Realities de citas japoneses: en pos del amor verdadero (y otras patrañas edulcoradas)
El catálogo de Netflix rebosa de un tipo de telerrealidad que causa furor en el país nipón (quién sabe si por lo inverosímil que empieza a ser allí el hecho mismo de encontrar pareja) y que también lo peta en su periplo internacional. Quizás porque no nos cansamos de corroborar lo distinta y contradictoria que puede resultar una sociedad supuestamente tradicionalista pero tan permeable a perniciosas influencias occidentales, liturgias prestadas y -me atrevería a decir- indigestos tópicos heteropatriarcales sobre el acto -¿la obligación?- de enamorarse. El sincretismo religioso que tanto les honra aplicado también al amor, por entendernos.
He elegido tres ejemplos recientes con dinámicas de grupo algo surrealistas, pero idénticos en lo que a los objetivos de sus participantes se refiere: encontrar su alma gemela y comprometerse de una vez por todas, como si de una angustiosa cuenta atrás vital se tratase. Porque tengan 18 o 60 años, nuestros heroicos peregrinos del amor están emperrados en mejorar, esforzarse, renunciar y… emparejarse de por vida. Pero de verdad de la buena, con una ingenuidad capaz de desarmar al más cínico de los espectadores.
Love is Blind es un recorrido por el estado de la pulsión amorosa en el mundo. Podemos comprobar cómo se las gastan los suecos o los brasileños y qué valores priman a la hora de buscar tu media naranja en función de mil y un condicionantes culturales (o sencillamente de cómo gestiona cada cuál su calentura). Pero nosotros nos retrotraemos hasta el año 2022, fecha de emisión de Love is Blind: Japan.
Las reglas de partida del programa son sencillas: los participantes no se conocen físicamente, únicamente tienen derecho a sostener -pared medianera mediante- un montón de diálogos para besugos antes de hacer pública su elección. El grado de profundidad de estas tentativas verbales ya sería otro asunto: los hay que hablan sólo de su trabajo (que para variar, les absorbe por completo), de una estirpe a la que hay que seguir contentando de una u otra manera, de que esperan que ella “se adapte” (vamos, que deje de trabajar y se dedique a las labores del hogar)… muchos sueños, alguna que otra promesa, estrechez de miras y una asfixiante necesidad de hacer match. Más que de amor, muchas veces tiene una la sensación de estar asistiendo a un regateo dentro del más irracional de los capitalismos.
Cuando digo que viendo este tipo de programas se aprende más sobre el Japón contemporáneo que leyendo cualquier tratado de sociología no bromeo. Ya sabemos que los japoneses no son especialmente efusivos… pero, sí, qué demonios: ¡lo son a su manera! Las conversaciones están repletas de sobreentendidos y de lecturas entre líneas: se habla de afinidad, de respeto, de vida en común. Antes siquiera del primer beso.
Ese ideal del amor romántico -explotado hasta la saciedad por este formato televisivo- se manifiesta de una manera más chocante cuando por fin pueden verse las caras y comienza el encadenado de citas “ideales” (compartir atardeceres de anuncio de colonias, ramos de rosas entregados en acuarios de trémulas claridades violáceas, picnics “improvisados” para sentarse frente al mar y guardar silencio juntos, actividades que implican algún tipo de contacto -perdón, roce-). Quieren conocerse, pero por supuesto van a evitar cualquier tema que sea susceptible de provocar un conflicto, convirtiéndose la mayoría de encuentros en un eslalon donde se sortean tabúes, asuntos espinosos y posicionamientos tajantes.
Así pues, el amor no resulta ser tan desinteresado: la apariencia (llevar o no el pelo teñido, lucir algún tatuaje), el pasado reciente (el divorcio, ¡todavía un estigma!) y el cálculo meditado y frío de cómo encajará el otro en mi ordenada vida… todo eso termina siendo un argumentario crucial a la hora de llevar al otro al altar (que sí, que sí, que esto va de matrimonio, de encontrar la pareja “refinitiva”). Nada de fruslerías, nada de tonteos sin objeto.
