‘Wanda’ (1970), de Barbara Loden. Desde la última vuelta del camino

“Barbara comprendía muy bien al personaje porque cuando era joven, ella era un poco así, iba de aquí para allá. En una ocasión me dijo algo muy triste, me dijo: «Siempre he tenido necesidad de un hombre para defenderme» Elia Kazan

Una mujer de blanco caminando con los rulos puestos entre un mar de minerales triturados, escorias metalúrgicas e improvisadas avenidas escarbadas por el tráfico pesado. Llega tarde, pero no piensa apretar el paso. ¿La cita? En el juzgado, para hacer efectivo su divorcio. Subiendo y bajando lomas salpicadas de cenizas y carbón.

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La película se filmó a principios de los setenta, se tituló Wanda y fue la primera y última de su directora, guionista y protagonista: Barbara Loden. Habían ocurrido unas cuántas cosas desde el verano del amor y la toma de posesión de Nixon, incluyendo unos cuantos estudiantes asesinados en el campus de Kent y una promesa de campaña que tenía visos de no cumplirse (la retirada definitiva de las tropas de Vietnam). En el ambiente, purito desencanto.

Barbara Loden se había divorciado de su primer marido y casado en segundas nupcias con un tal Elia Kazan, de quién le separaba casi un cuarto de siglo de itinerario vital. Había compartido tablas con Robert Redford o Ben Gazzara y su carrera cinematográfica no había acabado de despegar, incluyendo la práctica eliminación de su rol en la sala de montaje de El nadador (Frank Perry y Sidney Pollack, 1968), otra película maldita tras la que se sigue adivinando el germen de una obra maestra.

Wanda es tratada con condescendencia allá por donde va. Blondie, lover, stupid, adjetivos que más que calificarla, aspiran a servir de reclamo en una constante danza apareatoria alrededor de su persona. Su presencia no pasa desapercibida y no le faltan espontáneos mecheros cuando trata de encender su siguiente cigarrillo. Pero sobretodo, a Wanda lo que se le adivina es un incipiente y total desvalimiento. Salta a la vista que no tiene ni para la cerveza que acaba de pedir y eso la convierte en la víctima propiciatoria de tipos que siempre están de paso o huyendo de alguien, escondan o no el anillo del dedo anular.

La propia Loden fue víctima de los tópicos desde el comienzo de su carrera, etiquetada como otra “sensación rubia” a lo Jean Harlow. Antes de convertirse en una mujer bajo la influencia de su poderoso (y bastante resentido) marido, la Loden ya había ganado un premio Tony, dejando atrás sus comienzos como corista y chica de portada en semanarios de moda. ¿Por qué no probar suerte como directora?

Tras escucharlo tantas veces en boca de otros, Wanda ha llegado al completo convencimiento de no valer para nada. Ni como madre (no es la limpiaplatos diligente que su marido esperaba), ni como trabajadora (no cose lo suficientemente rápido)… ni como persona, ya puestos. En su descenso al cadalso necesitará de un Cancerbero igual de desesperado, de otro ser humano con ganas de atajar y acabar cuanto antes. El susodicho se llama Sr. Dennis y parece tener algún que otro problemilla con la justicia.

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Partiendo de un guión de su marido (palabra de Kazan) que reescribió y transformó hasta hacerlo suyo, con un presupuesto de 115.000 dólares y con la complicidad en la parte técnica de Nicholas T. Proferes (un montador y director de fotografía que también era bastante novel), Barbara se las apañó para contar la más antihollywoodiana de las historias (en lo teatral, ya había cambiado hacía tiempo el brillo del circuito oficial por el off-Broadway).

Pensilvania, tan cerca y tan lejos de Nueva York, era ya un estado al borde de la ruina a mediados de los sesenta. Pasado el esplendor de las acererías y substituida la explotación del carbón por la del gas y el petróleo, su geografía (violentada y horadada) ya apuntaba maneras como localización desoladora, como no-lugar monumental y espectral. En la actualidad, Pensilvania sigue fielmente el patrón de las zonas menos favorecidas de los EEUU: apabullante porcentaje de votantes trumpistas y algún que otro desastre ecológico a sotto voce (entre otras cosas, una mina que lleva consumiéndose desde 1962 en los alrededores de Centralia).

La ruina moral de Wanda -psicosomatizando una época, un país- la convierte en escudera de un desperado a la manera de la serie B norteamericana: alguien salido de la nada y en plena ruta suicida, violento, parco en palabras y con planes descabellados que apenas logran esconder su ansia desesperada por encajar. Junto a él, Wanda se verá obligada a abandonar su posición como mera observadora (casi de animal abandonado, pateado o acariciado en función del estado de ánimo del desconocido que se le acerque) y participar de manera activa en su propio derrumbe.

El Sr. Dennis, apóstol del vacío, ha entendido a la perfección en qué consiste el sueño americano y qué es lo que asegura la ciudadanía: el poseer cosas. Fiel a este principio, no cejará en su empeño de acumular objetos y cambiar de coche de manera compulsiva, como si padeciese un síndrome de Diógenes centrado en lo ajeno. Como todo sociópata en ciernes, tiene un plan a la altura de sus delirios: dar un golpe que lo retire definitivamente de la circulación en el Third Nathional Bank, muy céntrico y resultón, con su fachada neoclásica asomándose a la avenida principal de la ciudad.

Wanda está a la altura de las circunstancias y demuestra su valía como fuera de la ley en prácticas. Sin embargo, a su Pigmalión no le va tan bien…

Tampoco le fue bien a Barbara Loden. Dos años estuvo batallando con el cáncer, un paréntesis fatal que a buen seguro le impidió resolver su matrimonio a la deriva con un Kazan al final de su carrera, más preocupado por un legado que sabía empañado por su dichoso “testimonio”. Loden se quedó con varios guiones en el tintero, sin lograr financiación a pesar de haber logrado con su ópera prima el premio de la crítica en el festival de cine de Venecia.

Wanda, sola de nuevo, vuelve a alternar con desconocidos, a dejar que la noche la confunda por el precio de una cena bien regada con alcohol. Nos la imaginamos dentro de unos años, avejentada detrás de alguna barra bukowskiana, hablando sola y encarándose con su reflejo en el espejo del fondo. Encarnando el más contemporáneo de los mitos estadounidenses: el misfit, el inadaptado, el ahogado en su propia desesperación.

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El alegato más contundente lo acaba constituyendo su sumisión. Wanda se ha rendido y nadie, absolutamente nadie está dispuesto a tenderle la mano. Ni siquiera puede depender de la amabilidad de los extraños: su pasividad es el corte de mangas definitivo, negándose a interpretar papel alguno en esta tragedia con serios errores de continuidad que es la vida.

Loden / Wanda en un parque de atracciones sacado de los sueños húmedos de Cecil B. DeMille. Jerusalén en miniatura, catacumbas fotogénicas y torturadas que acabarán canonizadas. Fe de cartón piedra consumida por una masa anónima a medio camino entre el gran almacén y el hogar, ese del que ella ha sido expulsada por no querer conformarse.

Por no querer creer.

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