‘Mal vivir’ / ‘Vivir mal’ (2023), de Joao Canijo. Madre no hay más que una (afortunadamente)

Los hoteles -grandes, pequeños, familiares, laberínticos, recoletos- han sido desde los orígenes del cinematógrafo unos espacios muy queridos a la hora de ambientar tramas con una clara caducidad temporal. Y es que el lugar -o el “no lugar”, según a quién le preguntes- resulta idóneo: personajes de paso (a la postre, todos se irán), puertas giratorias, personal atento y no siempre discreto, despedidas teatrales en habitaciones en las que se pernocta por unas pocas noches…

Un lugar para el descanso, para la reflexión, para la huida… y para las catarsis parejiles y familiares, por supuesto. A fin de cuentas, nadie de quienes tienes a tu alrededor te importa lo más mínimo, por recurrentes que hayan sido tus visitas al establecimiento en cuestión. Gentiles desconocidos, propietarias de mirada ausente, fórmulas que se repiten hasta negarles cualquier significado real. La llegada y la confirmación de la reserva -con las normas de convivencia recitadas de carrerilla, sin esperar la más mínima asimilación por parte del viajero-, el habitáculo en el que jamás te sentirás como en casa, las zonas comunes en las que practicar la esgrima dialéctica o el poserío instagramil, el comedor donde remojar las penas con una botella de vino de precio prohibitivo.

Canijo arranco su díptico (Mal vivir) presentándonos a quienes serán nuestras anfitrionas durante poco menos de 48 horas. Dos hermanas, una abuela, una nieta, una sirvienta más abnegada que las de los dramas galdosianos. Regentan un hotel del norte de Portugal al que nos atreveríamos a definir como “venido a menos”… ¿o quizás estamos fuera de temporada?

No nos perderemos por sus largos pasillos -olvidaos de pesadillas a pie de triciclo en complejos aislados por la nieve- ni asistiremos a estresantes rutinas entre bastidores. La cosa ya no va de satisfacer al cliente… porque harto tienen ellas con sobrellevar este cónclave familiar a todas luces indeseado.

Las relaciones de poder entre las cinco -quién está sometida a quién, quién no ha superado traumas de infancia, incluso quién anda enamorada de quién- se irán revelando poco a poco a través de escenas no necesariamente explícitas. Será necesario estar atento, porque el caleidoscopio incluirá el ruido de fondo: las conversaciones que mantienen los clientes, esas cinco habitaciones donde se alojan tres núcleos humanos diversos, ambivalentes y al borde mismo de la ruptura definitiva (emocional y/o sentimental).

Pero sigamos con el quinteto protagonista de Mal vivir. Encontramos perfilada una relación materno-filial genuinamente insana (“tóxica”, que dicen ahora los cursis) y que se repetirá hasta cuatro veces en este espejo cinematográfico. Y he dicho espejo, sin que se devuelvan aquí imágenes deformadas o veristas de nadie: el cristal -como barrera fluida, como tenue separación entre el ‘dentro’ y el ‘fuera’, casi como mantra arquitectónico- es el único impedimento interpuesto entre el espectador y estas pobres criaturas.

Entraremos en sus habitaciones, sí, pero al director le interesa situarnos al otro lado del aparador, extasiados ante el escaparate repleto de maniquíes que bien podrían pasar por humanos. Las vidas ajenas son exploradas con la misma avidez -libre de teleobjetivo- con la que lo hacía James Stewart en La ventana indiscreta (Alfred Hitchcock, 1954): camas con sábanas todavía revueltas, platos fríos por el exceso de conversación, confesiones interesadas, mentiras a través del celular, crueldades que se escudan en la supuesta intimidad del momento.

Una madre que acogota con su mera presencia, asaetando a base de adjetivos despreciativos y reveses pugilísticos a una hija más herida que realmente ególatra. Esta, a su vez, reproduce estos patrones de desafectación en la relación -a distancia- que hasta ahora parecía protegerla no tanto de su hija universitaria como de un pasado que no quiere revisitar, quintaesenciado en esa matriarca que alterna la crueldad mental con el castigo físico.

