‘Belfast’, de Kenneth Branagh. Mi recordo, si, io mi ricordo

El mismo año en el que Kenneth Branagh estrena una película tan personal como Belfast, llega también a la cartelera Muerte en el Nilo, un filme alimenticio con todos los tics de la pleitesía al anquilosado sistema de estudios. ¿Contradictorio? En absoluto: ambas muestran esa dualidad (casi onda-corpúsculo) inherente al cine del inglés casi desde sus comienzos.

Imagen del film Belfast

Porque oigan, ¡un respeto!: estamos hablando de aquél émulo de Laurence Olivier que nos deslumbró a todos con su ópera prima Enrique V a finales de los 80. Sonaba fresco, atrevido, casi iconoclasta; el empeño corajudo de otro reinventor del canon shakesperiano (unos personajes a caballo entre la afectación y el teatro como evento de masas que el mundo anglosajón genera cada 40-50 años). Aquél tipo soltando la arenga previa a la batalla de Agincourt rodeado de menos figurantes y caballos que en una función de fin de curso parecía dispuesto a comerse el mundo, respaldado por aquella compañía teatral (la Renaissance) que le había servido de banco de pruebas, a imitación de un pilluelo sobrecualificado llamado Orson Welles.

Pero ya con su siguiente película nos hizo ponernos en guardia. Morir todavía (1991) quería ser un film noir malsano, pero también fue su primer trabajo -vendrían muchos más- para un gran estudio hollywoodense. Todavía era una apuesta distinta, pero ya apuntaba maneras sobre su futura deriva taquillera.

Como John Huston, Branagh empezó a repartir sus proyectos con el muy salomónico “uno para ellos, uno para mí”. Las “suyas” fueron espléndidas adaptaciones de obras del bardo inmortal que llegarían a su culmen (también del exceso) en la apabullante Hamlet (1996), su última gran película. También había demostrado ser muy capaz de practicar un cine fresco y contemporáneo, para el que le bastaba con rodearse de espléndidos actores (Los amigos de Peter (1992)).

El problema empezó a ser “las de ellos”. Ambicioso rayano en la megalomanía, Kenneth se embarcó en alguna superproducción que rondó el ridículo, como aquél Frankenstein repleto de movimientos de cámara exaltados (que terminaban siempre encuadrándolo a él, por supuesto) y tan fiel al original como alejado de su cine pretendidamente intimista (y ahí quedan como muestras de este último las interesantísimas En lo más crudo del crudo invierno (1995) y Como gustéis (2006)). Con todo, el Frankenstein “de Mary Shelley” -como recalcaba ampulosamente el título- nos acabaría pareciendo cine indie en comparación con lo que vendría: Thor (2011), La cenicienta (2015) o su más reciente apropiación del personaje de Hércules Poirot, horrible acento francés incluido.

Vamos, que Branagh, a pesar de sus esporádicos ramalazos reivindicativos (como su descafeinada adaptación de La huella (Sleuth) (2007)) llevaba más de 25 años alejado de la excelencia. Belfast, tirando de las siempre eficaces notas autobiográficas, supone pues una buena noticia para los seguidores de este practicante del acento so british… y que ahora sabemos que no siempre fue tan insultantemente prosódico.

Imagen del film Belfast

El conflicto entre protestantes y católicos en Irlanda del Norte nunca había tenido un acercamiento tan… ¿entrañable? Y es que cuando volvemos a la infancia -y la ficcionamos con primor, con un blanco y negro prístino- corremos el riesgo de proyectar en el espectador la placentera sensación de que aquellas malas calles… pues oye, constituían toda una experiencia enriquecedora para un mocoso ávido de emociones fuertes.

No se entienda esto como un reproche. Belfast tiene amagos cursis, pero salva la cara merced a su sentido del humor y una nostalgia bien entendida. Branagh se sabe afortunado -a fin de cuentas, él y su familia pudieron salir de allí- y logra mirar hacia atrás sin ira. Así que no os esperéis ningún ajuste de cuentas con el pasado con música de U2 de fondo: el pragmatismo paterno y la inteligencia materna les permitieron ahorrarse unos cuántos domingos sangrientos.

En un entorno familiar privilegiado -el joven Kenneth (Buddy) es querido por todo el mundo en su atribulado barrio-, la educación sentimental del futuro cineasta, actor, dramaturgo y qué se yo más no se diferencia mucho de los arrebatos de morriña de niño de postguerra de nuestro Jose Luis Garci. Así que habrá teatro, pero sobre todo, habrá cine (ambas actividades subrayan su importancia al presentarse en color, conjuros efectivos contra el gris imperante): de El hombre que mató a Liberty Valance (John Ford, 1962) a Solo ante el peligro (Fred Zinnemann, 1952), con el interludio lúbrico de la Raquel Welch de Hace un millón de años (Don Chaffey, 1966).

La violencia incipiente en una sociedad dividida a escalpelo por la religión es sin duda alguna el marco, pero Kenneth no pretende convertirlo en el tema. Sí, comienzan a aparecer los primeros duros y exaltados, matones que pronto devendrán pistoleros y que a veces -y solo a veces- tenían finales a la altura de su fanatismo (recuérdese el catártico y muy liberador desenlace de The Boxer (Jim Sheridan, 1998)). Kenneth filma estos encontronazos con un planteamiento casi coreográfico: policías, alborotadores, moradores inocentes en esta tierra de nadie…

Pero a través de los ojos del niño, todo es susceptible de ser poetizado. Desde los sermones condenatorios de un pastor on fire al primer amor hacia una compañera de aula, sin olvidar la relación a distancia de sus padres o las sentencias y lecciones de vida de un abuelo con silicosis.

Caballero andante y callejero en pos de un dragón que no termina de materializarse, Buddy acabará aferrándose a su detergente ecológico, resultado de su única incursión vandálica, mientras escucha a su madre dictar sentencia sobre el futuro de la familia. El mundo de los adultos, cargado de amenazas y de misterios en el imaginario cinematográfico, resulta en este caso un efectivo paraguas protector.

Imagen del film Belfast

Belfast es remembranza sana no exenta de cierta idealización. Pero a fin de cuentas fue la infancia del autor y es suyo el privilegio de contemplarla con rencor o con mirada beática. De lo que no cabe la menor duda es de que Belfast es un tributo agradable y exento de polémicas a un tiempo oscuro, el ejercicio de estilo de un director domeñado por la Industria y al que hemos añorado mucho.

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