Visto en el D’A 2017 (I). ‘The Student’, de Kirill Serebrenikov. Dios nos libre de beatos

Hay debates cansinos, disfrazados siempre de supuesta disputa intelectual, que vuelven machaconamente siglo tras siglo. A veces tan solo hay que esperar unas cuántas décadas para que el péndulo voltee y la supuesta laxitud moral o incluso la fe en el progreso (¿qué tendrá que ver esta con lo anterior?) devenga alocado éxtasis de Domingo de Resurrección, cirios, martirios, más incienso y vuelta al Libro. Ese que todo lo puede. Ese que todo lo sabe.

The Student (extraña elección de título para su periplo internacional, pues más bien es un filme de aprendices de santones y de pupilos desvalidos) nos muestra otra vez esa Rusia radiografiada ampliamente en las últimas ediciones del D’A: sin referentes, alocada, bastante perdida y sedienta de hombres fuertes, de tipos con respuestas rápidas a preguntas eternas, coleccionistas de frases lapidarias y estampitas misericordes.

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La corrupción política, por una vez, no es el tema. Pero se aborda otro tipo de corrupción: la de las ideas, la del pensamiento. Las instituciones educativas, regidas con torpeza, pueden devenir fábricas de dogmáticos monologuistas. Y eso es exactamente nuestro protagonista: un troll dispuesto a boicotear cualquier clase en la que el maestro ose poner en tela de juicio, sus, llamémoslas, certezas.

¿Y cuales son estas? Pues en realidad una y sólo una: la Biblia. La Biblia cogida al pie de la letra, como recetario de conductas y sentenciadora de almas descarriadas (siempre de acuerdo con el criterio del humano inquisidor). La poliempleada madre del muchacho es la primera en darse cuenta de que algo no funciona: ¿cómo aleccionar a un vástago que la ha condenado a los infiernos hace tiempo? ¿De qué se puede hablar con quién se considera en posesión de la verdad absoluta?

Tras convertir su habitación en una celda monástica, el estudiante (que hace cualquier cosa menos estudiar) se lanza a su cruzada definitiva: eliminar cualquier foco de tentación / duda, encarnado en sus compañeras de clase adolescentes y en esa perniciosa educación sexual que trata de enseñar cosas impropias fuera del matrimonio. (¿Os parece una polémica caduca, afortunadamente superada en nuestro país? ¿De verdad? ¿Recordáis a cierto ministro proselitista repitiendo aquello de “concebido, no nacido” mientras trataba de legislar sobre el cuerpo de otras? Qué atrasados los rusos, ¿eh?)

En realidad la polémica es a todas luces artificial. Pero se retroalimenta constantemente gracias a la connivencia de los poderes fácticos de la escuela, que le conceden indulgencia plenaria las aspiraciones de “pureza y rectitud” del alumno. Encerrados entre cuatro paredes y enfrentados a este Rasputín orate, ni la directora, ni el profesor salido de educación física o el cura ortodoxo encargado de velar por su “paz espiritual” hacen otra cosa que aventar sus aspiraciones. Porque en el fondo, están convencidos de que tiene razón. De que ya iba siendo hora de que alguien lo dijera.

Una profesora se convertirá en su única antagonista, paladín de la ciencia que rebotará una y otra vez contra el muro de versículos escupidos sin solución de continuidad. Obcecada, olvidará, como el resto del personal de esta institución, un pequeño detalle: que pueden y deben de hacer valer el principio de autoridad. Que no se puede entrar en disputas de ningún tipo con quién está ahí sentado con una única tarea: aprender.

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Incomprensiblemente (o quizás no tanto), los sermones del chaval, cuya obsesión tiene visos evidentes de enfermedad mental, calan en un instituto a la deriva, que confunde el autoritarismo con la autoridad. Las discusiones a puerta cerrada no aportan nada nuevo: el martillo de Dios está convencido de cuál es su cometido en esta vida (que tanto detesta) y quienes deberían de pararle los pies cometen un error de base: escucharlo.

Refractario al amor y a la estima de sus semejantes, ni el interés que suscita este nuevo líder en una chavala autoconsciente de sus encantos y un compañero homosexual lograrán apartarlo de su plan original. Muy al contrario: cualquier muestra de admiración es entendida como una nueva amenaza por alguien convencido de su unicidad. Su pensamiento excluyente no admite seguidores, del mismo modo que son sus propios prejuicios los que hablan a través de la Biblia.

The Student, basada en la obra de teatro de Marius von Mayenburg (Martyr) habla de fundamentalismo cercano, de idiotez monoliteraria (porque sí, porque los libros que compilan los códigos de conducta (parábola o no mediante) de las principales confesiones religiosas a la postre no son más que eso: ¡libros!). De cómo la mayéutica se vuelve imposible cuando una de las dos partes está convencida al 100% de sus supuestas verdades. Un diálogo de sordos angustiante y en el que la razón lleva todas las de perder. Una trampa mortal en la que la propia tolerancia acaba maniatada; la de la intrincada red tendida por la superstición, la confusión y el miedo del hombre hacia el propio hombre.

En lo estrictamente cinematográfico el argumento os puede recordar a la clásica La herencia del viento (Stanley Kramer, 1960), aquél juicio inefable alrededor del creacionismo y la teoría de la evolución. Pero aquí no esperéis equidistancias: The Student no es un filme precisamente sutil y no concede la más mínima oportunidad a su criatura con ínfulas apostólicas. Quizás este sea el principal ‘pero’ que se le puede hacer: que tamaño energúmeno –excesivo e ido- nos mueva más a la risa que a la indignación.

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Serebrenikov –él mismo hijo de madre profesora y padre judío, hombre de teatro y azote de la cada vez más poblada legión de compatriotas bienpensantes- utiliza planos secuencia en las “representaciones” de su showman de las sagradas escrituras, metralleta de aforismos que lo mismo sirven para un roto que para un descosido. En su boca suenan como socorridas muletillas, “claro que sí, guapi” intercambiables según la situación y el momento. La cámara lo sigue por los pasillos de casa o del colegio, por las calles con su cruz a cuestas (textual, en este caso) o al borde de la piscina acumulando resentimiento.

La añoranza por la ex–URSS, por aquél autoritarismo patriarcal que no admitía disensiones y facilitaba normas de conducta no interpretables, hace sencilla la transición entre comunismo y cristianismo de Estado. El Imperio sigue lamiéndose las heridas y apelando a ese pasado que nunca existió; Arcadia en la que no había nada que entender, donde bastaba con obedecer. Al director no le hace falta ni tan siquiera dar nombres: mientras profesores y alumnos discuten sobre el sexo de los ángeles, la fotografía desenfocada de Vladímir Putin preside la estancia, inefable recordatorio de esos poderes terrenales con aspiraciones a certeza medieval.

¿Cómo la propia religión?

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