El maltrato parece ser el estigma de una familia incapacitada para el amor o cuánto menos estéril en sus intentos por comunicarse, por empatizar más allá de la voluntad de servicio consustancial a su trabajo de cara al público. Las dos hermanas adoptan estrategias distintas -la falsa seguridad del sexo espídico en tiempos de distrofia digital o la victimización y enclaustramiento en las propias instalaciones del hotel, como si de una Norma Desmond cualquiera se tratase.-

Pero aquí no vendrá ningún Cecil B. DeMille a depararle una bajada triunfal por la escalinata. Así que Canijo pasa de puntillas por el desenlace y nos regala una especie de moviola de todo lo acontecido, una segunda oportunidad de volver a ver esa misma película, pero desde el punto de vista de quienes creíamos meros secundarios. Ese segundo tiempo se titula Vivir mal y se centra en la peripecia de quienes han compartido estadía con esta estirpe maldita.

Porque Mal vivir / Vivir mal es una película con más gritos y susurros que el original bergmaniano. Los escuchamos a lo lejos, en segundo plano, más allá de la cocina, como conversación apenas silenciada en la habitación de al lado. Y creíamos que no tenían importancia hasta que el realizador nos deja con la cintura rota y nos presenta, en tres partes, al resto de la concurrencia.

Hay tres escenas fundamentales en las que hemos visto convivir al conjunto de la fauna hotelera y que adquieren su verdadera dimensión y significado a través no tanto de la repetición como de la reasignación del punto de vista; desperdigados en el perímetro de la piscina, cenando mientras reciben la murga inevitable que les informa de lo exclusivo de cuanto comen o beben o frente al televisor de una sala de estar, atrincherados en unos mullidos sofás que aseguran cualquier cosa menos el anonimato.

Una pareja víctima de las redes sociales y de la prostitución de lo que debería de ser una convivencia sin público opinador. Él, un fotógrafo pagado de sí mismo. Ella, una influencer que ya no sabe si vive en las redes o en el ahora. Y otra madre omnipotente -en este caso invisible-: la del retratista moralista (moralista con los demás, por supuesto).

En otro de los extremos del cuadrilátero, un extraño trío compuesto por una madre que se aprovecha de la indefensión de su hija para resolverse el porvenir y alegrarse el presente entre los brazos del supuesto marido de la susodicha. Quizás ambos conformen una pareja criminal muy de cine noir. Quizás sus cálculos hayan pecado de optimistas. Quizás la niña entiende más de lo que presumen.

Otro poliedro de amor bizarro. En este caso el compuesto por una pareja de lesbianas y la madre de una de ellas, dispuesta a librar un insano pulso con la amante de su hija. Ambas parecen tener que demostrase algo a sí mismas, sin importarles lo más mínimo lo que esté sufriendo el desorientado vértice de este triángulo escaleno.

Madres anuladoras, qué digo, madres directamente castradoras. Hijos e hijas supervivientes, incapaces de sobreponerse a un chantaje emocional constante, al desprecio disfrazado de abnegación de ese “quién bien te quiere” recitado por la sangre de su sangre. Tan cruel como un Tennessee Williams desatado, tan íntimo como ese cine asiático de gestos, reflejos y evocaciones.

Canijo, antaño colaborador de un Wenders o de un Oliveira -¿hay algo o alguien en el cine portugués que no hubiese pasado primero por sus manos?-, enhebra dos cintas que en realidad se pueden ver en el orden que uno guste… siempre y cuando no te olvides de visionar la otra. Los personajes no abandonan su círculo más íntimo, pero es viéndolos relacionarse con los demás -con los que creíamos que no importan- como terminamos por caracterizarlos. El resultado tiene algo de revelador, de ajuste de cuentas con la propia vida, de verdades indecentes que dependen del color del cristal a través del que se mira.

A Confucio le daría un ataque, pero Freud sonreiría enaltecido. ¡Cuidado con vuestros mayores!

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