La tele ha muerto, ¡viva el cine!

Hace unos años y a manera de chascarrillo cinéfilo y fustigador corría por ahí un video de David Lynch haciendo apología de la experiencia cinematográfica. Para ser más concretos: se cagaba en los muertos de quienes viesen sus películas en cualquier otro lugar que no fuese la reverenciada sala, encarados frente a la gran pantalla.
Paradójico. En la actualidad, Lynch trabaja en la continuación de su televisiva Twin Peaks (1990-1991), esperadísimo resucitar de Laura Palmer que ya verá mucha más gente en sus tablets, ordenadores o smartphones que en la pequeña pantalla. Le guste o no al genio de Montana, el formato cinematográfico ya no se reverencia ni en las mismísimas filmotecas, donde no dudan en proyectar copias en DVD de filmes que ni tan siquiera son inencontrables.
No me malinterpretéis. Nunca he sido un talibán de los formatos; lo importante es el contenido: tanto da que accedas a una copia de baratillo con tal de que puedas leer un clásico de la literatura universal. El haber visto cine en condiciones deficientes –a veces deplorables- es algo que hicimos a menudo los nacidos en la era del video. Aquello sólo lo acaba solucionando el tiempo: lo que ya nos parecía bueno visto en una cinta de VHS con parpadeos cíclicos e inquietantes rayas que se paseaban muy lentamente emergiendo siempre desde abajo, sólo puede acabar siendo excelso cuando logramos rescatarlo en una cuidadísima copia digital o al verlo proyectado en el monumental frontón de la sala Phenomena de Barcelona, por decir algo.
A lo que iba. Seguro que lo habréis escuchado decenas de veces en los últimos años: nos hallamos inmersos en una etapa de cambio similar a la irrupción de la televisión en los años 50, blablabá, blablablá. Sólo que esta vez el más denostado de los medios de comunicación ha encontrado un aliado natural que convierte el fenómeno en invencible: las redes sociales, el streaming, el boca a oreja y la posibilidad, en definitiva, de que cualquier cosa que hagas tenga por público potencial a la cuarta parte de la humanidad.
Pero volvamos al nacimiento de la transmisión / recepción de imágenes a domicilio. El cine trató de contrarrestar el cambio de paradigma apostando por el colosalismo, el Cinerama y gigantismos varios de los que ahora ya nadie se acuerda. El pecado que cometieron entonces quedó minimizado por el hecho de que contaban indudablemente con los mejores profesionales, recién salidos de la era dorada de Hollywood.
…exactamente lo contrario de lo que está pasando en la actualidad. Mientras la televisión programa algunos de los contenidos más estimulantes de su historia, el cine anda embarcado en una estéril batalla de superhéroes y ñoñería en tres dimensiones que no interesa a nadie mayor de 18 años. Amigos, la televisión como tal ha muerto. ¡Viva el cine!
Porque liberados de los rattings de audiencia –¡bienvenidos a la dictadura de las descargas legales e ilegales!-, el golpe de estado creativo ha llegado con 40 años de retraso respecto a la irrupción y eclipse del Nuevo Hollywood. La oferta de calidad, a día de hoy, es ya inabarcable. Cada temporada varios centenares de propuestas pugnan por sobrevivir al piloto, por pasar de una primera temporada que no se puede conformar ya con “apuntar maneras”. La presión sigue existiendo –el pánico a la cancelación de un producto que quizás estaba pensado para durar media década- y el modelo colaborativo –no en vano es Dinamarca, la cuna del cooperativismo, una de las nuevas superpotencias de la TV de qualité– hace que la autoría (entendida “a la francesa”) no tenga tantos divos como antaño, aunque no nos falten vedettes (J.J. Abrams, Ryan Murphy, Chuck Lorre o Dan Harmon).
El showrunner respaldado por un nutrido grupo de guionistas y directores al servicio de la historia, sí, pero dispuestos también a dejar su impronta personal en una aventura inimaginable –por lo libre, por lo osada- en los platós de California.
Cada año se suman al pelotón de nuestras favoritas media docena de productos audiovisuales (no, no arruguéis el morro por calificarlos como “productos”) que rozan la excelencia. A una media de 12 episodios son 60 horas memorables, dignas de incorporarse al imaginario de cualquier cinéfilo (y nótese que no digo seriófilo: ¡cinéfilo!). El equivalente vendrían a ser 30 películas sobresalientes al año. (¿Quieres que vuelva a preguntarte eso de cuándo fue la última vez que viste algo realmente bueno en el cine?)
