Las películas mexicanas de Buñuel (que todavía no has visto)
Sí, cualquier excusa es buena para volver al cine de Luis Buñuel. Y seguro que habéis visto sus películas mudas y hasta las que hizo en Francia tras el escandalazo de su come back a la España franquista con la inasumible Viridiana (1961). Pero… ¿sabíais que 20 de las 32 películas que conforman su filmografía se rodaron en aquel exilio que acabó siendo patria y vida?
No es mi intención hablaros de las imprescindibles (Los olvidados (1950), Él (1952), Nazarín (1958) o El ángel exterminador (1962)), sino más bien llamar vuestra atención sobre unas obras tenidas hasta ahora por menores, merced a reseñas mínimas efectuadas con ánimo justiciero y que han dejado en una incomprensible zona de sombra a deliciosos filmes hijos de la precariedad y de la componenda inteligente.
De 1946 a 1964, Buñuel rueda en México. A veces se trata de coproducciones con Estados Unidos o el país galo, otras logra sacar adelante proyectos merced a productores independientes cuyo capital resulta ser bastante más exiguo de lo pactado (véase a este respecto la última e inacabada Simón del desierto (1964), el adiós a un periplo en el que tuvo que trabajar con todos y contra todos).
Pero pensad el ánimo con el que desembarcó por aquellas tierras tras su frustrado intento de hacer cine en Hollywood o alrededores. Habían pasado más de 12 años desde Las Hurdes, tierra sin pan (1933) y para el panorama artístico local era nada más y nada menos que el director de Un perro andaluz (1929). Poco o nada sabía Luis de la Industria cinematográfica mexicana (“me sentía tan poco atraído por la América Latina que siempre decía a mis amigos: si desaparezco, buscadme en cualquier parte menos allí”) y se integró en la misma con una supuesta docilidad que desconcertó a propios y extraños. Esa, posiblemente, sea la idea general que os haya quedado de aquellas primeras películas tan poco vistas y tan mal defendidas.
Os propongo una cata de media docena de historias entre el esperpento y el dramón histérico que podría empezar con El gran calavera (1949), una cinta que daría la razón a quienes tildan aquellos primeros tiempos de… desconcertantes. Y es que estamos ante una comedia rutilante, apenas maliciosa, en la línea de las perpetradas por el cine norteamericano en la década de los 30. Gente rica a la que le pasan cosas más o menos malas… pero que nunca terminan de perder su fortuna, por supuesto.
Aunque el supuesto de partida de El gran calavera es bien malévolo: el patriarca de una familia desahogada se da a la bebida tras la muerte de su mujer. Lo cual no supone una gran desgracia para hijos, hermanos y sirvientes, porque descubren que el alcohol lo vuelve mucho más generoso en los asuntos económicos. Vamos, que el pobre desgraciado va firmando talones con la melopea encima y sin vislumbrar la posibilidad de una bancarrota inminente.
Seres moralmente reprensibles sin propósito alguna de enmienda. ¡Qué buñueliano! Los criados se fuman sus puros y se beben su whisky, el hijo invierte en coches deportivos, el hermano en trajes a medida. Un panorama turbio que pierde todo interés cuando se adentra en la fábula moral edificante (pero es que así era el cine que se practicaba por aquellas latitudes en aquél entonces).
Con todo, hay algún momento deliciosamente subversivo. Qué me decís de esto: un enamorado interrumpiendo el discurso de un cura casamentero desde su desvencijada furgoneta, lanzando eslóganes publicitarios con retruécano y perversidad. El laicismo silenciando la boda pactada y ventajosa, evitando que los ricos se casen otra vez entre sí. No está nada mal.
Cuando los hijos juzgan / Una mujer sin amor (1951) ya empieza a ser otra cosa. ¿Que si se trata de un folletín? Por supuesto, y a mucha honra: ingenieros amantísimos, anticuarios viejunos, hijos ilegítimos, insatisfacción femenina y crueldad filial. Porque la protagonista de este sainete es infiel -y con razón- pero no se agota ahí lo extraordinario: ¡no se arrepiente lo más mínimo de ello!
