Oscars 2023. El eclecticismo mal entendido

El día de la infamia cae este año en 12 de marzo (ya sabéis: la madrugada del domingo al lunes… ¿qué cinéfilo no pasó alguna noche en blanco cuando tenía sentido tener favoritos?). Esa triste mañana, ahora, en la que los premios concedidos nos volverán a hacer recordar el por qué dejaron de importarnos.

Nada menos que diez son las cintas que andan nominadas este año a mejor película. El criterio es la falta de criterio: los oscars hace tiempo que se escriben en minúsculas, convertidos en una tómbola donde hasta lo más aberrante opta a todo. Premios de consolación para subproductos que se han portado muy bien en taquilla, espaldarazos a reminiscencias de una Industria desnortada. Casi todo el cine que no recordaremos en dos semanas y sí, alguna joyita perdida en un bosque de sandeces.

A los hechos me remito: en los últimos 15 años han triunfado en esta categoría cosas como Slumdog Millionaire (2008), El discurso del rey (2010), El artista (2011), Argo (2012), 12 años de esclavitud (2013), La forma del agua (2017), Green Book (2018), Nomadland (2020) o CODA (2021). Cine insignificante, redundante, angustiantemente amable hasta en su supuesta transgresión, nacido viejo antes incluso de estrenarse. 

Lo malo de disparar a todo lo que se mueve (de querer cubrir el espectro más amplio posible de “gustos” cinematográficos) es que el espectador puede acabar teniendo la sensación de que todo importa igual, de que todo tiene el mismo peso específico. Menudo abanico: tragicomedias existencialistas en la Irlanda recién independizada, epopeyas interminables en el país del azul Klein, el autohomenaje de Spielberg, el autohomenaje de Tom Cruise, la bizarrada supuestamente cool que ganó Cannes, la película asiática esa rara donde pasan muchas cosas y parece hasta original (siempre en comparación con el mainstream), Elvis contado por el director de Moulin Rouge, una de guerra gentileza del enemigo-amado del streaming, la caída en desgracia de una depredadora y concertista genial… no, oigan, yo tampoco entiendo nada. That’s Hollwood (now)!

Por partes. Si ganase Top Gun: Maverick (Joseph Kosinski) o Avatar: el sentido del agua (James Cameron), unos cuántos ángeles perderían sus alas. No abundaremos en las razones. Si todavía lo han logrado, continúen evitándolas. La una apenas funciona como ejercicio de nostalgia ochentera, la otra como fábula eco-coñazo con la que dormir a niños catatónicos a consecuencia del bombardeo 3D. Rescátenlas de aquí a 20 años, cuando el tedio o la falta de expectativas vitales les conduzca al callejón sin salida de tener que elegir entre el machito de los turborreactores y el mundo feliz post-new age.

Continuemos la criba que impondría la lógica, de haberla. El triángulo de la tristeza (Ruben Östlund) demuestra que el rigor es una consideración accesoria: ¿acaso hay algo más kitsch que ver a unos millonarios nominando una peli de millonarios execrables supuestamente ridiculizados por un sueco destroyer? Hay sal gorda y vomitonas, así que decir que a uno le ha gustado puede incluso venderse como un posicionamiento en contra de lo políticamente correcto. Como gusten. En lo cinematográfico, estamos ante un producto vocero, zafio y olvidable.

La victoria de la sesuda, inteligente y por lo tanto inmediatamente descartable Tár (Todd Field) sería un alegrón para la gente de bien y para los directivos de la Deutsche Grammophon, pero… no ocurrirá. Puede pasar por pedante, por ambigua, por perversa ironía sobre un tema que hoy por hoy no parece poder albergar siquiera “espacios seguros” para el debate. La protagonista (brillante en lo profesional hasta decir basta) emplea su posición de poder para beneficiarse a jóvenes aspirantes y entregadas meritorias. Recibirá su merecido, sí, pero el detonante de su cancelación resulta ser un episodio harto polémico con un estudiante woke… hasta ahí puedo leer.

