Sándor Márai. Pasión húngara

“Por primera vez desde mi vuelta de Occidente me invadía una sospecha que nunca había albergado. La sospecha de que allí había algo peor que la violencia. La sospecha de que me rodeaba no simplemente el terror organizado, sino un enemigo mucho más peligroso del cual era imposible defenderse: la estupidez”.

La obra de Sándor Márai corre paralela a una vida que nunca quiso ser especialmente azarosa. Él mismo se definía como un burgués orgulloso de su condición, aunque la misma fuese violentada bajo el régimen nazi (aunque Hungría en realidad fuese el último aliado de Alemania en las postrimerías de 1944) y comunista (que relevó a los jerarcas de la esvástica por los de la hoz y el martillo, hasta su colapso definitivo a finales de los ochenta).

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Sándor Márai nació con el siglo XX, el 11 de abril de 1900, en un porción de tierra disputada, reclamada y repartida, a la postre, entre quienes resultasen vencedores en la última contienda y supiesen imponer sus condiciones en el subsiguiente pacto / tratado. Hungría, Rumanía, Eslovaquia… un crisol de pueblos y nacionalidades que para él se condensaban en una única condición (independientemente de la etnia o la religión): el idioma. Esa lengua húngara que lo definía como escritor y de la cuál se erigió en paladín durante su largo exilio.

Tras cultivar la bohemia parisina, Márai se instala en la Budapest monumental, un par entre aquella aristocracia orgullosa y autista que se vanagloriaba de lo inmutable de sus derechos adquiridos y de su excepción de impuestos a perpetuidad. Un sistema insostenible abocado al desastre por la ausencia de autocrítica, pero cuyos pesebristas estaban dispuestos a presenciar el ocaso en sus mejores galas. En definitiva: otra sociedad de hidalgos sin nada que llevarse a la boca en sus palacetes empeñados y frígidos.

En aquél entorno decadentista, Sándor les daba exactamente lo que querían: columnas periodísticas castizas y novelones naturalistas que reflejaban los brillantes estertores del Imperio Austrohúngaro. Escribía mucho y bien y gozó en vida de prestigio y, sobretodo, de un éxito que le permitió vivir de su pluma (¡casi nada!) al tiempo que se codeaba con una clase alta a la que admiró y radiografió sin resultar en modo alguno servil ni lisonjero.

Pero lo que me ha llevado a quereros hablar de Marái han sido sus libros autobiográficos (Confesiones de un burgués, 1934) y, más concretamente, la sincera y descorazonadora ¡Tierra, tierra! escrita en territorio estadounidense a principios de los setenta. En ella se narran apenas tres años (1945-48) en la vida de un hombre que pasa de tener la existencia resuelta a tomar la difícil decisión de huir de un país a punto de convertirse en una prisión con carceleros acongojados: marxistas de nuevo cuño e intelectuales dispuestos a cantar las glorias de un sistema totalitario (a cambio de las prebendas habituales: pisito a compartir con vistas al castillo de Buda y vacaciones en algún complejo para dirigentes y colaboradores a orillas del Mar Negro).

A pocos kilómetros de la Budapest sitiada, el escritor no pierde su instinto de cronista de una época y de un lugar. Su casa de campo ve desfilar a felones y peones, a carne de cañón consciente de su condición y a militantes convencidos de las bondades de su cruzada. Alemanes ordenados hasta en la retirada, soldados del ejército rojo que le muestran su admiración –no en vano han sido aleccionados para venerar la cultura como un logro intrínseco de su revolución y la sola mención de su profesión (¡escritor!) despierta en ellos ecos míticos-.

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Es allí donde Sándor comienza a entender que su país va a ser utilizado como moneda de cambio en ese pulso librado entre las dos superpotencias, entre dos sistemas que necesitan el espoleo (real o imaginario) de un antagonista odioso. El final de la Segunda Guerra Mundial –con sus vencedores y vencidos- exige de botines de guerra tangibles. Y la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas reclama el suyo: un cinturón de países que caerán en su “esfera de influencia”. Un eufemismo para hablar de una ocupación apuntalada mediante tecnócratas formados en Moscú.

La postguerra no es para los húngaros tanto una época de reconstrucción (la propia casa de nuestro escritor, con su valiosa biblioteca, quedó reducida a escombros) como de desmantelamiento de un sistema económico substituido por una versión apenas edulcorada de la precariedad gozosa y los trabajos forzados. Los lemas substituyen a las ideas y cualquiera puede acabar siendo sospechoso de quintacolumnismo, sabotaje o simple falta de entusiasmo. Delaciones, suicidios, venganzas amparadas en la conciencia de clase. Sándor, en el que todavía no han reparado, sabe que la encrucijada no tardará en presentársele: colaborar o desertar. No habrá punto medio.

Así que el tren que coge con la excusa de un viaje al extranjero (de los últimos en poder hacerlo, antes de que las fronteras queden definitivamente selladas) acaba siendo el postrero convoy de los recuerdos y los libros satanizados (una nutrida selección a la que se incorpora su propia obra, condenada al ostracismo durante las siguientes cuatro décadas).

Sándor pasea por última vez por unas calles que se parecen ya sin ser: persiste el aroma, pero gobierna el miedo. Reparte saludos a gentes a las que no volverá a ver; aprovecha para releer a clásicos y contemporáneos húngaros, empeñado en levantar acta de una cultura en cuarentena. Se fue y lo hizo para no volver: Sándor Márai se acabó suicidando en San Diego, a pocos meses de haber visto la caída del muro de Berlín, la inmediata puesta en valor de su obra y su encumbramiento definitivo al lado de Stefan Zweig, Joseph Roth o Thomas Mann. Todos ellos, observadores pacientes de los procesos degenerativos (lentos pero imparables) de sociedades deslumbradas por sus propios oropeles.

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Antes de la primavera de Praga, hubo una revolución en Hungría. Ocurrió sólo un año después de constituirse el Pacto de Varsovia y concluyó con la ejecución por ahorcamiento del primer ministro Imre Nagy. Perecieron 3000 civiles que poco pudieron hacer frente al millar largo de tanques soviéticos. 200.000 refugiados se unieron al exilio de Márai, aquél cronista de la miseria y de la estupidez que había decidido, ocho años antes, escapar para no caer en el mayor deshonor que imaginaba: traicionar su compromiso con la literatura.

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