Últimas noches con David

Me aguardaba en el centro mismo de la intersección, en aquella esquina desastrada donde morían dos líneas de medio tensión.

Juraría que llevaba cerca de una hora esperándome. A su alrededor, una media luna de colillas parecían rodearlo, círculo primigenio que lo mismo protegía que servía para invocar. Alzó la mirada dejando que su tupé se escurriese por detrás de su nuca y me señaló hacia la entrada del local.

Había conocido a David Lynch tres noches atrás, en la primera de una serie de pesadillas recurrentes que me asaltaron tras conocer la noticia de su (supuesta) desaparición física. Se materializó al fondo de un pasillo, tras la enésima puerta de doble batiente que traspasé a la carrera. Nunca sé si me persiguen o si me pongo a correr de buenas a primeras, por sistema. Quizás me guste pensar que soy susceptible de ser víctima, presa en alguna oscura cacería organizada por multimillonarios decadentes del norte de Florida. También puede tratarse de un atavismo adolescente: la sensación perpetua de estar llegando tarde a algún sitio.

Él estaba asomado a una ventana orientada hacia un descampado desangelado, mirando las oscilaciones del barómetro. Se giró parsimoniosamente en su silla de oficinista desmotivado, dejó el bolígrafo junto a la libreta cuadriculada y me interpeló:

– ¿Qué coño hace usted aquí, joven? ¿No ha visto que no hay banda?

No supe siquiera decir cuánto tenía de capciosa su pregunta, su exhortación. Me limité a acercarme a aquel reducto de claridad y mirar también por el cristal renegrido.

-¿Lo ve?

Traté de fijarme en un óvalo de luz anaranjada. Al pie del báculo, una figura desdibujada arrojaba pompas de jabón al vacío a través de un tubo que se asemejaba a una flauta. Me cogió de la pernera del chaquetón y me agitó furibundo:

– ¿¡Se puede saber qué está mirando!?

Me defendí torpemente:

– Pues… ahí abajo, a la chica de las burbujas…

– ¡La hacedora de mundos! ¡La funambulista de eternidades! ¡Vete! ¡Vete y vuelve cuando tengas ojos en la cara!

Así que abandoné la estancia mirando disimuladamente por encima del hombro, temiendo ser perseguido por aquella furia pasivo-agresiva. ¿Cuánto podría retrasar lo inevitable, posponer el encuentro con el único familiar cercano que nunca tuvo Laura Palmer?

Así que cuando sonó el teléfono -rojo, por supuesto, con su dial de números nacarados- supe de inmediato que se trataría de David formalizando un nuevo encuentro… esta vez de naturaleza ineludible.

– Escuche. No respire, le pido que escuche de verdad. Retenga el oxígeno, confraternice con sus pulmones.

Callé y retuve el aire y solo cuando empezaba a adoptar un color tirando a violeta tuvo a bien proseguir:

– Mañana, a medianoche. En la esquina de Sunset con Mulholland. No lleve nada metálico, no lleve nada de color verde, no salude a nadie antes de verme. Destierre de sí mismo cualquier vestigio de normalidad.

Me metí en la cama hecho un manojo de nervios, sabiéndome a punto de traspasar el umbral definitivo hacia lo ignoto. Y que en este tránsito iba a tener al mejor de los cicerones posibles.

Me franqueó la entrada a aquel establo sobredimensionado, acompañando mi entrada con su brazo protector. Ante nosotros, un salón con algo de ceremonial, una especie de lugar de culto pagano. Las paredes de madera estaban decoradas con extraños motivos arcanos, pilastras de letras apretujadas que subían hasta el techo. En mitad de la estancia, una bailarina disfrazada de conejo caracoleaba entre las columnas.

– Delicioso… disfrute de esta sensación de desconcierto, usted, tipo gris aficionado a las certezas. ¿Hablan mucho de mí ahí abajo?

– Bueno, lo normal… se le echa de menos, ahora resulta que era un genio incontestable y tal. Hasta hay gente que dice haber entendido Inland Empire y la tercera temporada de Twin Peaks.

