Paul Schrader, filmografía reciente. Noches de whisky, diarios y plegarias desoídas
“Si solamente pudiera rezar”. Reverendo Ernst Toller
Quién nos iba a decir a nosotros que el director de Hardcore (1978), Mishima: A Life in Four Chapters (1985) o Affliction (1997) acabaría teniendo una despampanante segunda juventud pasada ya la edad de jubilación. En sus últimos 15 años de vida este dispensador de penitencias cinematográficas ha rodado un total de 7 films (algunos más bien flojos, pero todos con algún momento fascinante, hipnótico, revelador) y son concretamente sus producciones más recientes -de las que por supuesto, también firma el guion- las que se pueden contar entre lo más estimulante que ha aportado el cine norteamericano contemporáneo.
Podríamos empezar diciendo que atrás quedaron sus personajes heridos y necesitados de redención, pero es que… no, qué va: mentiríamos. Existe una continuidad innegable entre aquel Robert Mitchum en pleno aprendizaje de códigos ajenos de Yakuza (Sydney Pollack, 1975) o el Robert de Niro justiciero y perdidísimo de Taxi Driver (Martin Scorsese, 1976) y este ministro protestante, este tahúr de Abu Ghraib, este horticultor sublime. El dolor, las segundas oportunidades, la pena poetizada y, en suma, un romanticismo muy de polla vieja (como mayor de 40 años me llega, ¡qué le voy a hacer!) que posiblemente cause algún que otro sonrojo (o incluso indignación presuntamente ética, que estamos en la era del paroxismo) entre las nuevas generaciones.
En First Reformed (2017), la cinta que inicia este ciclo, persistía la necesidad intacta (e ingenua, para qué negarlo) de ayudar, incluso a aquellos que ya han tomado decisiones definitivas sobre cómo acabar sus días. La fe -o la simulación de que todavía se tiene, de que todavía se cree- lleva a Ethan Hawke a tomar medidas desesperadas… pero que para él poseen un extraño sentido.
Para Schrader las decisiones personales extremas -estén o no de acuerdo con la letra pequeña de la religión que uno dice profesar- son fundamentales para caracterizar a unos hombres que hasta ese momento apenas se comportaban como tales. Callados, macilentos, oscos, reconcentrados en su pasado traumático. Hasta este reverendo suyo es en realidad un hombre de acción aparentemente retirado, que consigna en sus diarios etílicos la progresiva degradación de la comunidad que dice representar.
El código. Ya sea militar, ecuménico o meramente grupal. Uno lo sigue a rajatabla, uno -como el protagonista de First Reformed– hasta es capaz de sacrificar a su propio hijo con tal de cumplir con los designios de no se sabe muy bien qué poder supraterrenal. Paralelismos bíblicos al margen -se podría reescribir el Libro solo con las parábolas, admoniciones y encíclicas hechas guion de Paul-, el héroe empecinado acostumbra a estar equivocado, a ser irrecuperable para la vida en sociedad. La única diferencia es la autoconciencia de este hecho: asistiremos en riguroso directo al instante preciso en el que lo sabe.
Y la causa justa, cómo no. Porque si uno persevera lo suficiente, acabará encontrando una hermosa razón para inmolarse, ya sea por una prostituta menor de edad, por una hija perdida en el submundo de la industria del porno o en honor a la memoria de un sindicalista muerto en extrañas circunstancias. El ideal, de hecho, es muy nipón -omnipresente este país en una filmografía plagada de ronins que saben perfectamente bajo qué tatami del comedor escondieron la katana-. Nuestro hombre de negro elegirá una tropelía medioambiental (un motivo como cualquier otro) como desencadenante de su seppuku público… con la secreta intención -como todos los suicidas “morales” de este y del pasado siglo en Japón- de aleccionar a su congregación sobre el camino recto, mostrándoles la miseria espiritual en la que se hayan sumidos.
En toda película de Schrader hay unas reglas autoimpuestas. Una especie de voto de castidad que el protagonista se obliga a cumplir, con la intención de purgar vaya usted a saber qué barrabasada de su pasado. Pronto podremos hacer paralelismos con la vida propia, porque no se trata de lo “extremadas” que hayan sido las experiencias. Se trata del acumulado, del “debo”, de las ganas de darle sentido a lo que, desde bien pequeños, empezamos a sospechar que no lo tiene.
