‘The White Lotus’ (T1), de Mike White. El infierno somos los otros
De vez en cuando se cuelan en la parrilla de estrenos de algunas de las reinas del streaming series pergeñadas claramente con varias capas de significado, un mecanismo de seguridad diseñado para llegar a varios tipos de público y confundir así a los socios capitalistas, convencidos de estar ante un genuino e infalible entretenimiento estival. Pues eso: ante la presente unos se quedarán con esa maravillosa sensación de eterno retorno, de día de la marmota (piscina-comida-experiencia-marco incomparable-cama) en un entorno vacacional exclusivo. Otros -¡me ha sorprendido cuántos!- con lo “divertido” de la propuesta. Y otros tantos, entre los que me incluyo, terminarán desolados ante la mala uva del tal Mike White, creador, guionista y director de los seis episodios de The White Lotus.
Un resort exclusivo en las islas Hawai (y tan exclusivo: se rodó aprovechando el bajón pandémico en el Four Seasons Maui, en el que “cualquier” mortal puede disfrutar de una habitación con vistas por 9000 dólares la noche). Los protagonistas, los clásicos del “arriba y abajo”: sirvientes y huéspedes, privilegiados y asalariados. Los que tiene que poner buena cara y plegarse a las extravagancias ajenas (por ridículas que sean) y los que creen firmemente que su semana en el paraíso debe de ser inolvidable, aunque sea a costa de la salud de un par de don nadies. Entre los primeros, una quiropráctica superdotada, una preñada de incógnito y el director del cotarro, superviviente de múltiples adicciones.
Pero centrémonos en los recién llegados. Una familia que vive a rebufo del éxito de la madre, con hijo adolescente, hija universitaria y una amiga de esta última obligada a orbitar alrededor de su esnobismo incipiente. En otra habitación del complejo habita una alcohólica voluntariosa que pasea contrita la urna con las cenizas de su madre. El panorama lo completaría una pareja de recién casados tiranizada por la parte masculina: un niño de mamá demasiado acostumbrado a no pedir ni permiso ni perdón.
¿Que se suceden las situaciones hilarantes? Por supuesto. Las derivadas de cualquier interludio vacacional en el que pasamos demasiado tiempo con quien ya conocemos de sobras, con quienes todavía no conocemos del todo o con el más insoportable de los seres humanos… nosotros mismos. El matrimonio más veterano tiene ya unos cuántos cadáveres en el armario: una infidelidad, el trabajo de ella convertido en coraza emocional, la rutina a manera de anestesia general. Mientras despliegan sin rubor todo el repertorio de tópicos del privilegio blanco, los hijos atraviesan como buenamente pueden este incomprensible periodo de extrañeza y odio sin destilar. El chaval se muere de ganas por encajar en algún lado, aunque para ello deberá de aparcar su mono tecnológico. La hermana -que no pierde de vista a esa compañera de estudios a la que se haya muy unida a su retorcida manera- capea el nihilismo y la hipocresía tirando de farmacopea imaginativa (empiezo a echar de menos algún retrato veraz de los millenials, más allá del consabido y manido “son unos politoxicómanos alelados y eremitas”).
Por el contrario, la joven pareja de tortolitos descubrirá inquietantes lagunas sobre su felicidad por decreto; a saber: él es un perfecto imbécil y ella lo descubre demasiado tarde. Entre unos y otros se mueve la millonaria solitaria y doliente, resultado quizás de varias décadas sin objetivo vital alguno.
Cada uno de estos núcleos de la otredad encuentra su némesis entre el staff del alojamiento. Alguien a quien amargar la vida, mayormente. Un nativo enamoradizo que forma parte de los espectáculos folcloristas con los que la dirección ameniza las cenas. Una terapeuta con discurso new age que parece querer absorber todas las malas vibraciones de su acomplejada y traumatizada (al estilo primer mundo) clientela. Y, cómo no, el gerente que se convertirá en obsesión / pasatiempo para el jovencísimo e insoportable marido.