– ¡Pandilla de zopencos! ¿Y tú? ¿Te pusiste a ver El hombre elefante por enésima vez para regocijarte en la desgracia ajena?

– No, tenía pendiente la última de Fast & Furious

– Ah, excelente saga. Las veo muy a menudo cuando dudo si proseguir o no mi singladura por este mundo, cuando necesito sentirme como la ameba primigenia que fui. Son un bálsamo, casi un antídoto a la razón. Muy a favor de las lobotomías.  

Habíamos salido a un patio exterior donde dos coches habían colisionado no hacía mucho. Un tipo bailaba entre los hierros retorcidos y los motores humeantes, enfundado en su chaqueta de piel de serpiente. Chapoteando en uno charco de aceite, un enano trataba de emular a Gene Kelly.

– Yo es que soy… soy de cine narrativo, ya sabe. Ese en el que pasan cosas, en el que la historia parece ir hacia algún lugar, en el que todo se entiende.

Se detuvo bruscamente, haciéndome resbalar en el líquido oleaginoso. Me señaló con su mano sarmentosa, mientras su boca se transformaba en un amasijo de dientes y pelusilla.

– ¡No sigas, cretino! Me da… me da absolutamente igual lo que tú puedas entender por… cómo la llamarías… ¡una película! Estas aquí como testigo, nunca se me permite elegir la categoría intelectual de mis acompañantes.

– ¡Pero yo soy crítico de cine!

– Lo que yo te decía…

Reemprendió la marcha de la misma manera súbita e inopinada. Pasamos junto a un surtidor de gasolina, mientras a lo lejos un hongo nuclear nos daba la bienvenida. Entramos en lo que parecía una sala de proyecciones abandonada. Decenas de espectadores albinos nos siguieron con sus miradas entreteladas, como si nos escuchasen en lugar de vernos. Descendimos por un estrecho corredor mientras sonaba el Wicked Game de Chris Isaak. Lo que parecía el gimnasio de un instituto dio paso a un campo de maíz con la cuneta salpicada de media docena de cortadoras de césped.

David se detuvo junto a un Mustang cruzado a la salida de la comarcal, con un cervatillo encastado en el parabrisas. No había nadie al volante y en el asiento del copiloto un tipo con la dentadura de oro nos sonreía de manera borreguil.

– Ya falta poco. ¿Tienes paciencia o también te ponen nervioso las escenas que se alargan en el tiempo? ¿Eres esclavo del montaje americano? ¿Has dado con algún personaje en alguna película que pudieses ser tú dentro de tres reencarnaciones? ¿Fumas? ¿Te gustan las películas de gladiadores?

Eran demasiadas preguntas. Le conté que ya no se hacían películas como las de antes -resopló hacia ningún lugar en concreto-, que no había visto ninguna obra maestra desde Titanic -lanzó una carcajada que resonó en la llanura sin fin- y que si había justicia Meryl Streep ganaría el Oscar por su última película con acento ucraniano. También le dije que en mi país seguía con vida un director muy brillante que rodaba películas de sesión de tarde en geriátrico –“¿José Luis Garcí?”, adivinó de inmediato- y que tanto el cine digital, como internet y las criptomonedas era la definitiva democratización…

– … de la mediocridad. ¿Dónde me has dicho que escribías?

Le dije que no hacía tal cosa, que escribir era de perdedores. Hacía videos de Tik Tok donde glosaba brillantemente, en apenas 60 segundos, obritas ajenas condenadas al olvido. Que me iba bien, que en Netflix eran generosos siempre que no bajase de las cuatro estrellas y que había ideado hasta una coreografía para el final de cada uno de mis monólogos. Me puse a mover el culo a su alrededor, elevando los brazos al cielo, haciéndolos descender en círculos y rematando con mi firma pélvica.

– Entiendo -David encendió un nuevo cigarrillo con los restos apergaminados del anterior-. Un genuino producto de tu época. Hace tiempo que dejé de juzgar todo cuánto me supera. ¿Ves aquella luz? -hice que sí con la cabeza-. Te voy a pedir que avances en silencio, como si estuvieses pensando en algo inteligente que decir -le miré contrariado-. Bueno, tú hazlo ver. Sígueme.  

