‘Doce años de esclavitud’: Nueva Orleans no es Saló

Quizás fuese que todavía tenía demasiado presente La gran belleza. Que había calado en mí el lema sorrentiniano: tenemos la obligación, el mandato pararreligioso de intentar abandonar el superpoblado bando de los mundanos en pos de… de cualesquiera de las manifestaciones que a nuestro entender adopte la belleza. Y no conformarse con el lejano refulgir de un interludio poético al atardecer. O con una primera novela tan celebrada por nuestros incondicionales como olvidada por un foro romano adicto al techno, el bótox y el new age performántico. Quizás fuese eso.

Y me duele que esta decepción mayúscula venga de la mano de Steve McQueen, un creador que hasta la fecha había erigido un corpus (no sólo en el ámbito cinematográfico) coherente y sólido. Me gustan, y mucho, tanto Hunger (2008) como Shame (2011), dos cintas que se benefician de la tendencia al martirologio por parte de Michael Fassbender, émulo del Brando más exhibicionista (el de El rostro impenetrable (1961) o La jauría humana (1966)). Torturado, con trauma de infancia o con algún que otro grado de psicopatía, Fassbender es el talento de su director fetiche hecho carne, dispuesto a saltar sin red todas las veces que haga falta. Juntos han sido capaces de rodar filmes hermosos en el sentido más amplio de la palabra, pues “resultan proporcionados y bellos a los sentidos”. Y algo así no parece estar muy lejos de la belleza, grande o pequeña.

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Doce años de esclavitud, por el contrario, se inscribe dentro de esa tendencia feísta nacida de las entrañas del cine más comercial. Acostumbran a ser películas bastardas, un cine grande que juega a ir de pequeño. Pienso en Monster (Patty Jenkins, 2003), Precious (Lee Daniels, 2009) o Biutiful (Alejandro González Iñárritu, 2010), tres productos malintencionados que requieren de voyeurs adictos a lo obsceno, de espectadores educados en el reality más cafre, de amantes del look sucio que confunden la nausea sartreana con el charco de bilis puro y duro. Tras verlas uno terminó agotado; agotado y algo espantado al ver cómo películas tan poco éticas osan, precisamente, plantear dilemas éticos de cierta enjundia. En apariencia, vamos.

Doce años de esclavitud es El color púrpura disfrazado de autoría y vérité, con idéntico despliegue de recursos de dudoso gusto y una fe algo artera en el inconmensurable poder de la pornografía emocional. Ambas tienen un propósito aleccionador, con la diferencia de que Spielberg dosifica mejor el cuarto y mitad de tremendismo. Porque tanto El color púrpura (1985) como Amistad (1997) o Lincoln (2012) (con esta última, quién lo diría, alcanzó un grado de sobriedad al que uno ya duda que McQueen pueda aspirar tras su consagración entre el “gran” público) tenían como base del drama la conmiseración para con nuestros semejantes y una ingenua –que no insultante- confianza en la pedagogía como herramienta para modificar mentalidades obtusas.

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La esclavitud en los EEUU de Norteamérica –y el intento de su perpetuación por parte de unos estados del Sur que veían en ella una ventaja económica sin mayores repercusiones morales- representa una de las injusticias más flagrantes de la historia moderna. Una indignidad que crece aún más puesta por escrito, como las atrocidades denunciadas por fray Bartolomé de las Casas en su Brevísima relación de la destrucción de las Indias (“…comenzaron a huir a los montes (…) e ahorcábanse maridos e mujeres e consigo ahorcaban los niños”) o el diario de Ana Frank, repleto de pasajes inspiradores (“Aparte de un marido e hijos, necesito otra cosa a la que dedicarme. No quiero haber vivido para nada, como la mayoría de las personas (…) ¡Quiero seguir viviendo aun después de muerta! Y por eso le agradezco tanto a Dios que se me haya dado desde que nací la oportunidad de instruirme y de escribir, o sea, de expresar todo lo que llevo dentro de mí.”).