El pasado taleguero es también un lugar común. No acostumbra a tener connotaciones negativas: en El contador de cartas (2021), de hecho, el protagonista aprovecha su estancia en una cárcel militar para perfeccionar su arte nemotécnico, el mismo que ha de llevarle a ser un (discreto) frecuentador de casinos.
Todo un personaje este Oscar. Por supuesto que vuelve a tirar de diario escrito a medianoche -¿el equivalente más cinematográfico a la confesión católica?- y a enamorarse de la primera mujer con la que realmente cruza más de tres frases seguidas. Y a encontrar una razón para ejercer su tan poco edificante oficio: sacar del arroyo a un chaval, heredero oficial del trauma paterno.
La disfuncionalidad es aquí normalidad: el código es no dejarse ver, la causa justa es devolver a un chico a la universidad y frustrar sus pulsiones vengativas. Sublime ingenuidad. El propósito termina quebrando en una de las escenas más terribles de toda la filmografía de Schrader: la de la amenaza (bastante real) de tortura en la habitación del motel como medio para obtener… ¿la propia redención?
No, Oscar es un personaje tocado, sin posibilidad alguna de sanación. El chico sobre el que vierte sus anhelos de reconstrucción lo entiende rápidamente, incumple su promesa obtenida bajo coacción y carga contra quien les hizo así, contra el Lucifer a sueldo del Estado que les reventó el cerebro y les secó el alma.
El maestro jardinero (2022) -hasta la fecha, última estación del vía crucis schraderiano-, nos devuelve al -aparentemente- sitio seguro; ese refugio en el cual se lame sus heridas alguien que tiene la certeza de merecer la muerte. Las cuatro paredes de una iglesia, los pasillos de hoteles donde nadie descansa o, aquí, un jardín imposible con aires de bastión sudista en territorio hostil. La propietaria -por sus palabras, por sus hechos- no se nos antoja una persona especialmente tolerante; acostumbrada al privilegio, hay un sentimiento de casta y un racismo soterrado que quizás encuentre su mejor representación en esas plantas y flores que cultiva por su excepcionalidad, para deslumbrar anualmente a la misma élite alienada.
No nos hacen falta flashbacks para saber que nuestro rudo podador, nuestro botánico autodidacta, es en realidad una flor de otro mundo. Viene de donde se pone el sol, de las tierras del western moderno, primo hermano de otros antihéroes marcados por el ejercicio de la crueldad. Pienso en los protagonistas esquizoides de Una historia violenta (David Cronenberg, 2005) o Gran Torino (Clint Eastwood, 2008), víctimas del oficio de las armas a cuenta de la patria o de alguna organización delictiva de relumbrón.
Amoldarse no significa abandonar el código. Uno puede acabar siendo el gigoló de una heredera celosa de sus propiedades (y para ella lo es también cualquiera que las habite) o ejerciendo de mentor de jóvenes que coquetean con la marginación. Puede aparentar ser muchas cosas, pero llegado el momento… hará lo que haga falta en aras del perdón definitivo de sus pecados.
Y lo que Narvel Roth tiene que hacerse perdonar lo lleva tatuado en la piel (textualmente). Su vergüenza, su ignominia, no le permite desnudarse más que ante mujeres a las que les despierte cierta simpatía su apología del odio en tinta indeleble. Solo le queda aguardar -como buen católico irredento- el milagro.
Es así como se materializa la solución nihilista -¿acaso está tan alejada la creencia ciega en algo de la negación absoluta de toda trascendencia?-, la machada inútil, la última función organizada a mayor gloria de uno mismo por un ¿héroe? que igual merecería una medalla que el internamiento en una institución psiquiátrica. El cura activista y el barajador compulsivo abrazan el martirio, quizás porque en el fondo se saben incapaces de abandonar sus cárceles místicas.
Solo en El maestro jardinero termina triunfando -¿quién sabe durante cuánto tiempo?- la luz. El vaquero se ha cansado de caminar con parsimonia hacia el escenario de su último duelo, de cabalgar hacia atardeceres remingtonianos, de renunciar a mujeres que lo idolatrarán hasta el final de sus días (todo esto, pobre infeliz, ocurre solo en su cabeza).
El Hogar fordiano está aquí, detrás de la rosaleda y de los nenúfares. El paraíso perdido fugazmente recobrado.