Estos seriales generosos en sucesos extraordinarios y parentescos inusitados eran muy queridos por los surrealistas, que veneraban productos por entregas tan maravillosos como Les Vampires (Louis Feuillade, 1915). Había algo trivial y al mismo tiempo muy complejo en aquellas tramas rocambolescas; una cualidad inasible que explicaba su éxito entre el gran público. Lo extraordinario -lo inverosímil- se convertía en la materia prima natural del melodrama más desacomplejado.
El paisaje burgués dibujado por Buñuel se enriquece con hombres demasiado acostumbrados a que se cumplan sus deseos (tanto el marido taxativo como el amante contrariado), incluyendo un hijo médico al que le sale su lado Torquemada tras descubrir que su madre fue feliz con otro hombre. Ni un personaje positivo excepto esa mujer-mártir condenada a pasar por la vida sin haber conocido el despiporre.
Las aventuras de Robinson Crusoe (1952), única coproducción con los cercanos -y sin embargo, tan lejanos- Estados Unidos junto a La joven (1960), también podría pasar para los despistados por una simple película de aventuras. Pero Buñuel se las ingenia para trascender la anécdota del barbudo asilvestrado condenado a pasar casi tres décadas solitarias siendo malévolamente fiel al original.
Así nuestro Robinson, para empezar, no es ningún angelito. Porque el viaje en el que naufragó tenía una finalidad bastante cruel y lucrativa -para sus bolsillos-: aprovisionarse de esclavos. Sí, eso estaba en la novela.
Dicho esto así de partida… ¡cómo cambia el cuento! Vamos, que su periplo nos da pena, pero… pero casi mejor que su barco negrero acabe en el fondo del mar, ¿no? Como buen anglosajón se las ingeniará para traer “su casa” hasta la recóndita isla que lo acoge (¿os suenan los pubs a pie de hotel en las Canarias?). Mucha Biblia -único libro superviviente del naufragio- y un jolgorio sin igual al poder acoger al nativo en su ciudadela atrincherada: “¡por fin podré tener un criado, como en la añorada civilización!”. Viernes será convenientemente adoctrinado hasta pasar de caníbal a fumador de tabaco y virtuoso de las armas de fuego. Otro éxito del colonialismo.
Atención porque llegamos ahora a un díptico perturbador y distinto, dos westerns (La muerte en este jardín podría incluso pasar por un spaghetti western en su primera mitad) de venganza, huida y muerte.
Y es que no en vano la palabra ‘muerte’ está presente en ambos títulos. El primero de ellos a buen seguro que hizo las delicias de Gabriel García Márquez, con crónica anunciada… bueno, no, quizás no tan anunciada. Varias generaciones enfrentadas por afrentas imperdonables: asesinatos, engaños, desquites sin ton ni son. Todos son muy gallitos y desenfundan o tiran de navaja a la menor ocasión. Todos heredan odios y los proyectan hacia enemigos que ni tan siquiera han visto.
El río y la muerte (1954) convierte al macho mexicano en un tarado empujado por las circunstancias (los vecinos y familiares, mayormente) a acometer represalias sin mesura ni freno. Lo ridículo de esta carrera al infierno queda reflejado en una de las primeras escenas, en la que vemos llegar al mil hombres directamente desde el “pueblo”, ese lugar indeterminado donde el honor lo es todo. Aunque su futuro oponente se encuentra confinado en un pulmón mecánico aquejado de poliomielitis, no duda en cruzarle la cara sin oposición posible. Todo muy digno y heroico.
Pero hete aquí que el supuesto afrentado es un hombre de ciencia y quiere romper el círculo vicioso de muerte y más muerte. Si no lo logra y termina abandonándose a las pulsiones de esta región superpoblada de duelistas, le tocará vadear el río y desterrarse en vida hasta que el olvido entierre definitivamente su crimen.
Que no os engañe el final: estamos ante ese genuino pesimismo existencial que es la marca característica del mejor Buñuel. Como si los héroes brabucones del cine de frontera se viesen enfrentados a su miserable destino: vagar por esta tierra hasta caer abatidos por algún doppelgänger de gatillo fácil.