Sin novedad en el frente (Edward Berger) es otra (buena) muestra de cine antibélico, el único cine bélico tolerable en nuestros días. Aun siendo alemana, tiene todos los tics de aquél Gran Cine que antaño sabía hacer Hollywood y que ahora… encarga Netflix. Difícil que triunfe, máxime cuando no lo hicieron en su momento las excelentes Historia de un matrimonio (2019) o El poder del perro (2021), por la sencilla razón de que aquí no se premia el talento, sino el ahínco con el que se hace proselitismo.

La tripleta favorita la conforman Todo a la vez en todas partes (Dan Kwan, Daniel Scheinert), Almas en pena en Inisherin (Martin McDonagh) y Los Fabelman (Steven Spielberg). Ninguna de las tres es ni remotamente extraordinaria, pero juntas describen los límites exactos entre los que se mueve el gusto cinematográfico de los señores académicos.

Cada año hay una docena de cosas bastante más interesantes que Todo a la vez en todas partes en el mismísimo festival de Sitges. Pero oye, esta les debe de haber parecido tope radical y muy loca (que lo es: la sorpresa se mantiene y hasta se disfruta durante los primeros tres cuartos de hora). Lástima que la idea termine en un infladísimo bucle que desemboca en un final feliz con más moralina que las enseñanzas de Confucio. Sintomático: un producto discreto se lleva un porrón de nominaciones por la sencilla razón de que para muchos… habrá sido el perro verde de su muy convencional temporada cinematográfica.

Almas en pena en Inisherin juega a la extrañeza y al desencuentro entre dos lugareños (antaño amigos inseparables) para levantar una parábola nada amable sobre la Humanidad, la búsqueda de una falsa trascendencia y la necesidad de inventarnos adversarios. A algunos les puede parecer demasiado críptica, a otros demasiado obvia. A quién escribe estas líneas le convenció ese tono socarrón entre peli irlandesa de John Ford y fuga surrealista, con festival de automutilaciones incluido.

Concluyo así que los premios gordos -en un mundo perfecto: el que comulgase con mis gustos, qué demonios- deberían de repartirse entre esta y Los Fabelman, el testamento-confesión de Steven Spielberg. Sí, le vemos todos los ‘peros’: sensiblona, pagada de sí misma y con algo de libro de autoayuda para adolescentes acneicos que van por la vida de filmmakers totales. Pero también es un catálogo de debilidades, una terapia con el único grupo que siempre ha frecuentado el realizador de Cincinnati (su público) y una reivindicación de la sala cinematográfica como espacio abierto a la admiración simplona y la aceptación de la incerteza.

Spielberg siempre ha buscado maravillar como él se maravilló de niño y lo ingenuo y poco sofisticado de esta confesión nos hacen respetar todavía más esta anécdota sublimada o esta épica nadería construida alrededor de su prehistoria. Un brindis en el que él pone las copas y hasta el vino cultivado en sus propias vides. A cambio sólo pide lo de siempre: otro aplauso.

Como no hay quiniela de los oscars que valga la pena sin enumeración de odios y fobias, decir que me parecería un atropello a la razón que ganase como mejor actor el masoquista exhibicionista conocido como Brendan Fraser por esa cosa tan fea titulada La ballena (The Whale), del otrora director de culto Darren Aronofsky. Por el contrario, sería un milagro encantador que el galardón recayese en Paul Mescal por la -esta sí- fabulosa y honesta Aftersun de Charlotte Wells. 

Como mejor película extranjera (ahora la llaman “internacional”, ellos siempre tan inclusivos) la cosa estará entre Argentina, 1985 (Santiago Mitre) y Sin novedad en el frente. Mi corazón está con The Quiet Girl (Colm Bairéad), una demostración pasmosa de detallismo y sencillez que logra sonsacarle al espectador… genuina emoción. 

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