‘L’encerclement’: la democracia presa del neoliberalismo
Antes de hablar de lo que uno ha visto, dejar constancia de un pequeño milagro. A saber: el poder haberlo visto en pantalla grande, qué caray. Porque hará cuestión de tres semanas que abrió en Barcelona la coqueta sala (no llega al centenar de butacas) Zum Zeig, una iniciativa que roza lo inédito en una ciudad tan dada a presumir de cosmopolita.
Zum Zeig aborda el mercado de la distribución con valentía: escoge, propone, negocia y exhibe. Cine independiente -¿qué era eso?, ¿alguna vez lo disfrutó alguien decentemente fuera del devenir festivalero?-, documentales, obras de artistas visuales… de verlo para creerlo, oye.
Nos encantaría que la cosa triunfase clamorosamente, que el nuevo cine de la calle Béjar lo petase. Y por una razón bien egoísta: no sé a vosotros, pero al menda no le gusta nada hablar de cine que sólo han visto unos pocos. Alabar lo minoritario –un ejercicio tan ligado a obsesiones poseras- nos aleja muchas veces del meollo de la cuestión: “¿por qué esto que a mí me parece tan bueno no llega a un público siempre minoritario, sí, pero que presume de bien informado?” Tranquilos: no estamos aquí para frustrar aún más a un espectador desbordado y desfondado. Sólo aspiramos a que a alguien le conste, que el apunte a pie de página despierte curiosidades y se acabe disfrutando –del modo que sea, no entiendo el significado de “ilícito” cuando se trata de acceder a una manifestación cultural- de ese otro cine. El que cuenta cosas.
L’encerclement existe. Regocijémonos, porque este hecho, en sí mismo, ya constituye todo un milagro. Cine documental sin alardes, dirigido por un quebequés que proviene del mundo de la crítica cinematográfica y que presume en su curriculum de seguir haciendo de proyeccionista en el cine-club que fundó a mediados de los noventa, con el revelador nombre de Les projections libérantes. Estamos, si me apuran, ante un ensayo literario filmado por Richard Brouillette con una finalidad pedagógica: que tengamos más información sobre cómo funcionan las cosas. Sin proclamar de antemano esa objetividad imposible que no hace más que irritar al espectador más crítico, como en recientes ejercicios de panfletismo naïf firmados por Ken Loach, Michael Winterbottom o -¿se acuerdan del progre que recitaba las verdades del barquero?- Michael Moore.
L’encerclement es un ejercicio sesudo –que si, que se puede emplear esta palabra sin un significado peyorativo- que aboga por la concienciación del respetable. Los protagonistas de esta clase magistral e iluminadora: docena y media de personajes, en su mayoría economistas e intelectuales galos. Una cámara delante, un artilugio tosco que parece abordarlos en algún descanso entre clase y clase, en sus despachos con columnas de libros en equilibrio inestable o en el hall del hotel, a la salida de la enésima conferencia del día. Respondiendo a unas preguntas cuya enunciación no escuchamos. Sin aspavientos visuales, con un tosco acabado en sepia y un encadenado de testimonios apenas interrumpido por imágenes de archivo.
Hace ya cinco años (el documental data de 2008) Brouillette se empeñó en alertar de lo que hoy todavía resulta más evidente, si cabe: el peligroso cerco que sufría la democracia (o mejor dicho, el estado de derecho. O quizás con mayor propiedad: nuestro privilegiado estado de bienestar primer mundista) por parte de una supuesta “corriente” de pensamiento neoliberal. En algún lugar entre el anarquismo y la filosofía social (antes que económica) de Adam Smith, Karl Marx o John Maynard Keynes se quiso ubicar este gazpacho ideológico a mayor gloria de los que parten la pana.
Para ellos, la redistribución de la riqueza es un crimen, la base de toda desigualdad. “No con mis impuestos”, braman enardecidos (como si las grandes fortunas no contasen con mil y un mecanismos para evitar hacer lo que el común de los mortales: pagar). No señores, el Estado debe de adelgazar, sus funciones deben de quedar reducidas a las mínimas e “imprescindibles”. Y dentro de lo que esta gente entiende por “imprescindible” no está la educación o la sanidad, caballo de batalla de los partidarios de esta privatización masiva (e interesada). ¿Os parece radical, incluso pelín amoral?
Pues para algunos, no lo suficiente. Porque aquí, en L’encerclement, conoceremos al núcleo duro de esta tendencia plutocrática. Un atomizado conglomerado de lobbies a mayor gloria de un club cuyos intereses salvaguarda desde hace cuatro décadas el FMI y el Banco Mundial, traicionando sus preceptos fundacionales (¿ayudar a la reconstrucción de los países asolados tras la Segunda Guerra Mundial?).
Cuánto más conocemos de su impúdico programa, más miedo da esta organización elitista y con innumerables tentáculos transnacionales. Porque la cosa no se detiene en el adoctrinamiento capitalista de la futura mano de obra (ese titulado “empleable” que reconoce la voz del amo; la docilidad como valor fundamental que aparca para siempre lo que entendíamos por formación humanista, sinónimo para ellos de “conflictividad social”) o en la dejación de responsabilidades del Estado en relación a algo tan fundamental como la salud de sus paisanos (sí, ese asunto que tan caro le está saliendo a Obama desde su elección). No. El capital debe dominar todos los aspectos de la vida, llegando al ámbito medioambiental y hasta al judicial. En su ideario, los ríos (¡el agua!) deberían de ser parcelados y subarrendados. Sólo una de las muchas barbaridades que algunos exponen con supuesto acercamiento científico, desapasionadamente, como si de lo que estuviesen hablando no fuese… del futuro, de la justicia, de la tierra.
La República de Platón y el principesco tratado de Maquiavelo reducidos a meras anécdotas utopistas. El nuevo contrato social es… la ausencia total de contrato, la desaparición, de facto, del concepto de sociedad. La negación de la igualdad. La relativización del marco legal. La fraternidad convertida en chascarrillo hippie, en consuelo de pobres.
El camino emprendido –patrocinado por premios nobeles y mentes preclaras, sí, pero poco independientes- se adivina sin retorno. La desprotección del débil, del que no puede aportar ningún beneficio tangible al sistema (no, no estoy citando el Mein Kampf: los adalides de este “nuevo orden” proceden de prestigiosas universidades y redactan sus tratados echando mano de una ambigüedad que ya hubiese querido para sí el nacionalsocialismo). Y la llegada de un nuevo feudalismo, en tanto y cuánto las relaciones humanas se fundamentarán en relaciones de vasallaje. No es sólo la enunciación de un capitalismo salvaje en el que “la mano invisible” –esa mano que habrá acabado con cualquier intento por regularizar este Monopoly desigual- quite y ponga gobiernos en función de parámetros de “rendimiento”, diagramas de barras y gráficos de crestas ascendentes. Es la constatación de que los Estados ya no controlan el flujo del dinero, la única manera de influir sobre la economía.
Y mientras tanto, ahí estamos. Viendo como lo impensable se convierte en tolerable y lo tolerable, próximamente, en… “pasado envidiable”. Mientras nos dan dos golpecitos en la chepa y nos aseguran que no es nada personal. Sólo negocios.