72 horas haciendo el arty-victim en los Madriles

La cosa va tal que así, en déjà vu maldito. Porque llegas a las afueras de la capital después de meterte –nuevamente y sin querer- en esa radial que aseguraste no volver a transitar nunca jamás y pagar el correspondiente impuesto revolucionario. Te sientes como un piloto de pruebas en un anuncio de coches alemanes: eres el único imbécil que circula por esta infraestructura en quiebra técnica. Aparcas en el barrio de Moratalaz (no por nostalgia sabinera, sino porque carece de zonas verdes, azules o pluriamarillas) y arrastras tu maletón hasta una fonda del centro, de esas que todavía presumen de castizas (¿¿??) y recoletas (traducido: la más barata en las inmediaciones del Congreso de los Diputados).

Pronto descubres que el turismo cultural extreme en pleno mes de agosto no es buena idea. La fuente de Cibeles está en obras (¿o será una intervención de Christo y Jeanne-Claude?) y el Paseo del Prado rebosa de tipos atribulados con una hoja de ruta que cumplir, gincana mortal que se extiende entre Atocha y el banco de España. Los puedes ver consultando planos o el equivalente antirromántico de un fichero pdf en la tableta. Trastabillando en las aceras desiguales, sonriendo con la angustia de no saber si llegarán a tiempo a su siguiente hito, esa nueva muesca en su devenir de urbanitas globales. No los juzgo, les pasa exactamente lo mismo que a mí: necesitan un café.

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Empiezo presentándole mis respetos a Vivian Mayer en la Fundación Canal. Que sí, que ya vimos parte de sus fotografías en la Colectània de Barcelona, pero es que lo de esta mujer es de verlo para creerlo. Lo malo… lo malo es que ya ha corrido la voz: inesperado llenazo. Las instantáneas, distribuidas temáticamente, se convierten en un via crucis de estaciones en blanco y negro por donde discurrir en lenta procesión. Cuando se producen este tipo de embotellamientos existen dos individuos insufribles, siempre a tus espaldas: el que te sopla en el cogote para que avances o te quites de su camino y el pigmalión en prácticas que se ha traído al novio/novia para impresionarlo/formarlo y se dedica a explicarle en voz alta lo que debería “ver” en las fotografías. En cada una de ellas. Como padecer una visita guiada con compendio incluido de tópicos de la clase media.

Gran Vía arriba hallo refugio en la Fundación Telefónica, otro edificio singular a mayor gloria de la cultura (perdón… de la necesidad que tienen las multinacionales de ahorrarse impuestos con excusa social). Cinismos al margen, voy con la intención de ver Terror en el laboratorio: de Frankenstein al doctor Moreau, un recorrido cinéfilo por nuestros miedos favoritos a costa de Prometeos más o menos modernos. La cosa resulta bastante sosa y cortita, así que subo un par de plantas para encontrarme con una grata sorpresa: Inge Morath y su periplo Danubio arriba, Danubio abajo.

Esta fotógrafa austríaca (la primera mujer en ser miembro de la agencia Magnum) vivió un idilio con este río en toda su extensión, desde su nacimiento en la Selva Negra hasta su desembocadura en el Mar Negro. A lo largo de muy diversas épocas (tanto de la historia de los países que atraviesa como de su periplo personal) se dejó caer por sus orillas y desembocadura. El resultado fue un itinerario emocional entre las gentes y las políticas de media Europa, con etapas oscuras en las que ni tan siquiera pudo tener acceso a algunos tramos del mismo.

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Al hilo de aquél recuerdo y de su obra –de tal importancia que llevó a la instauración de un premio fotográfico con su nombre-, 8 mujeres que lo ganaron en ediciones pasadas deciden echarse a la carretera y tirarse cinco semanas recorriendo los mismos lugares; arrastrando cada una su propio bagaje, pero tratando de evitar ideas preconcebidas y enfoques simplistas. Las madres cargarán con sus vástagos y todas ellas con sus cámaras para obtener así una panorámica heterogénea que abarca desde el inevitable enfoque etnográfico al ramalazo experimental o la crónica poética de una convivencia inesperada. Una oda a la diversidad y a la libertad (o a esa efímera sensación de la misma que se obtiene viajando) que funciona también como reflexión alrededor de la condición femenina.

En la fundación Thyssen me aguarda Caravaggio o, mejor dicho, sus esforzados imitadores del norte de Europa. Una exposición temporal bastante tramposa –cuadros propiamente de Caravaggio hay pocos- pero que reserva una sorpresa al final de todo: El martirio de santa Úrsula, su última obra. Oscura, radical, inacabada. Están sus queridas sombras, pero carece ya de esa espectacularización truculenta. La santa se mira el orificio de entrada de la flecha sin dar crédito mientras el propio pintor se autorretrata con pose de voyeur sobrepasado. Tan Caravaggio y, sin embargo, tan poco Caravaggio.

Pero os seré sinceros: a la Thyssen iba para descubrir a Caillebotte. Un pintor francés bastante pudiente –salgo de la muestra con la sensación de que el muy suertudo no trabajó en su puñetera vida- que se centró en el Sena, el París reinventado por Haussmann y el jardín de Petit Gennevilliers que cultivó en el privilegiado enclave donde se situaba la finca familiar.

