The walking dead III: simpatía por el Diablo
… y a la tercera fue la vencida: sí, The walking dead es ya nuestro serial ‘no future’ favorito. ¿El secreto? Cualquiera puede ser el siguiente, se acabaron los protagonismos absolutos.
Vale, esto no es ninguna novedad per se: las mejores muestras del subgénero zombie siempre se habían caracterizado por ese halo de fatalidad, de desastre inminente, de muerte azarosa. Estoy pensando en la canónica La noche de los muertos vivientes (1968), pero también en las piedras de toque que sustentan esta auténtica moda: 28 días después (2002), El amanecer de los muertos (2004), La tierra de los muertos vivientes (2005) o Dead set: muerte en directo (2008).
Tenemos a gente –cuánto mayor sea el grupo menos tardará en surgir el conflicto- reunida contra su voluntad y en espacios reducidos, búnkeres bien delimitados donde sólo cabe sentarse a esperar que… que algo falle, por supuesto. Puede ser una casa en las afueras, la periferia fortificada de lo que fue una gran urbe o el socorrido mall, donde aprovisionarse mientras se aguarda una muerte –nunca muy digna- en la azotea o las galerías de servicio. Entre medio ningún gran misterio será revelado; nunca se está siquiera cerca de obtener una cura, un remedio a este mal que se adivina definitivo.
El colapso de esta civilización industrial ha dejado de angustiarnos; diríase que se ha transformado en una alternativa más a contemplar con cierto… ¿alivio, anhelo mal disimulado? Nos fascina la inminencia de ese reseteado que nos permitiría volver a intentarlo partiendo de cero (a ver si esta vez lo hacemos mejor como especie). O terminar de una vez por todas, qué leches.
¿El día del juicio final presentado con socarronería pagana fin de siglo? Por si todavía alguien esperaba la resurrección de los seres queridos y la ascensión a los cielos de justos y piadosos, hete aquí que el abuelo ha vuelto con un único objetivo: devorar cerebros y desmembrar a familiares, conocidos o supervivientes torpes. La existencia de los zombies sería una broma final que haría carcajearse al mismísimo Nietzsche. Ni eterno retorno ni gaitas: el vacío triunfa, la nada se enseñorea de todo. La resurrección de nuestros muertos con propósitos caníbales negaría de facto la existencia de una vida eterna. Vamos, que no habría Papa bueno ni encíclica cortafuegos que enmendase el entuerto teológico.
Con este escenario apocalíptico de fondo a uno siempre le puede dar por intentar cosas, por añadirle una “intención” al desastre. Por ejemplo (y ya puestos): ejercer la crítica social. ¿Acaso La tierra de los muertos vivientes no era una subversión perversa de las reglas del género en la cuál los revividos pasaban a ser mayoría explotada –proletariado- a manos de unos oligarcas sin corazón?. O convertirlo todo en un socarrón ajuste de cuentas con el medio televisivo, como hizo Charlie Brooker en Dead set (los concursantes de Gran Hermano como únicos supervivientes de la hecatombe y sitiados por sus fans –ya de por sí lobotomizados-, transformados para la ocasión en cadáveres malolientes en pos de un último autógrafo en forma de mordisco).
Pero… ¿era necesario añadir más pirotecnia argumental a la situación en sí misma? El gran logro de The Walking Dead ha sido centrarse en lo evidente: no hay ningún futuro posible. Sus personajes han estado dos temporadas luchando contra el desánimo y las desavenencias internas para acabar llegando en esta tercera a una conclusión abiertamente nihilista: sólo importo yo y mí reducida circunstancia. No hay lugar para Quijotes, para hermanitas de la caridad ni para niños que no quieren crecer. No hay espacio para la inocencia cuando uno tiene que abrirse paso hacia la libertad –que aquí resulta ser un penitenciario- a golpe de machete, tiro en la cabeza y trepanación artesanal. La única posibilidad de supervivencia consiste en negar esa realidad que queda al otro lado de la alambrada (¿y acaso no es esta una máxima que aplicamos casi todos en nuestras vidas, sin necesidad de tener a muertos vivientes aguardando en el descansillo de la escalera?).
La primera y escasa entrega de The Walking Dead (seis míseros episodios) estuvo marcada por la huída de la gran ciudad, la representación por antonomasia de la civilitas. Un sheriff al que todavía le daba por lucir placa -y pistolón, el elemento disuasorio indispensable para hacer cumplir ciertas reglas en Norteamérica- capitaneaba un grupo acogotado y a remolque del líder. Moisés parecía tenerlo claro, hasta que se encontró con un científico desmoralizado que despejó cualquier género de duda: de esta la humanidad no sale, querido. ¿Te suicidas y te ahorras unas semanas más de sufrimiento o sigues engañando a tu mujer y haciéndole creer que sus hijos heredarán la tierra?
La segunda temporada pareció un homenaje a Georgia y al agro en general. Un patriarca coñazo, un rancho demasiado expuesto y la imperiosa necesidad de ser autosuficientes. Una utopía que hubiese hecho las delicias de Pol Pot, de no ser por la falta de un campo de “reeducación”. The Walking Dead sufrió un terrible atasco argumental que se prolongó media docena de capítulos y durante los cuales el espectador no hacía sino preguntarse: “pero… ¿va a pasar algo o qué?”. Una oportuna catarsis en el último episodio hizo limpieza de secundarios y actores invitados.
