‘Utoya, 22 de julio’, de Erik Poppe. Pagar por estar allí

El terror. O mejor dicho, el terror concebido y percibido a la manera occidental. Y no porque el sufrimiento que desencadena tenga una categoría menor, sino porque está intrínsecamente ligado a lo azaroso. A que “una cosa así no puede pasar en un país como este”. A nuestra consideración -desligada de cualquier discurso buenista– de privilegiados pero, sobretodo, de inocentes.

Imagen del film Utoya, 22 de julio

En los años setenta, lo impensable ocurría en un avión. El cine de catástrofes explotaba la (remota) posibilidad de ser secuestrados en pleno vuelo, de padecer la tormenta perfecta, de acabar en el fondo del mar rodeado de un puñado de desconocidos que resultaban ser buena gente (vale, sí, siempre había algún ególatra recalcitrante). En nuestro mundo feliz, un rascacielos recién inaugurado podía arder hasta los cimientos, un enjambre de abejas asesinas (africanas, por supuesto) liarla parda en Texas, un crucero idílico dar una vuelta de campana, una montaña venirse abajo en plena temporada de esquí.

El milenarismo (Fernando Arrabal dixit) tuvo la culpa del segundo revival del cine apocalíptico. Volvía a ser lo mismo, pero con retoques digitales por doquier. La víctima, el de siempre: el homo vulgaris que veía arruinado su fin de semana por la erupción de un volcán, el desplazamiento a traición de placas tectónicas o el inminente impacto de un meteorito contra el planeta Tierra. Lo típico.

Y luego llegó el 11 de septiembre. Y el terror cotidiano mutó de nuevo. Podía ocurrir aquí, cerca de tu casa. O en tu lugar de trabajo. O en un retiro vacacional. El Mal volvía a empoderarse de la pantalla tirando precisamente de no-ficción: los telediarios podían dejar en bien poca cosa el imaginario del más retorcido de los guionistas. El atentado islamista pasaba a ser un terror verosímil. Del interpelado dependía sumirse en el miedo y el rechinar de dientes o achacarlo a otra retorcida aplicación de esa teoría del shock que permitía anteponer la seguridad a la moral colectiva.

El Diablo es un tipo armado (¿o son varios? Las noticias al comienzo siempre son contradictorias, imprecisas por su propia naturaleza apremiante) que irrumpe en un lugar concurrido con un único objetivo: acumular cadáveres, tratar de batir un nuevo récord macabro. La parte de la humanidad mejor informada sostiene la respiración y espera a que todo concluya; a que se disipe el humo, a que se auxilie a los supervivientes y se abata al extremista.

En el año 2011, en la no tan recóndita isla de Utoya (Noruega) pasó algo que contravino esta lógica maldita. El tarado resultó ser de ultraderecha, pudo regodearse con sus victimas (centenar y medio largo entre muertos y heridos de gravedad) durante hora y cuarto sin ningún tipo de oposición policial y… y vivió para contarlo.

No sólo contarlo. El juicio al sociópata Anders Behring Breivik nos reveló a un fundamentalista cristiano y asesino cerebral, capaz de montar una maniobra de distracción en la capital para poder acudir a aquél campamento de las juventudes del partido laborista y remachar su cruzada “en contra de la sociedad multicultural”. El lugar en el que dar una supuesta “lección” -que a día de hoy sigue calificando de “atroz” pero “necesaria”– a toda una nación. Donde dar rienda suelta a su odio, porque el asunto nunca es tanto la multiculturalidad… como el desprecio a la cultura misma, bajo cualquiera de sus manifestaciones.

Y frente a esta locura -en forma de atentado, manifiesto nihilista o arrebato perturbado-, ¿cómo abordar su formulación cinematográfica? El debate ya es viejo y en su momento se centró en la hazaña más terrible de la Humanidad: el Holocausto y los campos de concentración y exterminio. ¿Cómo ficcionar el Mal? ¿Era ético siquiera pergeñar imágenes que tratasen de reproducir la crudeza infinita de las evidencias documentales?