En lo creativo, sus 45 años de vida dieron bastante de sí: barquichuelas impulsadas a golpe de riñón, escaparates recién pintados, burgueses paseando paraguas en ristre y el milagro habitual de cada primavera. Su gusto floral lo emparenta con Fantin-Latour y sus perspectivas radicales (a veces hasta artificiosas) con Degas. Realista, impresionista o lo que quiera que fuese: Gustave Caillebotte merece su lugar en la historia de la pintura (como mecenas y coleccionista ya lo tenía: su excelente criterio y selección –poseyó Cézannes, Manets, Pisarros…– constituyó uno de los legados más polémicos a un estado francés incapaz todavía de reconocer el valor de aquellos impresionistas convertidos desde hace décadas en las vedettes de sus principales museos).

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¿Y cómo irse de Madrid sin visitar la exposición de El Bosco? El quinto centenario de la muerte de Jheronimus van Aken ha convertido el hacerse con una entrada en un eslalon de colas equivocadas, accesos preferentes y caos pretendidamente ordenado. Asaltar El Prado por cualquiera de sus cuatro puertas es una nueva demostración de la brecha generacional existente entre la población analógica y la digital: los mayores de 50 tiran de abanico y paciencia, mientras los jovenzuelos muestran con afectación sus entradas fotocopiadas o descargadas en el smartphone. Las dos Españas, siempre ahí.

A El Bosco hay que volver de vez en cuando. Al horror y a la cautivadora representación que logró hacer del mismo. A esos aquelarres de demonios, nudistas, neohippies, vocalistas de grupos de heavy metal, culos rampantes, torturas, crueldades, gozos, crítica social, sorna, imperativo divino, infierno musical y paraíso lisérgico.

El Bosco cautiva por igual a beatos y pervertidos. Es una suerte, porque así puedes escuchar desde interpretaciones piadosas a chascarrillos luciferinos. Todo el mundo encuentra lo que anda buscando: sexo loco, trascendencia, enseñanza moral, anatema, teología del animalismo, santísima Trinidad y ángeles caídos. Algunos se quedan extasiados ante las tablas, forzando la vista, como si esto fuese un “dónde está Wally” (¿hay algún milímetro cuadrado de su obra pendiente de análisis?). Buscando su monstruo favorito o transportándose en lisonjeras ensoñaciones hasta ese círculo procesional a lomos de unicornios, camellos y mutantes cuadrúpedos. Todo está ahí: desde un anuncio de “di no a las drogas” a una apología de las mismas. Y todos tenemos alguna explicación plausible sobre el significado del cuchillo orejero, el árbol flotando sobre barcas, el periquito con el cántaro encastado en el cerebelo o las gaitas sobre platillos volantes. Y la verdad es que me interesa escuchar más estas teorías que las opiniones de algunos sobre el estado de la nación o los méritos del nuevo seleccionador de fútbol. De largo.

Excepto tres o cuatro, están todas: el Ecce Homo, las mil y una tentaciones de santos varones, el Juicio Final, la adoración de los Reyes, la nave de los locos en llamas, el tríptico de Job y el del carro de heno, sus visiones del Más Allá, cualquier boceto que saliese de su taller… El Prado siempre consigue transmitir la sensación de haber dicho la última palabra: durante la vida de uno, no volverá a poder verse algo así en ningún otro lugar.

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La gente es extrañamente consciente de este hecho y se agolpa con desesperación alrededor de las tablas, audioguía en mano. Sí, se puede crear expectación a través del arte convirtiendo el material que se maneja en… urgente sensación de evento. ¿Cómo perderse la exposición de El Bosco? ¿Cómo no estar quince minutos esperando ver un destello de El Jardín de las Delicias, ese mismo cuadro que el visitante puede ver en su sala habitual –y con mucha más calma- cualquier otro día del año? Pero no, no sería lo mismo. Esta es la exposición del quinto centenario. Repite conmigo.

El remate de la “Bosco experience” es una videoinstalación titulada Jardín infinito. Hora y cuarto dentro de esas delicias envenenadas: un tránsito sin pausa y a pantalla completa entre el cielo, el infierno, tres alcarreñas medio muertas en la moqueta de la esquina y un señor de Bélgica quieto-parao en mitad de la sala –uno no sabía si extasiado o en pleno ataque epiléptico-. Debo de reconocer que cedí al embrujo y me puse a hacer fotos como un poseso, no tanto de los intermitentes flashes del cuadro con musiquilla inquietante a lo Dario Argento como de la fauna internacional que había elegido la sala C del edificio de los Jerónimos como campamento base y lugar de reavituallamiento. (¿o estarían teniendo algún trance místico, ateo infecto?)

Esa noche tuve extraños sueños patrocinados por el visionario del ducado de Brabante. Salía una ex mía tratando de ahogarme en una charca repleta de traseros escupiendo monedas de a duro –un claro guiño de mi inconciente al reciente Brexit-, media docena de pokémons triscando por una plaza dura, Donald Trump diciendo “yo lo arreglaré todo” en el anfiteatro de Mérida y un colibrí cebándose con mi bajo vientre. Todo muy confuso. Pero no lo achaqué a la mala digestión del bocadillo de calamares sino a la sobredosis de cultura, consumida con gula pantagruélica y sin criterio ni prescripción médica alguna. Y eso se paga, claro.

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