‘Ad astra’, de James Gray. El coronel Kurtz en Neptuno
La space epic movie (madre mía, ¡cómo queda en inglés!) le ha dado a Hollywood alegrías bastante recientes y generosamente multipremiadas (Gravity (Alfonso Cuarón, 2013), Interstellar (Christopher Nolan, 2014), La llegada (Denis Villeneuve, 2016)). Así que si nada cambia, va camino de convertirse en una especie de neo-western, de rito de paso para consolidados: todo aquél director que quiera presumir de verdaderamente grande tendrá que haber perpetrado una cinta de ciencia ficción con danzas de acoplamiento de naves nodrizas, paseíllos espaciales sobre fuselajes traicioneros y súbitas lluvias de meteoritos y tornillería varia.
Pero esta entrega del responsable de la inmensa Two Lovers (2008) querría estar más cerca -al menos en espíritu- de dos propuestas más a contracorriente: la de la sempiterna soledad a la que está condenado el hombre reconcentrado y maquinal (First Man (El primer hombre) (Damien Chazelle, 2018) y la tocata y fuga nihilista con parentesco familiar de Claire Denis en su inclasificable High Life (2018). Esas, siendo generosos, serían sus mejores intenciones.
El Ron de Ad Astra (un entregado Brad Pitt, que por momentos parece querer enriquecer su personaje con el resultado de alguna sesión de su terapia post-divorcio) es un tipo torturado y en continua retirada, lanzado a las estrellas para no tener que lidiar con las miserias terrenales. Hasta ahí, nada nuevo: el mochilero interplanetario acostumbra a no tener ataduras y a presumir sospechosamente de estabilidad emocional, de bajo ritmo cardíaco y de… ¡qué coño! ¡De tener un trauma del carajo que se traduce en algo tan sencillo como “ella me dejó y yo me subí a un cohete como me podría haber dado a la bebida”!
El arquetipo -resolutivo y superdotado profesionalmente- necesita de misiones que acrecienten su fama, siempre a rebufo de la de un padre pionero apenas frecuentado. Misiones como las que mendigaba el capitán Willard de Apocalypse Now (Francis Ford Coppola, 1979) para no dejarse ir y emplearse a fondo en la autodestrucción. Y la verdad es que presentación y nudo nos recuerdan sospechosamente al opus magnus coppoliano. En lugar de remontar ríos, habrá que patearse el Sistema Solar (también rodeado de desconocidos). El barco será aquí un transbordador espacial. El material también es clasificado. Y al final del camino tampoco sabemos si el héroe ejecutará al reyezuelo autocoronado o se sumirá en el caos (en este caso, en el polvo de estrellas). El horror o la nada.
La guerra surrealista y lisérgica es aquí una desordenada conquista del espacio, acaparada por intereses privados y sumida en la confusión propia de los territorios fronterizos (que en realidad son interminables tierras de nadie). A medida que se aleja de la Tierra, Ron se sumerge en estas “grandes esperanzas” mediocretizadas por la acción directa del hombre: la luna es territorio de corsarios y mercenarios, Marte, un puerto franco con aires de Finisterre. Las tripulaciones de los interminables viajes interplanetarios se ponen ciegas de antidepresivos. Las estrellas siguen estando igual de lejos y el silencio de Dios es aquí el de nuestros supuestos vecinos del cosmos.
Gray logra pasajes hermosos y originales (la persecución por la cara oculta de la luna, las evaluaciones psicológicas -cada vez más sinceras- de Ron) pero fracasa a la hora de concederle una entidad a lo que quiere contarnos, a SU historia. Todo tiene un regusto a mcguffin, a gincana forzada, a metafísica frustrada.
Y es que James Gray se ha convertido en un experto hacedor de cine fallido. Sus tres últimas películas están llenas de momentos refulgentes, de caídas en picado de ritmo (y lo que es peor: de interés), de personajes anonadados y de monomanías recurrentes. Si en la anterior La ciudad perdida de Z (2017) la obsesión era un espacio mítico (inaprensible, casi por definición) en esta es la búsqueda de vida artificial la que lleva al padre de Roy al corazón mismo de las tinieblas.
Sueños que se acaban trocando en pesadillas para compañeros de expedición, amantes y progenie traumatizada: el personaje interpretado por Tommy Lee Jones acaba convertido en un capitán Acab cualquiera, cambiando la escurridiza ballena blanca por los E.Ts. Lo peor de esta última propuesta es que nos acaba recordando a otras muchas cosas: los efectos visuales deliberadamente “ a lo Douglas Trumbull” (aunque la unicidad de la visión quede pervertida por esa tendencia existente en toda producción mastodóntica a repartir las set pieces del filme entre la docena y media de compañías habituales), el ya citado homenaje a Coppola y Conrad (voz en off incluida), la distopía insinuada, los ramalazos Terrence Malick, el mad doctor aguardando en su torre oscura, el viaje de ida y vuelta tan Christopher Nolan…
Precipitada y liberada de cualquier rastro de verosimilitud en su tercia final, lo más ramplón de Ad Astra quizás sea su desenlace. Ulises retorna a Ítaca con la firme promesa de ser más empático, de dar de comer a las palomas, de fijarse más en los atardeceres… como si el astronauta de la parábola de Carl Sagan hubiese recorrido el minúsculo Universo conocido para volver con un libro de Paulo Coelho bajo el brazo.
Y para ese viaje no hacían falta tantas alforjas, amigo.