Sobre este terror indiscriminado del siglo XXI y la confección de su relato se echan de menos reflexiones con cierto calado intelectual. Así que los cineastas se dedican a dar palos de ciego, a idear tramas que -partiendo del tremendismo del suceso en sí mismo- le permitan al espectador pasar por… por la experiencia.

Imagen del film Utoya, 22 de julio

Pero experimentar también es, de alguna manera, banalizar. ¿Oponemos a esta sed de peripecias en plano subjetivo la narrativa clásica? Las odiseas ajenas contadas sin verdadera grandeza pueden dar productos tan vergonzantes como World Trade Center (Oliver Stone, 2006) o 15:17 Tren a París (Clint Eastwood, 2018). ¿Dignificaría las intenciones un producto de autor, que reúna las impresiones -casi en caliente- de un puñado de realizadores (juzgad vosotros mismos la desigual 11′ 9” 01 September 11 (2002))?

Si tuviese que elegir una única película a este respecto me quedaría, sin lugar a dudas, con United 93 (Paul Greengrass, 2006). Una cinta que proponía, justamente, una experiencia. Contagiar la angustia, imaginar lo que debió de ser estar en uno de esos vuelos malditos, intentona terrorista en este caso fallida por la intervención de los propios pasajeros.

Utoya, 22 de julio aumenta la apuesta. La sensación va a ser del todo inmersiva, a rebufo quizás -y ya que hablábamos de cómo rodar lo inmostrable- de El hijo de Saúl (László Nemes, 2015). En primera persona y en un plano secuencia único.

Vamos a estar en ese campamento de verano, sí. Pero no vamos a tener tiempo de establecer ningún vínculo emocional con nadie -a excepción de la protagonista-: a los diez minutos escasos va a comenzar el caos y la matanza. Desorientación, incertidumbre, pánico. Unas sensaciones que sin lugar a dudas se vivieron allí y que ahora nos va a tocar experimentar a nosotros.

Vuelvo a usar el verbo “experimentar” con un matiz peyorativo, lo sé. Pero es que hay algo obsceno en todo ello. Ignoro cuándo puede empezar a considerarse “aceptable” el abordar un hecho luctuoso de resonancias globales y que además tiene categoría histórica. Por explicarme: a nadie le dio por ponerle “peros” morales a Titanic (James Cameron, 1997), que no hacía sino dramatizar una tragedia mayúscula ocurrida ocho décadas atrás. ¡Y qué grandes películas nos ha dado la Segunda Guerra Mundial!

El propio Poppe quiere evitar a toda costa la acusación de oportunista: la protagonista nos insta a “escuchar” desde el primer minuto, sin aspirar siquiera a “entender”. También se encarga de subrayar en los créditos del filme que esto no ha sido un documental. Que es el resultado de múltiples testimonios, de múltiples puntos de vista. El problema -o su principal logro, por perverso que suene- consiste en que esa fusión de traumáticas confesiones acaba adoptando una forma exquisita, infinitamente atractiva para cualquier espectador.

Porque sabemos exactamente lo que vamos a ver. Y sabemos que la ficción -ubicándonos desde el mismísimo título en un lugar y momento preciso- aspira a no-ficción. A película de terror con coartada real, a Proyecto de la bruja de Blair con árboles amenazantes, cámara agazapada y amenaza en la sombra.

Imagen del film Utoya, 22 de julio

Quizás sólo ocurre que veo cierta perfidia donde sólo hay genuino homenaje a las víctimas. O que no le perdono a su director el haberme hecho pasar tan mal rato con un tema que fue realmente terrible y que todavía tengo demasiado presente. Porque en lo cinematográfico, Utoya es más que notable: brillantes carreras cámara en mano, aterrador uso del sonido, inteligentes ralentizaciones de la acción, una violencia sostenida pero fuera de plano…

Pero termina el filme (que ni siquiera es el primero: ¡ya había otros tres sobre los hechos de Utoya!) y tengo la misma sensación que cuando me bajo de una montaña rusa. El mareo, la nausea, la sensación de libertad recobrada, de “aquí no me vuelvo a subir”. Sólo digo… ¿no estaremos convirtiendo el cine en una desaforada atracción donde poco importa lo escabroso del material que da pie a la experiencia?

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