Suzanne Valadon. La forja de un estilo

Los conoció a casi todos, intimó con algunos (me temo que no siempre habría consentimiento de por medio) y terminó eligiendo el oficio de aquellos para los que posaba. Me refiero a artistas adscritos al impresionismo o alrededores, me refiero a su musa redundante y futura intérprete de su legado: Suzanne Valadon.

La exposición antológica que podéis ver hasta el 1 de septiembre de 2024 en el MNAC de Barcelona titulada “Suzanne Valadon. Una epopeya moderna” pretende aquello que resulta evidente con la mera contemplación de su obra: poner en valor un trabajo que bebió de mil fuentes y terminó hallando -tanto en lo profesional como en lo vital- un cauce de expresión propio, desafiante, incluso inédito en el marco del arte practicado hasta aquél entonces por mujeres.

Nace la Valadon allá por 1865 y no, nada hace pensar que vaya a poder sobrevivir a sus orígenes misérrimos, al encadenado de oficios que aseguran la carestía a perpetuidad y una buhardilla -eso sí- puerta con puerta con lo más granado de la bohemia local e internacional (¡lo que nos podría haber contado esta mujer de la gentrificación!). Y es que la Valadon aterriza en el barrio donde todo estaba ocurriendo, a pocos metros del Moulin Rouge… Montmartre, por donde pululaba el quién es quién de las vanguardias europeas (habidas y por haber).

Trapecista de circo antes de convertirse en la top model indiscutible del momento, su cuerpo fue inmortalizado -incluso deconstruido- hasta la saciedad. ¿Faltó alguno en la lista? Puvis de Chavannes, Degas, Renoir… se la rifaban algunos de los más veteranos, lo que le dio la idea a Toulouse-Lautrec (también, también él la retrató) de que se cambiase el nombre por el de Susana, la joven bañista acosada por vejestorios que da para parábola bíblica (partiendo, quizás, de algún mito griego). Marie-Clémentine muere para el mundo y nace una Suzanne a la que siempre le había gustado dibujar, pero nunca se imaginó haciendo de ello su principal medio de subsistencia.

Las primeras obras de Valadon -por aquél entonces bajo la tutela de Degas- beben de los motivos preferidos de este: tocadores, bañeras tras el biombo, toallas haciendo equilibrios sobre la anatomía femenina, danzarinas contorsionadas. Pero aquí el trazo mimético es utilizado para retratar su intimidad: en este caso la que comparte con su hijo, fruto de una relación con el polifacético Miquel Utrillo, que por muy hombre de mundo que fuese tardaría siete años en reconocer a su vástago.

La vida privada de Suzanne Valadon daría para varias series de televisión y una trilogía cinematográfica. Encontró cierta estabilidad junto a una pareja más joven que ella y tiró para delante de una familia escasa (su propia madre y su hijo). Pero antes habían pasado muchas cosas: un embarazo con apenas 18 años, un matrimonio que solo fue próspero en lo económico (él era corredor de bolsa), el intento por hacerse un nombre en territorio exclusivo de hombres consagrados…

A André Utter, amigo de su hijo y su relación más duradera, le sacaba 20 años de diferencia. Tiene una importancia bastante relativa en esta historia -como casi todos los hombres que buscaron su compañía por razones más o menos mendaces-: lo retrató desnudo junto a ella en una composición posteriormente censurada que pasa por ser uno de los primeros falos pintados por mujer en la historia del arte. Se casó con él cuando estaba a punto de llegar al medio siglo; conoció el lujo -todo hay que decirlo: a expensas del trabajo de su hijo, que empezaba a petarlo también en el mundillo artístico-, la infidelidad y la paz del campo… o algo parecido.

Dejando de banda sus avatares personales (a los que no daríamos tanta importancia si fuese hombre, tú lo sabes y yo lo sé), los años 20 del pasado siglo son los de la eclosión de su estilo tras la asimilación de diversas técnicas aprendidas a base de observación y mucha, mucha curiosidad. Su rango de intereses se amplía: retrata a los más cercanos y abundan las naturalezas muertas, sí, pero también se interesa por un tema que le afectaba tan directamente como el desnudo femenino. Y lo aborda desde preceptos monumentales, despojando a las odaliscas ingresianas de su sensualidad orientalista y presentándonos mujeres -solas o en compañía de otras- que se gustan, se solazan y se sienten genuinamente cómodas ante esos pinceles empuñados por una igual. En sus desnudos yo veo ecos (e intuiciones) que la acercan a Egon Schielle, Pablo Picasso -presente en su entierro, acaecido un año después de que pintase su Guernica- o el posterior Lucian Freud…

Hija de lavandera viuda, madre de pintor que la superaría en fama, autodidacta recalcitrante, excéntrica, superviviente. Cuando uno se planta frente a su La habitación azul (que acaba de sobrepasar el siglo de existencia) ve aquello que apreciaba en sí misma y en sus modelos: seguridad, naturalidad más allá de los cánones y esa sensación de que esa mujer bien acompañada (tabaco, dos libros) está tarareando el A quién le importa de Alaska y Dinarama (¿qué pasa? Me van los anacronismos).

El que se conozca -ya no digo valore- el nombre y la obra de Valadon es un triple milagro: mujer, pobre en sus orígenes, anticonvencional en su madurez. La bibliografía al uso no logró lapidarla y emerge ahora libre de muletillas feministas, con un único calificativo posible para describir su búsqueda: ¡artista!

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