Ser negro en los EEUU (ayer y hoy)

Hace unos meses se estrenó No soy tu negro (Raoul Peck, 2017), un recorrido personal y bastante transferible por cuatro siglos de supremacismo blanco y holocausto negro, todo ello debidamente edulcorado –para hacerlo, digamos, soportable- y adaptado a las necesidades épicas de “la tierra de los libres y el hogar de los valientes” (conforme asegura el propio himno nacional de los EEUU). Su visionado me ha coincidido en el tiempo con la lectura de Pastoral americana, una novela de Philip Roth (nacido en 1933) que se centra, también, en los tempestuosos años sesenta, aquella década en la que se dio nombre al desencanto. O en la que se le puso luz, cámara y taquígrafos.

El maestro de ceremonias en esta relectura crítica de la historia oficial de la, a todas luces, inacabada lucha por los derechos civiles es James Baldwin, muerto hace ya 30 años. Su voz –la de Samuel L. Jackson, en este caso- nos acompañará en este viaje pesadillesco al origen del prejuicio, a la perpetuación de la diferencia sin apenas remilgos eufemísticos.

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Baldwin comenzó en 1979 una ambiciosa novela –a la postre, inacabada- en la que pretendía repasar la historia contemporánea de su país de la mano de tres conocidos (incluso amigos) con los que polemizó durante los sesenta. A los tres (Medgar Evers, Malcolm X y Martin Luther King) los tuvo que enterrar, asesinados en 1963, 1965 y 1968 respectivamente. Los tres se dedicaron a resaltar lo evidente con actitudes casi contrapuestas que iban desde la resistencia pasiva a la violencia pura y dura. Los tres sufrieron el martirio que los Imperios, empeñados en echar tierra sobre su vergonzante pasado, reservan a los contestatarios, a las voces incómodas, a los que utilizan la palabra “libertad” con demasiada ídem.

La crónica de Baldwin es la crónica de un agotamiento progresivo. Del cansancio que deja tanto debate baldío en la moral de un hombre inteligente, obligado a exponer lo evidente teniendo que escoger cuidadosamente las palabras para no “herir” sensibilidades, las de esa mayoría silenciosa que no estaba por la labor de entender que su estilo de vida, que su bienestar, podía haber provocado algún daño colateral. No se cansó de explicar que aquél apartheid –que tenía su escenificación más tosca en los estados del sur, pero que afectaba igualmente a las grandes ciudades, tan orgullosas de su progresía- hundía sus raíces en un abuso socialmente aceptado –la necesidad de obtener mano de obra barata- y acompañaba sin apenas rubor a los principios fundacionales de toda una nación.

Sí, mientras los años 50 terminaban de forjar el sueño americano, una parte muy importante de la ciudadanía (una novena parte, por aquél entonces) se veía presa del estereotipo racial, tan conveniente para que el hombre blanco pudiese creer que, en realidad, el negro “siempre quiso estar ahí, ocupar aquél lugar”. No, nadie preguntó. Y cuando John F. Kennedy y su hermano Robert llegaron a la Casa Blanca –aquél Camelot clasoso y jovencísimo- Baldwin pudo constatar que “el cambio” era un lema, un mantra sin aplicación práctica para los negros.

Terminar con la negación del sufrimiento. Esa fue su cruzada: tratar de explicar en los foros donde se arremolinaba la intelectualidad del país que eran descendientes de esclavos, que nunca quisieron venir allí… pero que allí estaban. Y que no pensaban irse. Eternamente atemorizados, porque ahora que ya no se les necesitaba para recoger algodón… ¿quién descartaba una “solución final” al estilo de los indios indígenas? ¿Qué papel les reservaría el patrón? ¿Hasta donde se les permitiría “progresar”?

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Baldwin repasa también el papel desempeñado por la industria del espectáculo: el modo como Hollywood sustentó la falacia oficial, dando cobertura ideológica –con sus películas de Gary Cooper y Doris Day- a un proyecto mayoritario: el del olvido. La cabaña del tío Tom, Imitación a la vida, Ariane, Fugitivos, En el calor de la noche, Adivina quién viene esta noche… el andamiaje sobre el que se sustentaba la “negritud buena”, solícita, incapaz de hacer lo que haría el irlandés decente, el John Wayne de turno: revelarse en aras de la justicia. ¿Por qué? ¿Porque eso era cosa de… blancos?

James Baldwin (1924-1987) no eligió el camino fácil, como él mismo subrayaría con ironía en numerosas ocasiones. Negro, pobre, poeta, ateo, homosexual. El repóker del descastado en los EEUU. Dedicó toda su vida a hacer pedagogía y a tratar de sobreponerse a la nausea. Murió en un pueblecito francés, en aquella especie de exilio autoimpuesto del que siempre estuvo dispuesto a volver, consciente de todo el trabajo que quedaba pendiente. Su discurso sigue siendo actual, sus aspiraciones –las de su raza-, tan legítimas como reiteradamente frustradas. Una frustración que, como él mismo señala, hizo que el Martin Luther King de los últimos años acortase distancias respecto del discurso –aparentemente extremista- de Malcolm X.

Curiosamente, Pastoral americana (la novela que le valió a Roth el premio Pulitzer y pistoletazo de salida a su “trilogía americana”) es otro intento –esta vez, contado por un blanco- de desmontar aquella pamplina de los EEUU triunfantes, castos, puros, ajenos a las raíces del Mal. Todo ello a través de un emigrante privilegiado –el apodo de ‘El Sueco’ ya nos deja claro el color de su piel-, segunda generación de peleteros que ve en peligro sus logros materiales –su fábrica, esa en la que emplea mayoritariamente a negros- durante las jornadas de disturbios de mediados de los 60 en Newark (la comunidad donde nació y creció el propio autor).

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El constructo de felicidad manufacturada se complementa con una adolescencia plagada de hazañas deportivas, una mujer que llegó a Miss New Jersey y, ¡oh, oh!, una hija que le sale tartamuda y terrorista. Acabáramos. El Sueco encontrará el primer y definitivo tachón a su proyecto vital, a un camino de perfección (aparente) siguiendo la más sencilla de las fórmulas: acatar el orden social, hacer lo que se espera de uno. Sumergirse en esa fantasía llamada EEUU.

…y la cosa hubiese funcionado, de no ser porque a su inmadura progenie le da por traerle Vietnam a casa, colocando un artefacto explosivo y matando a un inocente transeúnte. A partir de este incidente traumático todo se vendrá abajo, como esperaba que sucediese el Baldwin de No soy tu negro con la sociedad civil norteamericana al conocer, sin más, la realidad de un proyecto segregacionista a largo plazo, sobreviviente a la teórica abolición de la esclavitud. ¿Querrían la Verdad? ¿O escogerían la pastilla azul y continuarían siendo colaboradores necesarios, repeinados secundarios en un Mundo Feliz de inmaduros a perpetuidad?

La respuesta, quizás, en cualquier telediario de la CNN, con esas breaking news (efímeras, falaces hasta en su propia urgencia) que no nos informan tanto de la muerte a manos de la policía de otro joven (negro, sí), como del temor (blanco, sí) a que se encadenen las noches de disturbios, el pillaje, el desorden. El miedo al alzamiento definitivo. El miedo a que, a pesar de todos los esfuerzos, ellos no hayan olvidado.

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