¿Quién es la loba? (2023) no creo que superase ni tan siquiera un enfoque feminista de mínimos en Europa. Empezando por el mal gusto del título, que recuerda a una fantasía machirula de libro, casi a un temor atávico del macho “cercado”: “enamórate, pero… ¡cuidao, que lo mismo te engaña!” Ellas se tienen que declarar a medio programa (¿?), pero avisado estás: puede haber una (o varias) que no sientan nada en absoluto por ti, malévolas femme fatales al estilo de las películas de von Sternberg.
Si superáis esta premisa mostrenca encontraréis otro producto bastante inofensivo a base de ingenuos encuentros cuasi-adolescentes, con pruebas diseñadas por la dirección del programa para obligarlos a… sí, interactuar (en este caso: hacer diversas fotos en lugares muy instagrameables del archipiélago japonés, con cámara vintage y todo).
Como en todo reality que se precie, lo mejor se lo guardan para el final: ese momento en el que ella debe pronunciarse sobre la “honestidad” de sus sentimientos (nótese que nadie duda de la sinceridad de los masculinos). Y esto ya sí que es demasié pal cuerpo: las disfrazan de lobas (textualmente) y les obligan a asistir mudas a las confesiones de su(s) pretendiente(s), debiendo de dejar ir un globo que llevan en la zarpa para simbolizar el rechazo. Madredelamorhermoso.
Love House (2023) es un formato pensado para carrozas, para desencantados (o no) de la vida en pareja que buscan un amor maduro (la verdad es que la descripción del programa suena más a experimento social grimoso). Metes a gente de treinta y muchos para arriba en una casa tradicional japonesa (que deberán de ir reparando y adecentando) y esperas -cómo no- que encuentren a la persona con la que pasar “lo que les queda de vida” (ese romanticismo psicopático y bizarro marca de la casa).
La verdad es que a todos se les ve un poco desesperados, más traumados que el prota de La naranja mecánica tras ser sometido al método Ludovico. Iremos sabiendo de su pasado en formato anime (muy resultón, por cierto) y un montaje tendencioso nos hará mudar de simpatías capítulo sí, capítulo también. Por cierto: cuando uno de ellos se decide -tras un proceso que puede implicar comprobar que ella hipotéticamente cuidaría de tus padres o que sus ingresos son compatibles con tus expectativas- deben de tañer una campana y, al día siguiente, vivir un “uno contra uno” con el (o la) susodicha, que recuerda a los duelos de las películas de Sergio Leone.
Mucha letra sobreimpresionada (ya sabéis cómo les gusta trufar la pantalla de información, arcana danza de kanjis, hiraganas, katakanas y romajis multicolores), un narrador lenguaraz -casi cruel para el estándar japonés- y dos presentadores -imprescindibles en la televisión japonesa: influencers, celebrities, actores venidos a menos y demás fauna catódica que reaccionan a tiempo real conforme avanza el capítulo y cuyo gracejo (o mala uva) determina el éxito de la propuesta-. Todo ello nos permite radiografiar al solterón nipón: freak, alienado por su trabajo o familia y con más pájaros en la cabeza que un quinceañero en celo. El resultado de esta especie de campamento de verano desprende un halo a reunión de inadaptados faltos de oyentes entregados. Tiene su encanto.
En estos tres shows no hay excesos verbales y ningún desaire explícito -más allá de los guionizados-. Si lo que buscáis es morbo y edredoning… pues no, tampoco hay de eso. Desde este continente de las sensaciones fuertes, los encierros con decenas de cámaras acechantes y el gazpacho hormonal al dente, se observa este coqueteo de instituto con bastante estupor; el que suscita las generosas dosis de infantilismo, contención masoquista y fragilidad mal disimulada. Y es que pobrecicos… ¡son tan monos!