Aleix Todotormentoso: sólo serás silencio

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Aunque viniera al mundo con otro nombre (eso, asumiendo que sea de este mundo), todo el mundo lo conoce por su apelativo creativo. Con todos ustedes, Aleix Todotormentoso.

En su Facebook rebate, debate hasta no poder más. Dice en su cuenta de Twitter que es Caoísta postnormalista. Y, sobre todo, jura y rejura por todos los dioses (los antiguos y los nuevos) que él no es poeta. Y yo asiento así, flojito. Parte de razón tiene. Él no escribe poesía. No tiene intención de escribirla. Para mí que sencillamente no quiere encorsetar su campo de batalla. Él escribe lo que escribe y que cada cuál lo llame como quiera. Aleix escribe, piensa, lee, recita, actúa, polemiza. Y lo hace todo muy bien.

Los habitantes de Barcelona y periferia lo pueden ver y escuchar en el Poetry Slam. También se le conocen afiliaciones con el colectivo poético 6 en raya, con el trío Negro sobre blanco. Y encima es tan majo que se ha sometido (a regañadientes) a nuestra entrevistaca:

 

¿Por qué poesía?

Porque me permite tender un puente entre lo que me afecta, preocupa, me inquieta, siento, deseo, descubro, me quema y cuantas cosas más entre yo y tú.

Si creyera que ese puente me lo pudiera brindar darle color a un lienzo, iría cubierto de pintura. Y si, de vez en cuando, no tuviera la necesidad de tender uno, me quitaría un peso de encima, pero, también, alguna que otra satisfacción.

 

¿Hacia dónde va tu poesía?

La inmensa mayoría de las veces, antes de escribir, necesito pasar mucho tiempo dándole vueltas a una madeja hasta que considero que ya la he enredado lo suficiente y me decido a buscar uno de los cabos.

Para mí es un reto.

 

¿Qué poetas te han influenciado más?

Siento admiración por buena parte de la obra de Rosales.

 

¿Cuál es tu poeta actual preferido y por qué?

Voy a revelar algo: apenas leo poesía.

 

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Dicho esto, llega el momento de lo más importante. Sus palabras. A continuación podéis leer cinco de sus textos. No se quejará… he dicho textos, no poemas.

 

Despedidas

Querría entrar en mis recuerdos como un ave acaricia el cielo: sin tocarlo. Asegurar su incorruptibilidad con mi falsa distancia, pero incluso cuando un águila acaricia el cielo, arrastra su sombra por el suelo.

Imposible adentrarse en la fragilidad del recuerdo y que permanezca inalterable. Imposible tocar uno de esos susurros sin que caiga y lo tire todo consigo. Imposible pasear por el recuerdo sin hacer saltar esquirlas que se clavan en la palma de estas manos con las que uno se secará las lágrimas.

Me abrazo a los recuerdos como un niño al cuerpo de la madre, aunque sea humo forjado en la brasa del cigarro.

El recuerdo lo es todo, incluso aquello que ya no será.

Una sonrisa que escupe un diente al suelo en cada parpadeo.

El recuerdo es el adiós de quien no quiere despedirse. Las despedidas tienen olor a casa vieja y cerrada.

Decir adiós y ya, o ni siquiera eso, ni una mirada atrás, sólo un peldaño ante la puerta en el que sentarse de espaldas, cerrar los ojos y taparse los oídos con los recuerdos por llegar.

Desearía que las despedidas fuesen secretos teñidos de blanco, que ni el tiempo las colorease como si pudiese olvidar o mantenerme al margen de mi propia memoria.

Pero las despedidas tienen olor a casa vieja y cerrada a la que uno entra para que los muebles levanten sus sábanas como un águila sus alas.

 

***

 

Soy el dios

Mires donde mires, dondequiera que vayas, en tu frenético sin parar, en tus sueños que son de otros, en tu desidia, en tu carrera contra los años, en el contador bajo tus sábanas, incrustado bajo tus uñas, en reír más alto que nadie, en tus gestos de desprecio, incluso cuando cierras el puño más allá de tu vista o crees ir tras la vida y la persigues sin comprender que arrastras por el camino el pedazo más íntimo y profundo de vida misma, ahí estoy yo: el único dios.

El dios verdadero. El dios que engrana el movimiento de todos los mundos. El dios de la distancia, quien extingue el demasiado lejos en un cerca tan absoluto como distante, sin puentes, sin caminos, sin incertidumbre, sin riesgo.

El dios que convierte en insoportable el silencio. Quien trae la palabra tras la que esconderse, quien alcanza la excusa ante la verdad incómoda, quien viste a la mentira de verdad, el dios de la apariencia, de los absolutos, del blanco y del negro, la certeza del cobarde.

Estoy tras las dos caras de la moneda: la imposición y el sometimiento, soy la fuerza que retiene por amor, las alas del cinismo, el odio al desconocido, el dios del instinto, de la huida, de la ausencia, de la comparación, de la seguridad que resbala, de la arrogancia, de la codicia, de la ira, de la envidia, de la vanidad, de la soberbia.

Soy el dios del templo en las profundidades más sombrías del ser.

Soy el dios por quien desertas de tu guerra y por quien no hallarás suficientes batallas tras las que ocultarme.