McQueen nos propone otro autor que vivió de primera mano un intento de exterminio: Solomon Northup. Pretende que lo sigamos cuesta abajo desde su condición de hombre libre hasta su conversión en ser humano servil y derrotado, acogotado bajo el yugo de un sistema que sólo deja respirar a los meros supervivientes. Que perdamos a mujer e hijos y padezcamos durante dos horas y pico, un suspiro comparado con los 12 años que el personaje real se pasó sufriendo atrocidades sin fin. ¿Qué atrocidades? Pues las que ya hemos visto relatadas en decenas de películas sobre la esclavitud: violencia institucionalizada contra cualquiera que no fuese blanco, latigazos, violaciones, secuestros, más latigazos, ahorcamientos, crímenes sin castigo, podredumbre moral…

Pero McQueen se olvida de un pequeño detalle: la rapidez con la que el ojo humano se acaba por habituar a las atrocidades ficcionadas. En otras palabras: cuando desde el minuto cinco de un filme estás viendo a personajes siendo pateados, acuchillados o humillados –por muy fieles que sean estos hechos a la realidad histórica- terminas por aplicar ciertas rutinas de distanciamiento, más que nada porque la capacidad para indignarse del ser humano es más limitada de lo que se cree.

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Como ocurriese en el insufrible via crucis de Jesucristo en La pasión de Mel Gibson, la originalidad parece consistir últimamente en hacer películas “duras” per se. Es loable que McQueen trate de acabar con el tabú hollywoodense alrededor del esclavismo, pero uno arquea la ceja ante estas visiones supuestamente “radicales” que cuentan con… ¡¿Brad Pitt como productor?! Que digo yo que si lo que de verdad se pretende es llevar hasta las últimas consecuencias este tipo de discursos, ahí está Passolini para aprender. Porque si no, hacia el quinto latigazo, el que no está mirando hacia otro sitio está consultando el reloj, por muy piadosas que sean las intenciones del director. Y no, este no es un argumento puramente burgués (“macho, no me violentes con el catálogo habitual del marqués de Sade”), sino un lamento en voz alta por el autor admirado, ese que no reconozco en ningún tramo del filme (¿dónde está su artífice? ¿Los temas serios no admiten de un acercamiento lírico?).

Y si lo que McQueen pretendía era hacer un reporte documental de las atrocidades fielmente recogidas por el autor-víctima: ¿para qué darle tanta importancia al papel del Fassbender desquiciado? ¿Por qué ese regodeo con las pulsiones que despierta en él la esclava negra, en una relación harto parecida a la de Ralph Fiennes y su judía amada / odiada en La lista de Schindler?

Con un reparto de campanillas cuya aparición se espacia estratégicamente a lo largo del filme (Giamatti cede los trastos a Cumberbatch, mero prólogo antes de la irrupción ciclónica de Fassbender, que le cede el testigo a Pitt para que exonere a todos los blancos con su rol de hippy-Mesías ‘on the road’), el resultado parece de tiralíneas: acaparar nominaciones a los Oscars a costa de otro de esos temas “importantes” cuya sola mención parece anular la capacidad crítica del personal (sí, se puede hacer una película ramplona y mediocre hablando de la guerra civil, el exterminio judío o la mismísima Biblia. ¡A fe de Dios!)

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El sur de Doce años de esclavitud es una tierra apestada de enfermos mentales, de terratenientes que administran el miedo y se lucran a costa de un modelo que saben injusto. Me hubiese gustado que Steve apuntase más alto, más allá de la adaptación novelesca: hacia el dinero, hacia los políticos de uno y otro signo que se enriquecieron a costa del Mal. Que hablase de las revueltas de esclavos en la Virginia del año 1831. De cómo el Norte se benefició también durante décadas de la mano de obra esclava, presumiendo de abolicionismo. ¿Y cómo fue posible que habiéndose prohibido la trata y la entrada de nuevos esclavos negros en 1808 no se redactase la famosa enmienda 13 de la Constitución aboliendo la esclavitud hasta el final de la guerra de Secesión, allá por 1865?

Si no se trataba de dar una lección de historia, ¿por qué contentarse tan solo con revolver estómagos? ¿Qué hay de las conciencias?

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