‘Ready Player One’, de Steven Spielberg. La catedral del cine de entretenimiento
“Entretener” quizás sea la kriptonita de la crítica cinematográfica. Ese concepto que debilita cualquier voluntad de análisis, el que nos hace bajar los brazos, sonreír con deleite, cerrar la libreta y recordarnos qué fue lo que nos atrajo en primera instancia del arte cinematográfico (¿o acaso se puede cultivar una pasión con el mero concurso de la razón? ¿De verdad queréis que me crea que fue Ingmar Bergman el que os metió en esto?).
“Entretener”, también, como sinónimo peyorativo de inane, de intrascendente. Es lo mínimo que algunos le piden al cine y, para otros, lo máximo a lo que pueden aspirar determinados realizadores. Lo que para algunos es un piropo, para otros hace las veces de insulto.
Pero es que atendamos a la propia definición de este verbo fatídico. En su primera acepción se habla de “hacer pasar el tiempo de manera agradable”. Casi nada. ¿En qué compañía –orgánica o cosificada- podéis presumir de tamaño logro? ¿Y por qué, sin embargo, esta explicación funciona para algunos como antónimo del verdadero arte?
Y esperaos, porque la segunda acepción es mucho más directa, mucho más cruel. “Hacer perder el tiempo de una persona ocupando su atención e impidiendo la realización o continuación de una acción”. Atención: aquí el entretenimiento ya no tiene nada de “agradable”, sino de tristeza culpable post-onanista. No te ha hecho “pasar” el tiempo, sino “perderlo”. Y te ha impedido llevar a la práctica lo que verdaderamente importa; esa “acción” que el entretenimiento interrumpe de manera abrupta.
De acuerdo: fin del prólogo. Estoy hablando de Steven Spielberg, estoy hablando de entretenimiento. Entretenimiento consciente, autoasumido. Entretenimiento con mayúsculas. Y concretamente, de su última película: la magistral –también desde un punto de vista artístico, si son necesarias tales distinciones- Ready Player One.
¿Y por qué magistral? ¿Por regalar dos horas y pico de purita evasión con los habituales excesos sentimentales? Pues sí. Por eso y por haber compuesto una oda a la cultura popular (a la pérdida del tiempo, dirán algunos), a la huída hacia esos no-lugares que nos deparará el futuro y nos brinda ya –en temible fast forward– el presente.
Cuando aborda la ciencia ficción Spielberg acostumbra a plantear escenarios altamente deprimentes, casi distópicos. La buenista llegada de aliens de Encuentros en la tercera fase (1977) era durante dos tercios de su metraje casi el retrato clínico de una obsesión: ¿estaba el protagonista en sus cabales? ¿Qué hubiese ocurrido si su búsqueda hubiese fracasado, habiendo echado por la borda las seguridades de la clase media? Lo mismo podría aplicarse al Elliott de E.T., el extraterrestre (1982): ¿y si los adultos no hubiesen visto con sus propios ojos para creer? ¿Y si el paria naif y crédulo no hubiese logrado salir de su habitación? ¿Y si su criatura con morriña y obsesión telefónica hubiese acabado en el congelador, en el quinto subnivel de alguna instalación gubernamental supersecreta?
A.I. (Inteligencia artificial) (2001) no se quedaba a la zaga: ¿qué me decís de la búsqueda de la figura materna por parte de un robot desamparado y condenado a la eternidad? Minority Report (2002), más allá de la trama criminal, se regodeaba en el bombardeo inmisericorde y precognitivo al que era sometido una humanidad sin espacio para la improvisación (¿y si el asesinato pudiese entenderse como la última forma de ejercer el libre albedrío?). Por último, no os olvidéis de su versión de La guerra de los mundos (2005): los mejores momentos eran los más desesperanzados, con encierro incluido junto a tipos inquietantes que parecían llevar toda una vida preparándose para el fin del mundo.
Ready Player One vuelve a ser inmisericorde en su anticipación futurista. Pasado mañana, estaremos sin estar. El símbolo por antonomasia de la marginalidad made in U.S.A. (el parque de caravanas con abono semanal) se vertebrará de manera horizontal, rascacielos de autistas en pos del sueño: ese pelotazo que les permitirá abandonar su condición de proletariado jugador.
El juego como esclavitud: para los más, una obligación (una inversión irrecuperable). Para los menos, un placer en sí mismo (de no ser porque esa sensación de plenitud a través del avatar es a costa de la realidad misma). Un pope visionario les regaló la felicidad de mentirijillas (que aquí se llama Oasis), el escenario en el que perderse a cambio de una recompensa fabulosa, santo grial del gamer desprejuiciado: ser el propietario del Nuevo Mundo. Un asocial genialoide es el culpable de haber programado el pasatiempo perfecto, novelando su propia (y entendemos que bastante insustancial) vida y mitificándola a través de dioramas en 3-D, épica infantil y frustración adolescente sostenida más allá de la etapa adulta. Millones de datos ridículos convertidos en materia de estudio.
¿Cómo es posible que Spielberg vuelva a lograr que olvidemos ese punto de partida cochambroso y desesperanzador y nos contagie las ganas de jugar, de ser uno más de esa horda caótica y desnortada? De customizarnos nuestra apariencia, nuestro vehículo, dotarnos de un background conmovedor, misterioso, sórdido. Sentir lo que ya nos hemos olvidado de sentir en la vida real. Y acumular armas, hechizos o pistas; colaborar o ir por libre, enamorarnos sin dejar de defender el personaje que nos hemos creado. Ese que ya no nos recuerda en nada a nosotros mismos. ¿Por fortuna o por desgracia?
Spielberg, como el fundador de Oasis, nos regala los sentidos con una inagotable cascada de referencias a nuestro bagaje emocional, que equipara sin pudor al bagaje cultural. Nos dice que no perdimos el tiempo, que tras las tardes frente al Atari (en mi caso el MSX, en el tuyo el Spectrum o el Commodore 64), tras las decenas de capítulos consumidos de tu anime favorito, las múltiples revisiones de tu película de cabecera, la colección de figuritas, los cómics escondidos debajo de la cama, los pósters, el tablero de juego, las gemelas de El resplandor, los dados de doce caras, los multiuniversos ajenos, los cromos de Regreso al futuro, los laberintos en los que te perdías aún sabiendo perfectamente cuál era la salida… tras todo aquello, glorioso idiota, se escondía un secreto con forma de huevo. Que la acumulación de aconteceres intrascendentes puede acabar siendo el sentido de la vida, casi a la manera de los Monty Python pero con gafas de realidad virtual.
Conclusión tramposa, por supuesto. Miras el reloj y la tarde se te ha ido tratando de alcanzar el cáliz situado en lo alto de un pináculo hasta el que no sabes como llegar, franqueado como está por una bestia parda con demasiados puntos de vida. Ready Player One termina y resulta que la moraleja es dejar de jugar, cuando el demiurgo nos había convencido de que la realidad no importaba, que no había nada como zambullirse en lo falso.
Pero yo sigo empeñado en encontrarle conclusiones deprimentes a su cine. Porque más allá de los nuevos héroes capitalistas con loft exclusivo… ¿qué será de esa humanidad frustrada, despertando por fin de la atractiva pesadilla pixelada y descubriéndose en el centro exacto de un círculo de mierda?