Amaneceres irrepetibles, puestas de sol de ensueño. Sí, podría ser EL lugar. Pero no, ahí está el género humano para degradarlo todo con su estupidez congénita. Pero sobre todo, ahí está un realizador que tiene las ideas claras desde el comienzo: provocar un crescendo de iniquidad y bajeza moral partiendo de una dinámica de repetición y hastío. La omnipresente música local, una banda sonora en la que lo étnico se convierte en ritual premonitorio y amenazante. El romper de las olas contra las rocas que circundan las idílicas playas. Los largos pasillos hacia ninguna parte. Las suites temáticas, donde lo hortera -aunque sea con coartada de lujo- también se abre paso a golpe de estuco, palmeras y motivos arcaizantes. El “paraíso” es la excusa de este parque temático. La maldad humana, su manifestación y sentido de ser.
Algo que Mike White ya había ensayado en su anterior apuesta televisiva, la imprescindible Iluminada (2011-2013), en la que se reservaba el papel de Tyler, un informático tan introvertido como entrañable. La ingenua Laura Dern se creía con una misión en este mundo: denunciar a la multinacional a la que había dedicado sus mejores años para verse después relegada a un puesto sin responsabilidad alguna. La suya era una cruzada risible, pero por el camino le cambiaba la vida a un par o tres de personas (su madre, el jefe falócrata, el resto de personal sumiso). Era aquél un ensayo de revolución a pequeña escala, una fábula del “sí se puede” consciente en todo momento de la ridiculez de sus héroes.
En The White Lotus ya no hay ensueños ni fantasías de superación venciendo al Mal bajo cualesquiera de sus representaciones. Nadie se engaña al respecto: el resultado del paso de estos ricos con diversos grados de alienación por el archipiélago acaba siendo toda una metáfora del colonialismo, las nada invisibles barreras sociales y la forma en la que unas actitudes fundamentadas en la desigualdad… degeneran en perjuicios a muy corto plazo para los siervos -más o menos conscientes de su condición- que sustentan la liturgia del ocio exclusivo.
Muerte, delito y frustración. Esa es la marejada de unos días de asueto para unos pocos. La mala conciencia empuja a que otras delincan para deshacer “sus” entuertos, dotándoles de una oportunidad e instigándoles a obrar en contra de su propia naturaleza. La millonaria vacía e influenciable aparcará sus revelaciones espirituales fruto del masajeo cervical en cuanto una posibilidad de ligue la rescata de su estado obnubilado. Y el más detestable de los protagonistas -el genuino psicópata, aquél que realmente cree que el dinero lo sitúa en otra esfera moral- podrá vengarse sin consecuencias de quién él considera saboteador de su estancia soñada.
Desoladora resulta esa escena final en el aeropuerto, en la que la reconciliación de los recién casados solo significa la muerte intelectual de la mujer, dispuesta a quedar a merced de la contagiosa cretinez de quien dice estar dispuesto a sufragarle una existencia de silencio y adorno.
Por el contrario, la esperanza la encarna el joven rescatado de su ensimismamiento digital. La suya quizás sea una solución inmadura, casi de libro de Paulo Coelho. Pero oigan, cualquier cosa con tal de no volver a la pretendida “normalidad”, un camino asfaltado en dos direcciones donde le esperan poquísimas sorpresas.
Así termina este repaso a los siete pecados capitales (la soberbia de quien cree merecer todo lo bueno que le viene de serie, la gula del buffet libre, la avaricia de los que todavía quieren más a costa de quien sea, la ira que suscitan los comportamientos taimados, la lujuria del aburrimiento y la cama tamaño king size, la pereza de la laxitud sin fin y la envidia hacia esa amiga que seduce sin amedrentar). Podemos mostrarnos inmisericordes con esta troupe, pero haríamos bien en repasar alguna de las actitudes de las que nosotros mismos hacemos gala cuando algo no está a nuestro gusto, ya sea en “paraísos” de costa o en peregrinaciones anuales hacia un descanso que siempre acaba resultando tan efímero como agotador y molesto.