Los EEUU, presa de la secta

Tres películas norteamericanas recientes hablan de clanes, sectas y confabulaciones oscuras para imponer un Mal que cada día se asemeja más a una cierta normalidad de telediario y conferencia de prensa en la Casa Blanca. A la espera de lo que Quentin Tarantino tenga a bien contarnos sobre Manson y su “familia”, la eclosión de historias en las que el fanatismo deviene personaje-némesis refleja bien a las claras uno de los principales temores de los USA (todavía) cabales.

Me referiré a tres estrenos recientes, aunque podríamos encontrar muchos más ejemplos en el cine (hollywoodiense e indie) de los dos últimos años. Centrémonos en esa broma grandilocuente titulada Mandy (Panos Cosmatos, 2018), en el retorno del Rey que ha supuesto Infiltrado en el KKKlan (Spike Lee, 2018) y, por último, en los odiosos cuatro que coinciden esta vez en un hotel venido a menos en Malos tiempos en El Royale (Drew Goddard, 2018).

Los tres directores han buscado resaltar los paralelismos evidentes con la situación política por la que atraviesa su país; ese esperpento devenido drama, ese desgobierno sin el pueblo ni para el pueblo y a mayor gloria del deshonor, la iniquidad y la cuenta de resultados. Pero no cesan aquí las coincidencias. También prefieren los tres refugiarse en el pasado y apostar por recursos que rondan el registro de la comedia… quizás para que la cosa no se haga de verdad insoportable. No situar la acción en lo contemporáneo, una táctica utilizada por muchos realizadores en tiempos de persecución, censura o imperio del miedo.

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Mandy, la más floja, se lo juega todo al factor Nicolas Cage. A la capacidad de este actor para entrar en erupción y reventar cualquiera que sea la película, pasando de la contención al desparrame en un tiempo récord: exactamente dos planos.

Y eso que Mandy, inscribible en este insufrible revival ochentero (en pos del núcleo duro de los consumidores actuales, nacidos hace ya cuatro décadas) arranca con un amplio despliegue de ideas, de caminos posibles. ¿Nos llevará el hijo de George P. Cosmatos -sí, sí, el firmante de Rambo II (1985) o Tombstone (1993)- a un mundo alternativo surgido de la imaginación de una dibujante de cómics? ¿Será capaz de fusionar un estilo plúmbeo (esa sensación de incertidumbre a cámara lenta, de estar a punto de ocurrir “algo jodidamente importante”) con un fondo que no acabe resultando meramente circunstancial? En otras palabras: ¿quiere contar algo importante o quiere que parezca importante lo que se queda a las puertas de contar?

El descoloque termina con una sonrisa, ya os lo adelanto. Los freaks de Jesucristo serán las sucesivas víctimas de un ángel de la muerte y el lenguaje lento y envarado devendrá concierto de heavy metal con sierras eléctricas y hacha a dos manos. La irrupción de la locura en la vida del protagonista termina por contagiarle dicha dolencia… y a pirado ya sabemos que nadie le gana a Nicolas Cage.

Malos tiempos en El Royale plantea también el pulso entre los aparentemente malos y el realmente maléfico. Es este un ejercicio excesivo: partiendo de sus innecesarios 140 minutos y terminando en el clímax de ruleta rusa y perversidad circense. Y también cuenta con la aparición estelar de una de esas figuras salidas directamente del Averno: un comeollas especializado en menores vulnerables.

En la intriga hay un dinero escondido y mucha gente desesperada. Pero sobretodo, mucha gente que no es lo que dice ser: ni vendedor de aspiradoras, ni cura, ni solista de éxito. ¿El mundo está loco, loco, loco? Sin duda, aunque aquí el retrato de una sociedad en crisis dista mucho de ser inmisericorde: todos perdidos, pero todos dispuestos a cooperar cuando aparece el verdadero peligro (¿una posible solución al protofascismo transoceánico?).

¿Su principal defecto? Que esté planteada, desde el principio, como un divertimento. Los sucesivos giros y la aleatoriedad de las muertes se demuestran meros pasatiempos, arrinconados en el tercio final por un personaje cuya única función es redimir y dar legitimidad moral a los supervivientes. Hasta nos olvidaremos de cierta grabación de índole sexual protagonizada por un ex-mandatario del país…

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El Mal que ayuda a redefinir las películas de venganzas (Mandy), el Mal que se apodera de la película y reivindica su papel como maestro de ceremonias (Malos tiempos en El Royale). Nos quedaría el Mal tangible, el que no necesita de alegorías. El que estuvo, el que está y el que estará: el odio como instrumento político, como argumento camelador que ya no sólo arrasa entre paletos y frustrados.

Infiltrado en el KKKlan (la más notable de las tres en esta aproximación al origen gregario del hombre, a su necesidad de sentirse parte de un todo, aunque ese “todo” sea infame) es también la que menos se anda por las ramas. Estamos en plena época de la blaxploitation, del African cool. Apenas ha transcurrido una década desde un cúmulo de barbaridades difícilmente asimilable por una sociedad civilizada (los asesinatos de Martin Luther King, de los Kennedy, de Malcolm X) y el odio y la segregación cotizan a la baja.

…aunque ahí seguían. Porque en EEUU siempre parece que hay sitio -ya sea en un pueblo perdido en el mapa y orgulloso de su desoladora soledad o en una comunidad embrutecida, temerosa de ver destacadas sus limitaciones- para el cultivo de la idiotez, confundida a menudo con el individualismo (¿aunque no es precisamente el idiota más peligroso aquél que opera desde el orgullo y la infalibilidad, sin intención alguna de exponer su estrechez mental a la consideración de nada que le suene a mayoritario o racional?).

Spike Lee parte del chiste fácil de ver a un negro infiltrado en “la organización” para alertarnos sobre ese eterno retorno de las respuestas fáciles a los problemas complejos (en Europa lo llamamos populismo, por bautizar con un eufemismo a temores marcados a fuego en nuestra historia moderna). De las consecuencias de querer pasar inadvertido negando nuestros orígenes, nuestra cultura, nuestra necesaria diferencia.

Y para mayor sorpresa todavía, Lee mira hacia atrás sin ira. No, esa se la guarda para los minutos finales en los que nos devuelve al presente: ¡se acabaron los cuentos!. Que su parábola imposible con final feliz es un espejismo: nuestra pareja de película contempla desde la ventana la cruz en llamas con continuidad hasta nuestros días, unos días en los que el movimiento supremacista blanco se sabe más fuerte que nunca en la América del tweet faltón, la muerte por sobredosis y la remasterización de la Verdad.

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Los EEUU gritan a través de su cine. Su ‘HELP!’ nos puede parecer arty, timorato o incluso paradójico (qué demonios: quizás Trump y su séquito sean exactamente el presidente que se merecen), pero refleja el último de los derechos inalienables… el del pataleo, vamos.

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