‘Una paloma se posó en una rama a reflexionar sobre la existencia’, de Roy Andersson

Nada sabemos todavía de la paloma. Pero aún así, la última película de Roy Andersson –la del título kilométrico, esa que te acobarda ante la taquillera y te lleva a solicitar una entrada para “la del pájaro meditabundo”– comienza hablando de la muerte. O mejor dicho, proponiendo tres decesos. Un prólogo socarrón para un final de trilogía del que poco sabes, pues te quedan por ver las dos terceras partes del invento.

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Para el sueco Roy Andersson la vida tiene algo de museo de taxidermista por el que pasearse muy lentamente, sorprendiéndose en cada sala por la inagotable capacidad del ser humano para congelar el (macabro) momento. Un absurdo intento por tratar de sublimar el instante, en tanto y cuanto se pretende imprimir “vida” y movimiento a seres que dejaron de respirar hace ya algún tiempo. Y mientras reflexionamos sobre todo ello, nuestra pareja se pregunta qué demonios le encontraremos a este gabinete de los horrores, a esta colección sacada de las traseras del motel de Norman Bates.

Tres formas de despedirse. O de no despedirse: de irse, sin más. Puede ocurrir con la mesa puesta un sábado cualquiera, mientras pugnamos por abrir una botella de vino. O aferrados a un bolso-caja fuerte que quiere arrebatarnos dos de nuestros hijos. O en mitad de un viaje de placer, con la comida pagada y todo, dejando como único legado una cerveza que se acabará bebiendo otro, sin ni tan siquiera tener la deferencia de brindar por nuestra memoria (¿acaso conoce nuestro nombre?). Sí, un buen día caeremos desparramados cuán largos somos. O, si tenemos menos suerte… moriremos en la cama de algún hospital.

Ante este hecho impepinable –ante este arranque tan de ‘vanitas’ que coloca la calavera encima de la mesa, con golpe seco incluido-, el resto sólo pueden ser remembranzas, reflujos de la historia y socarronería escandinava. Andersson nos devuelve a 1943, la fecha de su propio nacimiento, a la taberna de Lotta. Lotta la paticoja decide olvidarse de las coronas y aceptar como pago un beso por chupito. No, no le pierde la lujuria. Al contrario, su decisión cantada tiene algo de esfuerzo de guerra. Y de paso, marca de por vida a un cliente que se tirará los siguientes 60 años de su vida bebiendo silencioso en su rincón. Y es que toda costumbre esconde una revelación, un momento de gracia que nos pasamos lo que nos queda de vida tratando de conjurar.

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La Suecia de Una paloma se posó en una rama a reflexionar sobre la existencia parece sacada de un cuadro de Hammershoi, el vecino danés del otro lado del Oresund. Otra colección de interiores descoloridos, de pasillos de iluminación mortecina y rincones con una extraña profundidad de campo. La cámara, estática, parece hablarnos de lo más cercano –un personaje que espera en una calle empedrada, dos comerciales peripatéticos, los habituales de un bar con un ajetreo muy de Kaurismaki- pero la escena está montada de tal manera que nuestra vista se acabe perdiendo al otro lado de la puerta, más allá del mostrador o tras la cristalera de un restaurante. Una enfermera que mira y no sabe si intervenir, un celador que sólo sirve para recordar que es tarde y que hay gente que mañana tiene que trabajar, un rechazo amoroso, un marido moroso que se escaquea bajo la manta.

Y como hilo conductor, dos amigos empeñados en hacer negocios vendiendo artículos de coña. Sus exposiciones, escasamente ensayadas, no convencen a nadie sobre la bondad de sus productos, repitiendo una y otra vez el mismo sainete. Y es que esta extraña pareja tiene más de cobradores del frac o de enterradores lúgubres en película de la factoría Corman; existe un feroz contraste entre lo que anuncian y sus tristes figuras. Dientes de vampiro extralargos, bolsas de la risa, una máscara del “tío del diente”. El patetismo de sus performances nos lleva de decepción en decepción, hasta que acaban siendo ellos mismos los coaccionados por quién les ha suministrado el material.

Mientras uno de ellos se regodea en la nostalgia que le suscita una canción triste, el espectador continúa dándole vueltas a otros “cuadros” recientes. Como el de la bailadora de flamenco sobona, centrada en un único alumno demasiado azorado como para concentrarse en su arte. O el capitán de barco que un buen día empezó a marearse y que inaugura periplo reconvertido en barbero. O el poema donde –ahora sí- sale la dichosa paloma, y que no es más que un interrogatorio profesor-alumna. O el suicida que, pistola en mano, no para de repetir a su interlocutor que se alegra de que las cosas le vayan bien. Tan bien.

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O, como no, en esa memorable escena en la que vemos desfilar al ejército de Carlos XII, aquél rey sueco cargado de ínfulas que inmoló a sus compatriotas en la batalla de Poltava, camino de Moscú. La aparición de esta figura egregia en la Suecia de hoy, como descendida de algún retrato ecuestre de nuestro Goya, no es tanto un anacronismo como una llamada de atención: el rey que les tuvo guerreando casi veinte años y que dejó al país al borde de la bancarrota pide utilizar los baños, mientras las viudas desconsoladas lloran a su alrededor. Las glorias pasadas y el Imperio que no fue, con un “héroe” belicoso al que ya tan sólo idolatran grupos de extrema derecha.

El homo sapiens es para Andersson un cafre irredimible: pesadillas inconfesables, avances científicos que se fundamentan en la crueldad. Y entre medias, un día a día estrictamente programado y del que es imposible salirse. Ni siquiera sentir que uno vive en un día de la semana distinto al que es.

Porque en la parada del autobús, la masa de colores ocres se encargará de recordarte que lo ilógico es totalmente lógico. Que el “orden” –esa aberración tan humana- prevalecerá. ¿Cabe mayor vanidad?

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