La muerte en este jardín (1956) era ya una apuesta que sobre el papel minimizaba riesgos. Elenco consagrado o en vías de estarlo (Simone Signoret, Michel Piccoli), Luis Alcoriza firmando la adaptación, Marguerite Renoir echándole una mano en el montaje… podía haber sido muy top y ya me imagino a los productores brindando anticipadamente con champagne o tequila.
Pero claro, a Buñuel le interesa más bien poco el devenir de ese soldado de fortuna llegado a un territorio en constante litigio, como si de un héroe sin poncho pero pre-leoniano se tratase. Los conflictos coloniales no van con él y recibe con una peineta al destacamento de regulares mexicanos, sin alinearse por ello con sus interesados contrincantes. Todo ocurre demasiado rápido: el estallido violento, la huida precipitada por vía fluvial, la formación de alianzas silentes…
Hasta que Buñuel deja al quinteto a la fuga exactamente allí donde quiere: en mitad de la selva y abandonados a sí mismos. Y oigan, a partir de ahí barra libre: vagar en círculos, pasar de sacristán a bandolero, destripar serpientes, pasearse en traje de noche por los restos retorcidos del fuselaje de un avión… de verlo para creerlo.
Abismos de pasión (1953), como coda imperdible, es una reivindicación cinéfila sencilla de hacer. La única razón de que no esté entre vuestras favoritas de Buñuel es que no la hayáis visto todavía. Una “adaptación” de Cumbres borrascosas rodada a tumba abierta (nunca mejor dicho), con un par de tronados que se quieren sin importar los usos sociales ni los daños colaterales.
Yo siempre le he visto un algo a Los pazos de Ulloa: ese ambiente rural malsano, esa degradación moral a la que arrastra a todos el reaparecido Alejandro. Pero tras un nuevo visionado, la cosa todavía gana en interpretaciones: Abismos de pasión es una película de temática genuinamente vampírica. Un filme de la Hammer donde solo hay un monstruo: aquello que deseamos y, por la razón que sea, no podemos tener.
Porque yo lo veo así: Alejandro ha cruzado océanos de tiempo hasta dar con Catalina. Y le da igual que tenga marido, fortuna o porvenir: la quiere para el solo. Para lograr sus fines no dudará en buscarse una acólita a la que nunca llega siquiera a besar (siempre se pierde en su cuello, al más puro estilo transilvano). Por último, fijaos en la mansión que prácticamente okupa: un castillo lleno de recovecos y seres infectos. ¿Quién puede asegurar que no duerme en algún nicho labrado en las catacumbas?
Frente a él, una pareja perversa en su perfecta mediocridad: el marido que va para cornudo -entomólogo frustrado como el propio Buñuel- y la hermana del susodicho, tan enamoradiza como insustancial. Sí, amigos: se merecen todo lo malo que les pase.
Porque el resto es historia: el preludio y muerte de amor del Tristán e Isolda guiándonos por el páramo hasta ver consumada la maldición que se abate sobre la pareja y cualquiera que los haya conocido.
Abismos de pasión, repito, es el jalón a este periódico redescubrimiento que merece el cine del turolense. Pero hay muchas otras además de las aquí mentadas: os invito a que os sumerjáis en una filmografía tan unitaria como diversa en sus aproximaciones a la hipocresía, la fealdad y las parafilias morbosas del género humano.
No, ya no era surrealismo. Fue la crónica de un tiempo y de un par de generaciones lastradas por la represión, la incultura empoderada y el miedo. ¿1950 o 2020?
Muchas gracias por tu magnífico comentario sobre la etapa mexicana del realizador aragonés en el exilio. Luis Buñuel es un cineasta clave en la historia del cine a quien los españoles conocen poco y valoran menos.
Quisiera saber nombre de la película de nuñuel de una familia muy pobre, que el padre se quita la comida de la boca para dársela a los hijos luego se va al campo a trabajar y sufre un desmayo y ahí empieza la película
Quisiera saber nombre de la película de nuñuel de una familia muy pobre, que el padre se quita la comida de la boca para dársela a los hijos luego se va al campo a trabajar y sufre un desmayo y ahí empieza la película creo que es muy antigua