Mientras algunos puretas continúan invocando su ridículo voto de castidad (“no, series no, que me disperso. ¡Lo importante es el cine! ¡Va de retro!”), el resto de la humanidad no nos cansamos de asegurarles que no es que se pierdan algo… es que, a día de hoy, se lo están perdiendo todo. Que sí, que la cultura popular de la última década y media se ha enriquecido con figuras como Tony Soprano, Jimmy McNulty o Walter White. Pero no hablamos sólo de eso. Las mejores muestras de cualquier género que se os ocurra han visto la luz en la dichosa televisión. ¿Ejemplos? ¿De verdad los queréis?
Si os gusta la comedia no ha habido familia más disfuncional y chanchullera que la troupe de Arrested Development (2003-2006 y 2013). ¿Os van los pulsos de ingenio, los diálogos difíciles de seguir, los universos freaks? Community (2009) es vuestra serie. ¿Sois unos desencantados? Vuestro hombre es Louie (2010), el comediante vitriólico que tiene claro que todo en esta vida es muerte y masturbación. ¿Las humoradas patrias a costa del arte contemporáneo? Daos una vuelta por el Museo Coconut (2010) ¿Preferís los clásicos iconoclastas? Todavía nadie ha superado en mala hostia a South Park (1997), camino de su temporada 19.
¿Os va la política? Los ingenuos se enamorarán de El ala oeste de la Casa Blanca (1999-2006). Los pragmáticos, de Borgen (2010). Los desencantados, de House of Cards (2013). ¿O preferís los thrillers politizados? Ahí tenéis las muy hipsters Rubicón (2010) o The Americans (2013), sin olvidar los vía crucis en Oriente Medio de la masoquista Carrie (Homeland (2011)).
Las intrigas policiales pueden ser mucho más interesantes que un capítulo de C.S.I. o Bones: atreveos con The Wire (2002-2008), The Killing (2011-2014) (la versión americana, sí, con un hermoso e inesperado final) o con el acabadísimo y no por ello menos magnético Luther (2010-2015). ¿Y a alguien le queda por ver alguna temporada de la modernísima versión de Sherlock (2010)? ¿O por opinar sobre las muy distintas dos entregas que hasta el momento lleva True Detective (2014)? ¿O por contar los días que faltan para la nueva entrega de Fargo (2014)?
Que lo que os ponen son los thrillers puros y duros? Los moteros shakesperianos acaban de terminar su odisea en Hijos de la anarquía (2008-2014). También aguardamos impacientes la continuación del romance (con fiambre por medio) de The Affair (2014). Si necesitáis una excusa sobrenatural, regodeaos con la inconclusa Carnivàle (2003-2005). Y si lo que queréis es disfrutar como enanos con el mejor reparto coral de la televisión, sumergíos en las intrigas de la leguleya protagonista de The Good Wife (2009).
¿Os van las recreaciones de época sobradas de presupuesto? Ahí tenéis el culebrón monárquico alrededor de la fornicadora figura de Enrique VIII (Los Tudor (2007-2010)), el exquisito –pero implacable- miedo al cambio de la aristocracia británica que habita la suntuosa Downton Abbey (2010) o el neo-medievalismo de la popularísima Juego de tronos (2011).
¿La ciencia ficción que se regodea en el otro lado del espejo? A pesar de las dos últimas temporadas, seguimos reivindicando Fringe (2008-2013). ¿El western de escupitajo y barro? Rescatad la memorable Deadwood (2004-2006) o las desventuras modernas de su chulapo protagonista en Justified: la ley de Raylan (2010-2015). ¿El golferío amoral y nihilista? Probad Californication (2007-2014). ¿Las historias concienciadas y no por ello menos epicúreas? Daos una vuelta por la Nueva Orleans post-Katrina de Treme (2010-2013)
Son sólo unas cuántas. No es recomendable tener favoritas: las novedades desbancan a las que se creían intocables con una facilidad nunca vista. El dichoso canon está todavía en vías de formación, aunque a pocos se les ocurriría incluir alguno de aquellos entretenidos engendros ochenteros con los que siesteábamos en nuestros veranos adolescentes. Nada hacía prever la variedad y el calado de esta anomalía (por utilizar la jerga de Perdidos (2004-2010)) que ha modificado hábitos sociales, volviéndonos adictos a la ficción precisamente cuando más necesitados estábamos de… huir de la realidad. ¿Y el cine, diréis? El cine está ahí, carajo: en la televisión.
¿Será todo una conjura? ¿Nos habrán sedado? ¿Existiremos más allá de lo que vemos? Y lo que es más importante… ¿cuándo harán una serie sobre todo esto?