‘Onoda, 10.000 noches en la jungla’ (Arthur Harari, 2022). Más allá del honor, más acá del absurdo

Japón, tierra de imposibles y de obligaciones, cuenta con una amplia nómina de personajes sacrificados en aras del sueño imperial(ista). Desde finales de los años veinte del siglo pasado el neo-nacionalismo con refrendo divino (tenían el lujo de contar hasta con una religión que nunca pretendió ser exportada: el sintoísmo) se las ingenió para secuestrar voluntades y pervertir ideales. Y así fue como Asia conoció su propia versión de un invento muy europeo: el fascismo.

En aquél marco de fidelidades inquebrantables (lealtad al Emperador, pero sobre todo a quienes agitaban su figura a manera de hipnótico polichinela), centenares de miles de hombres fueron enrolados en una guerra de agresión a lo largo y ancho del Pacífico. Con Pearl Harbor como pistoletazo de salida, 1942 fue el año del terror nipón: katana en ristre y sin ningún respeto por las leyes internacionales en materia de prisioneros de guerra, se sucedieron las conquistas: Birmania, Malasia, Borneo, las indias orientales neerlandesas, Filipinas…

El resto es historia, así que dejadme que me marque una elipsis de tres años y me sitúe en el mes de septiembre del 45. Lo “insoportable” había ocurrido y debía de ser “soportado”: Japón se rendía incondicionalmente y los súbditos de aquél memo sin castigo llamado Hirohito pudieron escuchar por primera vez en un par de milenios la voz del ocupante del trono del crisantemo. Sorpresa, desolación y mucha, mucha negación.

A los suicidios en masa se sumó otro fenómeno made in Japan: el de los excombatientes que se negaron a dar por finalizada la contienda y se refugiaron en la espesura de aquellas impenetrables selvas en las que habían combatido contra alianzas extranjeras y, ahora, población local. Onoda, Hiro Onoda, fue uno de tantos.

30 años se pasó este militar japonés de oscuro pasado en las Filipinas, hasta su “rendición” en 1974. Llegó a la isla de Lubang con órdenes bien claras, cuando ya la guerra estaba perdida sin remisión. Y para su desgracia, con un mantra al que le fue imposible renunciar: no rendirse, no suicidarse (una socorrida solución que le hubiese ahorrado tres décadas de ensimismamiento y embotamiento mental).

El filme de Harari condensa en tres horas este periplo incomprensible, esta genuina conquista de lo inútil. Desde su desembarco y su intento por vertebrar una resistencia imposible al avance estadounidense, hasta su convivencia con otros soldados montaraces y su encuentro final con el estudiante Norio Suzuki, todo un personaje que también merecería una película un día de estos.

¿Cómo no sentir lástima por el tal Onoda? Con un ritmo pausado pero expectante (parece que nuestros últimos de Filipinas se hallen en continua amenaza, cuando en realidad son ellos el peligro), la odisea se vive con estupor y conmiseración. La realidad, con todo, hubiese permitido sumir a Onoda en una neblina de estimulantes grises: durante aquellos 30 años mató a más de dos docenas de campesinos y a su vuelta mostró públicamente su disgusto por la “pérdida de valores tradicionales “ en su amado Japón (lo cuál recuerda mucho al discurso que manejó Yukio Mishima durante los años 50-60, culminando en aquél suicidio ritual con aires de coup-show ocurrido cuatro años antes de la vuelta de este otro personaje… al que hubiese admirado sin duda alguna).

En fin, que Hiro Onoda (muerto hace apenas una década) acabó por convertirse en un verdadero héroe nacional por demostrar la más japonesa de las (supuestas) virtudes: resiliencia. Que muchas veces me pregunto si no será el eufemismo que se utiliza por aquellas tierras para definir el masoquismo y la capacidad infinita para infligirse dolor en beneficio de un bien común improbable cuando no inexistente.

Cine aferrado a un supuesto clasicismo legitimador, a una linealidad apenas alterada por esa dosificación del desenlace (el encuentro con su compatriota, la búsqueda del inmediato superior que anule de viva voz la validez de una orden irrevocable para el Onoda-símbolo). Más traumatizado que John Rambo, igual de belicoso -aunque sin antagonista uniformado- que el Toshiro Mifune de Infierno en el Pacífico (John Boorman, 1968)… al héroe cinematográfico le basta con mostrar la misma resolución que el héroe real.

Pero les falta oscuridad a estas 10.000 noches. El icono resulta tan fascinante que a Harari le falta arrojo para hincarle el diente con la falta de misericordia que hubiese mostrado un Martin Scorsese, un Paul Schrader. O con la ambigüedad que le hubiese sabido imprimir un Paul Thomas Anderson, por qué no un James Gray. El periplo no deviene pesadilla (la respuesta genuinamente contemporánea a este sujeto fuera de su tiempo) y el único valor que parece alabar el realizador es ni más ni menos que el tesón. Un tesón programado y no cuestionado, cuál cowboy solitario en película de Anthony Mann.

Tan solo hay un momento -bastante glorioso- en el que se olvida del panegírico para abandonarse al ridículo de la empresa. Es aquél en el que los soldados prófugos reinterpretan los signos de una realidad de la que no alcanzan a ver ni el reflejo cavernario del mito platónico. Como si de generadores sin freno de fake news se tratasen, sus teorías conspiratorias se suceden, parches mentales que tienen una única finalidad: darle un sentido a su épica trasnochada, a su patriotismo giliforme, a su abnegación estéril.

Qué gran parábola se hubiese podido filmar, a la manera de Lewis Milestone, de Dalton Trumbo. Pero no, los senderos selváticos de Onoda quieren seguir siendo de gloria… y desde aquí escucho la carcajada del coronel Dax.

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