Llegamos así a esta notable, dura e inmisericorde tercera entrega. Dieciséis episodios con un excelente primer tramo –concluido con ese cliffhanger absoluto del duelo fratricida- y cierta elongación de un duelo –Sangri-La fascista vs. cárcel espartana- resuelto con bastante apresuramiento. Pero quedémonos con lo bueno.
A una serie de enjundia se le debe de exigir cierta evolución de sus protagonistas. Que aquello tan terrible que les ocurre los marque, que modifique su visión del mundo. Rick ya no es aquél agente del orden dispuesto a llevar la ley allí donde sólo reina la anarquía. Qué va. Es un hombre roto, con miedo, incapaz de seguir tomando decisiones en solitario. Su principal preocupación es intentar que su hijo Carl no termine de deshumanizarse del todo. Aunque el chico no haga sino aplicar parte de sus ambiguas enseñanzas.
Andrea ha sido esta temporada el nexo de unión entre dos estados enfrentados, correo del zar dispuesta a entender las razones de unos y de otros. El reinado podrido a la danesa (comandando por ese “gobernador”, un malo contradictorio al principio devenido en psicópata absoluto hacia el final de la función) y el depresivo correccional donde se recuerda obsesivamente a los que ya no están. Su sublime ingenuidad fenece con el propio personaje: el rencor es más fuerte que cualquier iniciativa pacifista.
Hershel tuvo que perder una pierna para ser consciente de su condición de mortal. Se acabaron los enfoques éticos ridículos que congelaban la capacidad de acción del grupo. Se hará lo que se tenga que hacer. Case o no con los versículos de la Biblia.
Daryl (el de la ballesta, para más señas) también ha tenido que recorrer un largo camino hasta llegar a ser, básicamente, buena gente. El más desabrido de los supervivientes se ha convertido en la mano derecha de Rick, un tipo meticuloso que hace lo que sea necesario para salvaguardar a la manada. Aunque fuese incapaz de reconocerlo antes de asistir al desinteresado sacrificio de su embrutecido hermano.
La relación más azucarada y prescindible sigue siendo la de Glenn (el asiático pardillo que siempre se presenta voluntario a las incursiones cainitas) y Maggie, la hija más macizorra de Hershel. ¿Por qué no terminan de encajar en esta tropa? A simple vista la explicación está clara: porque son felices. Y eso, en The walking dead se paga caro.
Y es que la mejor historia de amor (no consumada) de esta oda al bocado y las vísceras desperdigadas en cunetas es la que protagonizan Daryl y Carol. Sí, aquella Carol que en la primera temporada se dejaba violentar por un marido gañán. La que en la segunda vio salir del granero a una hija que había dejado de ser vegetariana para los restos. El personaje con más motivos para el trauma irreversible se merece una love story con el cupido ensarta cráneos. Al tiempo.
En ese sentido, quizás el capítulo más redondo de este 2013 haya sido el duodécimo. En apariencia, podría parecer de puro relleno: tres personajes (padre, hijo y Michonne, la de la katana con cara de Bud Spencer) vuelven al pueblo donde los dos primeros vivían con Lori en plan familia feliz (el paraíso perdido de antes de la plaga). Y van en pos de algo muy valioso: recuerdos. Carl se conformaría con una foto de su madre colgada de una de las paredes del pub, Rick se contentaría con devolverle la esperanza al hombre que le salvó la vida y que ahora es presa de una paranoia que no distingue entre humanos y caminantes.
El prólogo del episodio nos presenta al trío circulando por la habitual ruta amenazante. En estas, y como si de un fin de semana de los de antes se tratara, un mochilero aparece en lontananza, pidiéndoles ayuda. En otro tiempo quizás hubiese dado pie a un debate sobre lo que está bien y lo que está mal. En esta tercera temporada, no: se aprieta el acelerador y se le deja atrás.
Horas después, cuando vuelven por la misma carretera, encuentran lo que queda de su cadáver. Algo ha pasado durante su aventura en aquél lugar que una vez llamaron “hogar”. Algo que posiblemente les hubiese hecho parar y socorrerlo, de haberlo hallado con vida. El vehículo avanza. No, el vehículo recula. Una puerta se abre y rescata la mochila del desdichado, dejando la compasión aparcada para mejor ocasión.
The Walking Dead –más allá de debates estériles sobre la fidelidad al referente dibujado- ha ganado enteros al dejar atrás disquisiciones espurias al estilo de El señor de las moscas y convertirse en un remix de acción y desespero. Cambien a los radicales islámicos por zombies y tendrán un 24 con latas de conserva. Ah, y con otra salvedad importante: al final del día nadie se hace ilusiones de haber podido salvar al mundo (¿no sería magnífico ese plano final de Jack Bauer tendido en el suelo y con su cerebelo sirviéndole de tentempié a algún líder zombificado de Al-Qaeda?).
Quizás por eso nos resulte tan atractivo el concepto. En estos tiempos convulsos, por qué no identificarse con un puñado de hombres, mujeres y niños que vagan por carreteras secundarias, violentan casas abandonadas y utilizan el autoservicio en los supermercados sin necesidad de tirar de tarjeta de crédito. Más de uno lo comparará con su situación actual y pensará: “joder, pues tan mal no pinta…”
¡Que impere el caos!