Visto en el D’A 2017 (IV). ‘Elefantes’, de Carlos Balbuena. La memoria en suspenso

Al terminar la proyección de Elefantes, estreno absoluto en este D’A 2017, se invita a los espectadores a mantener un breve coloquio con el director de la misma. La sala Raval del Teatre del CCCB se abarrota de un público expectante, hasta el punto de que uno tiene la sensación de que todavía hay más gente que durante la proyección (maldita sea, la cerveza gratis quizás tenga algo que ver). “Joven, ¿usted qué ha entendido?”, me pregunta un hombre de pelo cano y acento argentino, buscando qué se yo en el fondo de mis pupilas. Todos aguardan –y yo sé que es en vano- lo único que su director no tendrá el mal gusto de darles: una explicación.

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El cine de Carlos Balbuena es antidiscursivo. Como el mismo Carlos, poco dado a parlamentos y absurdas coartadas verborreicas. Lo cuál se agradece de verdad: en un mundo plagado de vendedores de crecepelo, sienta genial que un creador visual confíe al 100% en su imaginería, sin tratar de aderezarla (¿justificarla?) con fenomenales discursos metafísicos.

Y es que cuando uno filma algo y lo cede al público el resultado, mal que le pese, deja de pertenecerle. Cada espectador cogerá esas imágenes y las hará suyas: con o sin tino, tergiversando, reinterpretando o incluso pervirtiendo. Allá cada cuál. Allá cada quién.

Las dos películas entregadas hasta la fecha por el director leonés conforman un díptico (¿futura trilogía?) sobre la memoria o, mejor dicho, sobre el olvido colectivo. Y lo conforman a partir del silencio, un silencio que no pretende ser reflexivo, incómodo ni “significativo”. Todo un voto de castidad –y para efectuarlo, repito, hay que estar muy seguro del poder de las imágenes paridas- que le permiten a uno centrarse en lo que ve. Elucubrar con lo que está pasando. Elaborar teorías, customizar su mundo de lomas, bosques, engendros mecánicos abandonados y tenadas sin dueño.

La tierra –y los que yacen debajo de ella- habla en este cine del eterno retorno en el que el plano fijo se enseñorea de la acción (que la hay). Elefantes arranca con sus dos únicos personajes saliendo de un refugio y descendiendo por el macizo. Desde el principio, separados; guardando las distancias, marcándose desde lejos más que acompañándose el uno al otro. ¿Enfadados o sencillamente aterrorizados? A mí me recuerda a uno de los planos más celebrados de la fábula-monumento por antonomasia alrededor de la guerra civil española: El espíritu de la colmena (Víctor Erice, 1973), por supuesto.

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Las nubes pasan, la toma no se interrumpe y los dos puntos, pues eso es ya lo único que son, se pierden por un extremo del encuadre. Toda una declaración de principios: amigo, esta va a ser una película de mirar. Acostúmbrate al tempo, a la espera, a no saber las razones de esta huída. (¿De qué lo harán?)

Pausas a la orilla del río. Súbitas carreras apresuradas, violentados por algún ruido lejano. El hombre reducido a su condición primitiva, agazapándose de unos perseguidores –ahora sí los escuchamos en plena noche- y dejándose vencer por la angustia. Sin dirección, dando bandazos por la falda de la montaña.

La segunda de las tres partes del filme proporciona ese asidero textual –para el que lo necesite-, ubicando el espacio y el tiempo en el que acontece la historia. En la primavera del año 1938, la batalla de la Bolsa de Bielsa significó el hundimiento del frente de Huesca, teniendo que optar los supervivientes de la 43ª División del Ejército Popular entre el exilio galo o volver a territorio republicado a través de Portbou. Para que esa dicotomía pudiese ser resuelta era necesario, ni que decir tiene, traspasar la frontera.

Y ese tortuoso camino es el que recorre, como tantos otros a partir de entonces, la cámara de Balbuena. Una ascensión que también conlleva una aproximación paulatina a aquella falsa libertad que aguardaba al otro lado. Subimos, se reduce la distancia a Francia, sopla el viento. Por entre los roquedales, las vaguadas y las escorrentías, el eco de los pasos de aquellos que, en funesta procesión, dejaron atrás todo cuánto tenían. ¿Cómo no albergar rabia, cómo no dejarse llevar por la desesperación?

Volvemos a nuestros dos personajes, cuya filiación –cuyo bando, para entendernos- tampoco ha quedado claro. ¿Se guardan cierta estima, se odian? ¿Qué ocurrió en aquél habitáculo del que los vimos salir al principio? Un plano fordiano nos devuelve a lo alto de la loma, al momento en el que todo comenzó. La acción, como ellos mismos, quizás no esté haciendo otra cosa que girar en derredor de un hecho muy determinado. La supuesta huída… ¿no será una persecución?

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La distancia entre ambos se va acortando, hasta terminar colidiendo (y nunca mejor dicho) en un lago, imagen poderosa de claras raíces goyescas. Sólo hubo tiempo para el rencor: las dos Españas se enconaron en un odio cainita que no distinguió entre desconocidos y seres queridos. Sólo al final, como en el Andrei Rublev de Tarkovsky, irrumpirá el color en forma de liana enmarañada, flotando en la superficie cristalina de la memoria. Pero esto, como el resto de las supuestas explicaciones, dependerá del bagaje personal de cada espectador. (¿Acaso no me ha dicho alguno que se pasó media película buscando –y encontrando- a estos paquidermos en las nubes, en las sombras o en el simple reflejo del sol en el agua?)

Durante el debate se escuchan los nombres de Alan Clarke o Gus Van Sant. Se pueden entender los paralelismos: personajes prácticamente mudos enfrentados a geografías amenazantes, con una violencia soterrada o inminente en lo que a su materialización se refiere. Pero ahí se acaban los parecidos razonables: Balbuena opta por un planteamiento estético propio, conformado a base de pausas en un accidentado camino de montaña. Una excursión al pasado donde, si uno anda atento, se pueden escuchar los lamentos de aquellos a los que todavía se empeñan en que no pongamos nombre. El paisaje, en palabras del propio director, enfrentado a los cuerpos.

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El suyo es ya un territorio propio, inquietante y alegórico. Y sus dos películas (Cenizas y ahora Elefantes) sirven de nexo unión (de columna vertebral, si me apuráis) entre los dos Impulsos Colectivos del D’A (el de 2014 y el de este año) que celebran, por encima de todo, la diferencia, la personalidad y el arrojo.

En un certamen con excelentes películas en blanco y negro (The Woman Who Left (Lav Diaz, 2016) o Paraíso (Andrei Konchalovsky, 2 016)), los atronadores Elefantes –claramente desmemoriados, como el país entero- de Carlos Balbuena quedarán como una de los maridajes más destacables entre compromiso y arte cinematográfico.

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