‘Les combattants’, de Thomas Cailley: supervivientes de sí mismos
De vez en cuando se agradece. Y mucho. Se agradece, digo, un cine sin grandes pretensiones pero que aún así aspire a contar dos de las pocas cosas que todavía importan: una historia de amor y lo que está ocurriendo –la que está cayendo, para entendernos- alrededor de su autor en el preciso instante de su rodaje. Les combattants cumple con creces ambos cometidos. Nos habla del estado del malestar a la francesa (nada que no nos suene por aquí desde hace años) y del extraño entendimiento entre dos adultos que recién han abandonado la adolescencia (o quizás no, porque les veremos presumir con desparpajo de inmadurez).
El uno (Arnaud) no tiene claro si continuar en el negocio de carpintería familiar, la otra (Madeleine) tiene fantasías de supergirl que pasan por incorporarse a la tropa y demostrarse a sí misma lo dura que puede llegar a ser. Ambos se encuentran en esa etapa de la vida tan voluble y confusa… que hasta se le puede prestar atención a los cantos de sirena del segundo empleador de Francia detrás de McDonald’s: el ejército. Un camión con parafernalia multimedia y shows a pie de playa va desplegando sus discutibles encantos por los pueblos de la costa, excitante anzuelo para una juventud mayormente desnortada. Hazañas bélicas, orden y obediencia como respuesta a casi todo.
Les combattants tiene una estructura clásica que casa a la perfección con un guión inteligente, sin necesitar de giros inverosímiles y con un único alarde pirotécnico en forma de incendio forestal. Ya sabéis: chico conoce chica rodeado de su entorno habitual, chico conoce chica rodeado de extraños y chico conoce chica en solitario, teniéndose sólo el uno al otro, sin observadores indiscretos que perturben el experimento. Tres actos donde la inocencia del uno se acabará imponiendo a la rudeza de la otra, en una refrescante transposición de roles y géneros.
La cinta marca también el (re)descubrimiento de su protagonista: Adèle Haenel, vista en la Casa de tolerancia de Bertrand Bonello y, desde luego, mucho mejor aprovechada que en la tremenda The forbidden Room (2015) de Guy Maddin (el papel de inválida muda tampoco propiciaba grandes lucimientos, es verdad). Vulnerabilidad y decisión todo en una, arrojo y contradicción, arrebatos violentos y episodios introspectivos. Un junco salvaje (¿por qué me recordaron tanto las escenas fluviales al ya clásico filme de André Techiné?) que todavía no ha aprendido a combarse en la dirección del viento, a no oponer resistencia constantemente.
Thomas Cailley tampoco se pone tendencioso para ridiculizar al siempre muy ridiculizable ejército. Le basta con llevarnos de colonias a una especie de campamento preparatorio (sus participantes todavía no están técnicamente alistados) y explicarnos los ejercicios supuestamente encaminados a… ¿fortalecer la dinámica de grupo? ¿Anular la individualidad y fundirla en un todo grosero e impreciso?
Para Madeleine –acostumbrada a machadas al borde mismo de la arcada- su fantasía de legionaria se queda en fin de semana para boy scouts. A Arnaud la patochada con sus compañeros de caqui le sirve para entender la oportunidad que le ha prestado su exigua familia: poder tener una profesión, un punto de partida en unos tiempos donde todos parecen tener que empezar de cero.
Los combatientes, los luchadores –esa joven generación de europeos que se descubre bien poca cosa sin el colchón familiar- deberán de dejarse de escaramuzas nocturnas y afrontar el amanecer lejos de la atractiva partida de paintball con la que algunos quieren venderles las guerras. No
necesitarán ponerse en situaciones de riesgo para demostrar su valía. Les bastará con salir ahí fuera y buscarse un trabajo, que se dice pronto.
Que sí, que quizás acaben viviendo peor que sus padres. Pero sus comienzos, su entrada al gran mundo, son un juego de salón en comparación con las dificultades que debieron de afrontar ellos. De todo esto quizás aprendan a reservar fuerzas y a acudir sólo a las batallas (las venideras, las que están por librarse) que realmente merezcan la pena.