El camino serpenteaba por un acantilado, con lo que parecía el perfil de la ciudad de Los Ángeles al fondo. Nos cruzamos con un arlequín ciego que hacía malabares con Biblias, dos hermanas siamesas con camisetas de jugadores de fútbol del Real Madrid y del Barcelona, hasta con un miembro de la policía montada de Canadá con síndrome de Tourette. Yo no me mostré en modo alguno sorprendido, porque soy de ciudad y muy, muy postmoderno.

Un último montículo. Sobre un saliente rocoso, Albert Serra cantaba boleros de Carlos Gardel. Interrumpió su letanía para saludarnos.

– Anda, si es el mierdas de David Lynch, que yo si me pusiese haría películas pseudo-surrealistas como las suyas con un brazo atado a la espalda porque yo, Mozart y Miguel Ángel…

– No lo mires -me aconsejó David-. Cada vez que paso por aquí es lo mismo. ¡Hasta en la hora en que le dieron un puto premio los franceses!

Por fin coronamos el promontorio. Ante mí, una visión perturbadora: el horizonte se plegaba sobre sí mismo y caía a bloque hacia la nada.

– Joder, David, pero esto… esto significa…

– Sí, chaval. Ponte las pilas: la tierra es plana.

Alelado, me quedé viendo aquella cascada cortada a pico, aquel finis terrae en el que el mundo se interrumpía abruptamente sin solución de continuidad.

– O sea… ¿todo era mentira? ¿Tenían razón mis amigos Jonathan y Kevin?

– Así es. Lo único esférico es el lipoma que tienes en la chepa y mis testículos mirados a contraluz, obviamente. En cuánto llegué a este sitio me di cuenta de sus posibilidades: un auténtico imán para zopencos. Cada noche rescato a alguna de las mentes más perjudicadas de ahí abajo y me la traigo aquí a dar un garbeo. Es mi forma de contribuir al caos, al estupor, al sin sentido. ¿No te parece hermoso?

– Pero usted era un racionalista, un…

– ¡Memeces! Mira a tu alrededor: ruiseñores-unicornio, niños con tres uretras, balnearios con pirañas, supermercados donde la gente vende partes de su cuerpo… esto es el Paraíso Musical, joven. Espero que todo esto no caiga en saco roto y sirva para inspirarte -volví a hacer que sí con la cabeza-. Y ahora haz el favor de saltar y acabemos de una vez.

– ¿Sal…?

No tuve tiempo de concluir la pregunta. David Lynch me empujó con decisión, precipitándome así en aquel epílogo de espuma y coordenadas cartesianas exentas.

A la mañana siguiente me levanté extrañamente lúcido, recordándolo absolutamente todo y con ganas hasta de escribir la gran novela americana que le debía al planeta tierra. Me hice un café macha con vainilla y arándanos del bosque, bajé a comprarme leche de arroz con coco, almendras y Oxycontin en rama, abrí mi portátil con la manzana y la pegatina de Elon Musk sonriéndome y… y de repente Alan me preguntó por Teams que qué hacia esa noche, Mabel me contó por WhatsApp la última bronca con su madre que ya le vale que esta mujer no esta bien y apalabré vía Reddit tres artículos sobre el escándalo de Cannes y la alfombra roja con tres medios independientes con mucha proyección. Luego elaboré varias entradas para contentar a mis 12 seguidores de mis 22 redes sociales, me comí una pizza de calidad de esas que me traen los de Glovo, me eché una siesta y… ¡ya se acababa el martes!

Aquella noche, la última en que soñé con David Lynch, lo vi sonreírse junto a un lago oscuro. Me dirigí a él con innegable respeto, llamándole “maestro”.

– Que me olvides, gilipollas -fue todo cuanto salió de su boca, quiero pensar que a manera de valioso consejo vital-.

Todavía ando pensando qué me quiso decir.

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