por la puerta de atrás con la esperanza, como en la Roma Imperial, de obtener algún día la ciudadanía.
Ese es el drama del protagonista de The Charmer, un persa que trabaja en lo que sale, con la continua espada de Damocles de la deportación danzando sobre su cabeza. Y aquí es donde nuestra máquina de automatismos, la de fabricar lugares comunes (¡maldito sea Ken Loach!) parirá de inmediato una posibilidad argumental manida. “Daneses malos. Iraní explotado”.
Nuevamente nada es tan sencillo. Nuestro hombre (inteligente y capaz: ha aprendido el idioma del país de acogida en menos de dos años) se convertirá en un seductor killer y calculador dispuesto a todo con tal de obtener el beneplácito del sistema danés, esa ansiada nacionalidad que le permitiría instalarse en un país del primer mundo. ¿Y cómo echárselo en cara? ¿Acaso no es igual de ridícula y amoral la inflexible reglamentación a la que se enfrenta?
Vuelve a haber un epílogo desolador. La vuelta a casa –no del hombre triunfante, sino del derrotado que tendrá que cederle el traje de argonauta al siguiente Ulises- se prevé complicada: el prolongado silencio no admite lugar a dudas para la sufridora que se quedó cuidando del fuerte. Pero por otro lado al espectador le quedan pocas dudas: este camelador, este encantador de serpientes, se las apañará para hacerles creer cualquier cosa a los suyos. La mitología de la Europa-refugio perdurará, por la sencilla razón de que los que retornan a Ítaca no pueden reconocer abiertamente que el precio a pagar por formar parte de tan selecto club es la transvaloración de todos sus valores.
Por un lado, la emigración. La crueldad maquillada de humanitarismo no debería de escandalizarse de generar, precisamente, más crueldad. ¿Les dejamos opositar al paraíso mientras estén dispuestos a acarrear nuestros muebles hasta la hora del desengaño definitivo?
Y por otro, la pasión amorosa asimétrica: por extracción social, por nivel cultural. O cómo el ambiente le hace a uno ser el que es, cumpliendo con las más crueles tesis darwinianas.
Dos ejemplos de un cine sin filigranas que no busca el aplauso, que te deja sentado en la butaca recomponiéndote mientras desfilan los títulos de crédito. Que avisa que la humanidad está en retirada y que lo hace mostrando tipos que resultan humanos, demasiado humanos.
Dos películas, como dije, “muy D’A”.