L’Alternativa, Festival de Cinema Independent de Barcelona (II) Yo y mis circunstancias
Mis padres nunca tuvieron una cámara de Super-8. Lo confieso. He mentido como una bellaca durante todos estos años. Os he engañado a todos y cada uno de vosotros. Más vale hacerlo público ahora que no atreverse a decirlo jamás. Tampoco me regalaron un Cinexin de pequeña. Me tuve que conformar con jugar con el de mis primos cuando iba a visitarles. Me saqué esa maldita espina clavada al comprarme uno de segunda, tercera, o cuarta mano, cuando tenía ya veinte años. Pero no voy a echar la culpa a mis progenitores ni a hablar de infancias traumatizantes y desestructuradas. No voy a lamentar la ausencia del Cinexin en mi infancia porque, para ser sincera, de pequeña todo este asunto del cine me daba un poco igual. Supongo que si me hubiese empeñado y lo hubiese pedido a mis padres con la suficiente insistencia habrían accedido a mi capricho y me lo habrían comprado, pero no lo hice porque prefería emplear mi tiempo en otros menesteres. Fue bastante más tarde, en la postadolescencia me atrevería a decir (“postadolescencia”, ¡menuda palabra!), que las cosas cambiaron y me empecé a obsesionar con las películas y con todo aquello que tenía que ver con el cine.
Si a estas alturas del texto todavía sigues leyendo, te preguntarás por qué diantres estoy contando todo esto cuando supuestamente tendría que estar hablando de las películas vistas en L’Alternativa. También te estarás preguntando si el hecho de que esté infringiendo todas y cada una de las supuestas reglas de la crítica de cine (nada de anécdotas personales, nada de primera persona, nada de apelar directamente al lector…) es tan solo un error garrafal o se trata de una imprudencia premeditada, una rebuscada estratagema para llamar tu atención a toda costa. Pues bien, puedo decirte que hay un poco de las dos cosas. Pero no lo habría hecho sino fuese porque en las películas de las que voy a hablar hay mucho de todo esto. Y ya sabes a qué me refiero con “todo esto”. Me refiero a la primera persona del singular. Al yo. Al hecho de hacer propio lo que en principio es ajeno, de hacer político lo que es personal, de hacer público todo aquello que en origen era privado.
Varios son los ejemplos en la programación de L’Alternativa de este año que recurren a la autobiografía, al retrato de la familia y los seres cercanos, a la radiografía de nuestras relaciones con el entorno más próximo, con nuestras circunstancias más inmediatas. Tal vez porque es aquello que los directores tienen más a mano. Tal vez porque es lo único que tienen. O tal vez porque es lo único que en realidad les importa. Lo único que en realidad nos importa. Lo único que en realidad importa.
A priori podríamos pensar que es un lugar común que se ha puesto de moda, una fiebre repentina que ya se pasará, algo pasajero que no va a trascender a largo plazo. Podríamos pensarlo si no fuese porque todos y cada uno de estos cineastas tienen una mirada única sobre aquello que están retratando. Porque en realidad cada familia es única, aunque a veces todas se parezcan. Y es precisamente en esos parecidos, en esos instantes de coincidencia, en esos “en mi familia también pasa”, que el espectador empatiza de modo directo con aquello que está viendo en la pantalla.
Y es en esas diferencias, en esos momentos de sorpresa y desconcierto, en esos “jamás había visto nada igual”, que el espectador se encuentra frente a frente con la personal y única mirada del cineasta.
Las estrategias utilizadas por los directores para realizar estos retratos de su familia, alrededores y circunstancias, son muchas y muy variadas. La más arriesgada la utiliza sin duda Corneliu Porumboiu en Al doilea joc, que retrata la relación con su padre a través de un partido de fútbol arbitrado por él mismo en 1988. En pantalla, las deterioradas imágenes del partido en una televisión, un difuso balón recorriendo el campo nevado una y otra vez, las típicas diatribas entre jugadores, la policía conformando el primer equipo, el ejército conformando el segundo, los incidentes, las pausas, la cuestión del arbitraje que no es precisamente una ciencia exacta. Fuera de plano, la conversación entre Porumboiu y su padre. A ratos intrascendente, a ratos incluso algo aburrida, a ratos irónica y a ratos tremendamente lúcida. Una de esas conversaciones que todos querríamos mantener con el padre al menos una vez en la vida. ¿O tal vez no?
Y si Porumboiu nos muestra la relación con su padre con la excusa de revisar un antiguo partido de fútbol (partido que tal vez no sea más que un McGuffin), Peter Liechti recurre en Vaters Garten-Die Liebe meiner Eltern a la entrevista directa y a la representación de sus padres mediante conejos de peluche que forman parte de este teatro de guiñol que es la vida. La familia de Liechti es aparentemente normal, como muchas otras. Como muchas otras que esconden sus miserias debajo de la alfombra para así lucir radiantes y felices ante los demás. El padre de familia siempre toma las decisiones, pero al fin y al cabo eso es lo habitual, ¿no? Se queja de que los calzoncillos no están bien lavados y de que la casa no está lo suficientemente limpia. Se queja de que las mujeres hoy en día tienen demasiadas libertades. Se queja de que su hijo viste pantalones vaqueros y considera que eso no es nada elegante. Se queja de todo esto y de muchas más cosas, pero al fin y al cabo eso es lo habitual, ¿no? Mientras tanto, la madre se resigna con sumisión, lee la Biblia a menudo, la subraya con sus rotuladores fluorescentes y reza para que esa oveja descarriada que es su hijo cineasta, vaya finalmente al cielo aún a pesar de todo.
Pero Vaters Garten-Die Liebe meiner Eltern no es la única película que muestra las tensiones producidas por las diferencias generacionales. Con Salomé, Yrsa Roca Fanberg intenta, a toda costa, limar las desavenencias con su temperamental madre enferma. Pretendiendo con esta película acercarse no sólo a su madre, sino también a las obras que ésta realiza. A sus tapices, a sus pinturas. Intentando entenderla, intentando ayudarla. Observándola trabajar pacientemente mientras se esfuerza por conseguir que desaparezca la incomodidad latente. La eterna e infinita incomodidad latente.
Para Meritxell Soler, en cambio, las relaciones familiares y los recuerdos de infancia tienen la calidad de una película Super 8; y algunos lugares y cosas conservan todavía la magia que sólo puede percibir la mirada de un niño. Intuyo que de pequeña Meritxell sí que tuvo su Cinexin. En Movie, la directora realiza una suerte de deriva cinefílica, un recorrido mitómano sin principio ni fin demasiado claros, un homenaje incondicional a la historia del cine, a las estrellas de Hollywood, a los momentos “behind the scenes”, a los guiños cinéfilos y al fetichismo por el celuloide. Queda patente en Movie la adoración de la directora por esa fábrica de sueños y la constatación de que, aunque todo lo que veamos en pantalla no sea más que un artificio, a veces merece la pena dejarse engañar.