‘Llegar a ser Dios en Florida’, T1. Fealdad y poder

Estados Unidos, década de los 90 del siglo pasado. El ocaso de los yuppies ya es un hecho y las nuevas perspectivas de negocio se fundamentan en la mitificación del “emprendedor”, de ese tipo montaraz y sin miedo capaz de dejar su “trabajo esclavo” y crear su propia fuente de ingresos. Fácil, ¿no? Los funambulistas del sueño americano se lanzan a degüello a por la clase media-baja, a por quienes tienen una fuente de ingresos más o menos estable… pero se consideran merecedores de algo más (¿y quién no?)

En este entorno pre-choni de casita pareada, vulgaridad que ronda el kitsch e infinitos planes para un futuro que nunca llega viven Kristal y Travis, convencido este último de las altas probabilidades de hacerse millonario trabajando para FAM, básicamente una estafa piramidal de libro. Founders American Merchandise utiliza un sistema de categorías -nivel inferior, nivel superior- que escalan y compiten entre sí sin descanso hasta llegar a la cima, personificada esta en el honorable perfil de sendos prohombres norteamericanos sinónimos de excelencia, esfuerzo, triunfo. El orgullo nacional como acicate para el lucro individual.  

El ofuscado de Travis intenta colocar los productos FAM -básicamente una especie de ‘no logo’ de baja calidad que engloba cualquier cosa consumible- a tipos tan desprevenidos y perdidos como él mismo. Rinde cuentas ante su inmediato superior, un niño de mamá en busca de motivaciones y que supuestamente se beneficia de todos los parabienes de su esfuerzo. Y que a su vez responde ante…

La jerarquía de la expectativa inalcanzable culmina en la persona de Obie Garbeau II, autor y proselitista absoluto de su propio método (el método Garbeau, por supuesto). Con nombre de estirpe millonaria, este vendedor de crecepelo con excusa de crecimiento personal vierte su doctrina en unas cassettes (sí, los 90, ¡qué tiempos!) que los franquiciados están obligados a adquirir, escuchar una y otra vez e interiorizar como si del decálogo de alguna doctrina oriental se tratase.

Este es el principal atractivo de este relato perverso: el desgranar los resortes de una fantasía universal (ganar dinero, pero que mucho dinero), convertida en lema personal por su principal voceador proselitista. Sí, Llegar a ser Dios en Florida nos habla de los EEUU de hace 30 años, pero no cuesta mucho extrapolar y entender la perversión: ¡qué poco debe de quedar ya de aquella clase media entusiasta y manipulable a base de bagatelas infalibles!

Nadie se hará nunca rico aplicando el método Garbeau, que existe, única y exclusivamente, para hacer millonario al dichoso Garbeau. Su utopía de independencia definitiva respecto al trabajo por cuenta ajena (lo que viene siendo el capitalismo salvaje) se fundamenta en la necesidad de creer de sus comulgantes, ciudadanos sobreestimulados en un mundo de apariencias y comparaciones que empiezan al otro lado del seto, en el jardín del vecino.

¿Es FAM algo parecido a una secta? Desde luego, lo tiene todo para emparentarla: charlas motivacionales, filosofía del esfuerzo continuado y la abnegación, creencia ciega en un líder capaz de entrar en trance a través de la verborrea épica. Garbeau echa mano de aquello que nunca falla: la continua sensación de espera de la sociedad occidental, de fracaso inminente, de molicie asumida. Y su reinterpretación pragmática como forma de epifanía de mercadillo.

Travis, el apóstol obstinado, sucumbirá bien pronto entre las fauces de un caimán. Hay algo de maldición bíblica en el modo como Alexander Skarsgard abandona la serie (su presencia en el piloto es una absoluta gozada, un espectáculo en el que se puede ver a un actor disfrutando plenamente de su rol episódico), de martirio autoasumido en otras aguas sin pescadores. Su maldición -la de querer ser lo que no se es, la de perder la vida en el empeño redentor de una “vida mejor”- será heredada por la viuda.

Kristal (interpretada por una desmelenada pero también sublime Kirsten Dunst, productora e ideóloga de la serie) tendrá que apretarse los machos y apechugar con una hija, una hipoteca y un trabajo desabrido en otro complejo de ocio veraniego made in Florida. Tiene dos opciones: enfrentarse frontalmente al hombre que arruinó su vida y la de su marido o tratar de sacar partido de las aguas revueltas de la ilusión colectiva y… digamos… labrarse su propia fortuna. Por el título del show, no albergareis muchas dudas sobre cuál será su decisión.

Llegar a ser Dios en Florida gana enteros cuando cede la voz a un inmenso Ted Levine (en el papel del comeollas y mandamás de FAM), una especie de ángel exterminador de esa falacia norteamericana abrazada por todos y cada uno de los habitantes del planeta Tierra. Porque en realidad a lo que él aspira es a pope religioso, a inquisidor, a castigador directo de quien se desvíe de su doctrina. Sus circunloquios están llenos de ejemplos aleccionadores, de anécdotas, de parábolas sólo aptas para practicantes.

Sería fantástico que en su siguiente temporada no se perdiese este target (la denuncia de la fatuidad del género humano, independiente incluso del sistema económico practicado), eliminando subtramas innecesarias. El pulso es entre un Rockefeller de pacotilla que en realidad quiere ser Jesucristo y una aspirante al trono de la codicia que sólo puede aportar su resolución y fe en la venganza.

No es ninguna casualidad que uno de los primeros nombres que sonasen como productor ejecutivo de la serie fuese el del iconoclasta Yorgos Lanthimos. Hay algo en ella de su afán feísta, aunque el resultado final nos acerque más bien a una de las idílicas ciudades de provincias lynchianas… inmortalizada con la mala uva de un Tod Solondz en plan condescendiente. 

Larga vida pues a Kristal Stubbs, consecuente en su ambición, esbirra del capital y encantada de utilizar los dones que Dios de al lado (el espectador será el encargado de comprobar lo limitados o no que estos son) para engañar al prójimo como a una misma. Amén y buena caza entre amigos, simpatizantes y correligionarios.

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