Visto en el D’A 2016 (I). ‘Francofonia’, de Alexander Sokurov. Louvre: saqueo y gloria.
[Sección: Direccions]
El hombre que nos llevó de gincana histórico-metafísica por el Hermitage hace ahora lo propio por los pasillos de otro bastión de la cultura europea: el Louvre con sus catacumbas, su pirámide acristalada y sus kilométricos corredores por donde dejar correr a héroes de la nouvelle vague. Esta vez sin plano secuencia, pero secundado por Marianne (la personificación de los valores de la República, nada menos) y el mismísimo Napoleón Bonaparte. Y con la “libertad, igualdad y fraternidad” -¿podía ser de otra manera?- como mantra.
El cine de Alexander Sokurov cada vez se espacia más en el tiempo. Tres años pasaron desde Fausto (2011) antes de que volviese a cultivar su interesante faceta documental (en su caso siempre es más correcto decir “ensayística”). Y con el patrocinio del propio museo del Louvre, en una ensoñación que se desarrolla en sus dependencias pero también en su propio estudio, mientras mantiene una angustiosa comunicación con el capitán de un barco a punto de zozobrar.
¿Por qué el Louvre salió indemne de la locura de la Segunda Guerra Mundial? ¿Por qué los nazis no mostraron el mismo respeto por el patrimonio cultural ruso durante su avasallador avance? ¿Por qué el sitio de Leningrado le costó la vida a un millón de personas mientras París agachaba la cabeza, contemporizaba y dejaba que el conquistador invicto se pasease por los Campos Elíseos y ocupase el país durante cuatro años? ¿Por qué, en definitiva, fue Rusia la que pagó el precio más alto por preservar, precisamente, los ahora tan discutidos valores de la “europeidad”? ¿Acaso le iba algo en ello? ¿Desde cuándo el arte que atesora un país es la medida de su civilización?
El encuentro entre Jacques Jaujard, el conservador de un Museo del Louvre pelado de grandes obras (el grueso de la colección se puso a buen recaudo diseminándolo por media geografía gala) y Wolff Metternich, el aristócrata designado por Hitler para “la salvaguarda del arte europeo” personifica de alguna manera el triunfo de la razón, el entendimiento en lo que se refiere a unos valores culturales –que no morales- comunes. O quizás, el pulso entre dos posibilistas: un funcionario de pura cepa y un esteta con mala conciencia. No hay respuestas absolutas, aunque sí una sospecha: la de la utilización del arte como ornamento inapelable del poder. Porque hasta los más bárbaros (hasta los que queman primero libros y luego personas) gustan de presumir de estudios… concentración, exterminio y bellas artes.
No es de extrañar que el Napoleón revivido –cicerone caustico y presuntuoso- se vanaglorie de que la mayoría de los tesoros allí presentes los trajo él… ¿acaso había alguna otra razón para la guerra? Conquista, ocupación y misión científica. El museo-cementerio preserva, pero también es el incontestable archivador de las miserias de cualquier Imperio.
Jaujard y Metternich tuvieron que navegar entre aguas turbulentas, que jugar al agente doble, a no poder serles simpáticos ni a los suyos ni a los adversarios. La historia los colmó de honores, pero la moneda lo mismo podía haber caído del lado contrario. Nada hay definitivo es este paseo por entre obras de Leonardo, Géricault, David… y con la terrible duda de saber qué patrimonio será el que albergue en su interior ese carguero que está a punto de remedar el naufragio de la Medusa.
Francofonia tiene mala leche. En un continente acostumbrado a relativizar el valor de los muertos (basta con ver cómo tratamos a quienes osan acampar en las lindes de nuestra Unión Económica)… ¿qué tal si hiciésemos lo mismo con el arte? ¿En qué momento se perderán definitivamente esas obras maestras, ya sea por accidente, catástrofe o nuevo contubernio militar? La historia de su supervivencia –del por qué sobrevivieron a las revoluciones, del por qué no las quemó Hitler- nos permite recordar que posiblemente fuesen decenas de personas las sacrificadas para poder seguir admirando esos lienzos en esas mismas paredes. Un dilema muy parecido al que enfrentaban los protagonistas de El tren (1964) de John Frankenheimer: ¿es siquiera planteable canjear arte por vidas humanas?
Sokurov –monje encerrado en su celda montando, susurrando, interpelando continuamente a los personajes recién emergidos de la pintura más institucional- vuelve a rodar una película con audiocomentarios incorporados; una reflexión irónica sobre qué creemos importante y qué no. Un intento, nuevamente, de desacralizar el mundo del arte, el más recurrente de los sustitutos de la religión.
Es magnifico la obra que genera alexander sokarov, genera gran impacto en sus espectadores causa grandes procesos de análisis y opiniones, lo que debe de hacer realmente el cine sugestiona a las personas y crea una duda que los conlleva a culturizarse mas.