Soy el dios del millón de nombres, siendo yo, tan sólo, el miedo.

 

***

 

El tiempo

Y entre toda esta vida, salvarse.

Erigirse en el maestro que enseña a bailar al ruido; en el cincel entre las manos que esculpen la ambición en mármol; en la ridícula voz vestida con traje rojo, en el tablero de ajedrez sobre el que someter a las reinas siendo el rey, en el pozo sin fondo, fosa común de todo recuerdo inventado.

Y entre toda esta vida, salvarse.

Darle la espalda al silencio. Esconder la sola amenaza de su peso. Vivir por encima de la vida por si este te olvida y descansa.

Pero hoy te he visto nacer. Y desde entonces su sombra bordea tus huellas y veo cómo corres, cómo huyes, cómo inventas una vida a la que buscar los brazos, un refugio en el que no ser fugitivo de un silencio que ni siquiera tu nombre sabe.

Y entre toda esta vida, salvarte. Sólo eso. Salvarte del silencio que te ahoga queriendo ser el estallido que lo rompa, pisando cada fragmento suyo para evitar que el silencio te haga desaparecer ni un instante, pero todo silencio encierra una gota de sangre, no de una herida, sino de la vida. Y mientras te aferras, saltas y ruges, el silencio aguarda a que sueltes, caigas y calles.

Y entre todo esto, la vida. Sólo eso. La vida abrazada por dos silencios. La vida, como un reloj de arena al que no le puedes dar la vuelta. La vida, proclamando que del silencio no se escapa, mostrándote que sólo eres la carne del tiempo. Sólo eso. Y sólo serás silencio. Sólo eso.

 

***

 

Pasiones

Convertir la vida en un único salto sin estaciones, en una carrera frenética, en una persecución imposible, en una sucesión de tragos cortos hasta el colmo. En un vuelo kamikaze con la siguiente promesa en el punto de mira. Y la siguiente. Y la siguiente. Y la siguiente.

O sentirse atropellado, embestido, aniquilado, para que esa parte que duerme bajo la sombra de su reserva aparezca sin elegir cuándo, cómo ni por qué. Cerrar los ojos y recibir ese impacto tras el que uno se deja de nuevo atrás. De nuevo otro. Sentirme, de nuevo, otro.

Ser vencido, derrotado, asaltado por la espalda, que cada latido me empuje a través de la propia carne, ver con los ojos ciegos, estremecerme cuando mi mente ebria tropiece y desfile sobre ella toda la fascinación que ninguna voz acertaría a convertir en palabras, hacer estallar los sueños y desaparecer, extinguirme durante ese instante en el que todo importa menos que nada y yo aún menos que todo.

Saberme extinto en el mismo epicentro de una diana trazada con las uñas del puro vértigo, horadada en el peso del vacío y del vuelo, iluminada, señalada y envidiada por esa antítesis que es el impulso perecedero. Que de mis vísceras se desprenda el olor de su victoria y poder rendirme, sucumbir, claudicar a ella para dejar de buscarla en otro sitio, y nunca en este, en todos esos lugares en los que jamás encuentro la emboscada deseada.

Por eso no quiero convertir la vida en un único salto sin estaciones, en una carrera frenética, en una persecución imposible, vivir de un impulso, en una sucesión de tragos cortos hasta el colmo. Un vuelo kamikaze con la siguiente promesa en el punto de mira. Y la siguiente. Y la siguiente. Y la siguiente. Y disparar. Y morderlas todas. Y no saborear ninguna por no detenerme nunca. No puedo, no quiero, llamarle pasión también a eso.

 

***

 

Después de muchos años, vacié la piscina de casa. Los vecinos, desde las ventanas que daban a mi jardín, se despidieron conmigo de las pelotas y colchones hinchables que ya no habría, de mis lecturas las tardes de verano sentado en su borde y de los gritos de mis primos y sobrinos mientras se divertían empujándose al agua o saltando uno tras otro. Fueron abandonando las ventanas cuando apenas quedaba agua. Yo, sin embargo, resistí hasta convencerme de que no quedaba nada, como si temiese que un par de gotas de agua pudieran reproducirse durante la noche y obligarme de nuevo a pasar el mal trago de vaciarla al día siguiente.

Debió correr la voz sobre lo que me había atrevido a hacer, porque me sorprendieron algunos curiosos deslizándose entre los árboles de mi jardín hasta llegar a la piscina, tras haber trepado el muro, para comprobar por sí mismos que ya no era sino un agujero. Pronto me acostumbré a verlos saltar, corretear por mi jardín y, junto a la piscina, buscarme en las ventanas. Algunos parecían compadecerse de mí por tener una piscina muerta en mi propiedad, pero otros no podían contener la risa. Casi siempre venían los mismos, era raro que viese paseando solo por mi jardín a alguien a quien no había visto antes, los de siempre solían traer invitados ante los que reírse o compadecerse, erigiéndose en cicerones de la anécdota, mientras les miraba desde la ventana de la cocina.

Abandoné aquella casa ese mismo invierno, como había previsto a final de verano, y sé que nadie más ha vuelto a habitarla. Ignoro si aún no se han cansado de visitar mi piscina vacía.

 

 

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