‘La habitación de al lado’, de Pedro Almodóvar. Del cine del mal vivir al cine del bien morir
Se estrena la última película del más importante y laureado de los directores españoles vivos -negarle tal categoría sólo entra en el ámbito de lo mezquino- y el cinéfilo de pro se encontrará en la encrucijada habitual a la hora de enfrentarse a “la última de Almodóvar”: por mucho premio que se llevase en Venecia… ¿estará realmente bien?
Puede parecer una perogrullada, pero le resultará imposible tener ninguna certeza en lo relativo a su excelencia (o no) sin haber pagado por verla. Y todo ello porque entre los voceros que jalean todas sus películas como incontestables obras maestras y los haters emperrados en minusvalorarlo sin freno ni decoro… no hay quién se aclare, oigan. Y es que Almodóvar es mucho más que una marca: es una forma de amar y de odiar (ambas igual de insanas) made in Spain.
Bien. Pues quién se acerque a los cines descubrirá que La habitación de al lado es una cinta correcta sobre un tema tan manido como pocas veces abordado con verdadero acierto en la historia del cine: el derecho a una muerte digna. Busca ser un trabajo contenido, esencialista, casi una pieza de cámara (de hecho, están bastante de más las fugas o los flashbacks que nos alejan de las dos protagonistas: las estratosféricas Tilda Swinton y Julianne Moore, que estarían bien hasta abrazando árboles en una peli de Terrence Malick).
El problema surge cuando Almodóvar aprovecha la ocasión para poner al día su dietario de citas, de notas al pie de página, actividad cultural varia ejercida desde Madres paralelas (2021) y colección de tópicos integrados sobre lo humano y lo divino… que nos despistan de un drama que tampoco es que logre conmover en ningún momento.
El Almodóvar más sólido y memorable (Todo sobre mi madre (1999), Hable con ella (2002), Los abrazos rotos (2009), La piel que habito (2011) o Dolor y gloria (2019)) de esta su etapa de madurez absoluta (que se retrotrae ya al último cuarto de siglo, ahí es nada) es aquél que logra conjugar guion, estilo e intención. No, no es tarea fácil: hasta con la más olvidable de las premisas argumentales Almodóvar sabe que sobrevivirá ese armazón donde lleva a cabo la representación, ese decorado colorista que constituye su estilo, su alma y su cruz. No es intercambiable y tampoco es negociable. Diríamos que es casi un pacto no escrito al que ha llegado hace tiempo con el espectador.
El problema surge cuando lo que se cuenta quiere conjugar todo a la vez y en todas partes: una adaptación literaria, un estado de ánimo y hasta una necesidad (urgente) de dejar testimonio. Que ya sabemos que Pedro nunca ha sido de callarse -creo que cualquiera de sus compatriotas sabe lo que opina sobre cualquier tema más o menos candente, más o menos político-, pero no siempre logra traducir este discurso a su arrebatador lenguaje fílmico.
Y sí, he dicho arrebatador: La habitación de al lado vuelve a estar repleta de planos brutales, contrastados, muy pensados. Pero en paralelo, las cuitas de sus protagonistas no están a la altura de todo este despliegue formal; como si la casualidad del encuentro entre ellas dos lastrase la verosimilitud general del relato (que Tilda le pida lo que le pide tras apenas unos días de retomar la amistad, que Julianne acepte).
Quizás Almodóvar aborde un problema moral que acontece en el seno de una sociedad -la estadounidense- que le es ajena en multitud de sentidos. Pero uno también supone que las dos privilegiadas protagonistas del relato podrían evitar fácilmente las implicaciones legales de su acto con algo tan sencillo como… ¿un viaje a Suiza para marcarse un Godard? ¿Acaso no presumen ambas de cierta desenvoltura económica? ¿Cuándo han tenido los ricos problemas con la manera que eligen de abandonar este mundo?
No, el manchego no está dispuesto a dejar pasar la oportunidad de decirnos bien alto que algo no funciona en los EEUU (y eso sin saber el resultado de las elecciones del próximo 5 de noviembre, je) y las trabas legales a la eutanasia -un tema que en realidad pocas sociedades del primer mundo tienen resuelto- no son más una manifestación de esta esquizofrenia entre razón y credo religioso.
Hasta alguien tan derechón como Clint Eastwood ya emitió una opinión muy parecida hace veinte años en su Million Dollar Baby. Lo mínimo que se puede pedir -si se vuelve al escenario del crimen- es que se le aplique un enfoque distinto, ser capaz de cierta originalidad en la denuncia. Almodóvar naufraga en este aspecto, acumulando lugares comunes y haciéndoles recitar a sus siempre convincentes actrices líneas sin vida, salmodias mil veces escuchadas, titulares de prensa digital desganada.
Súmese a esto toda una galería de encuentros, situaciones y personajes que desvían nuestra atención del pretendido tema capital. Empezando por un John Turturro que parece sacado de una película de Woody Allen: concienciado coñazo que además está hecho todo un sex machine y que se dedica a trufar la película de quejosas sentencias sobre el estado del planeta, el auge de la ultraderecha y el futuro de esta desdichada Humanidad. Pero es que también escuchamos comentarios de cuñado sobre la dark web, el Nueva York que molaba, el miedo a la muerte… ni Edward Hopper o William Faulkner se salvan, como si un lector del Reader’s Digest quisiese dárselas de intelectual asiduo al círculo de Bloomsbury.
Concluyendo, además, con una coda del todo innecesaria: la sorpresiva aparición de la hija ausente / abandonada. Un requiebro final que sirve para escuchar por tercera vez el recitado en prosa poética con el que concluye Los muertos de James Joyce, invocando (¡de nuevo!) una trascendencia algo fatua con la que no sabemos muy bien qué pretende legitimar el autor.
La habitación de al lado -volviendo a Woody Allen de Interiores (1978)- tiene algo de aquellas películas de transición con las que el hasta el por aquél entonces cómico trataba de ganarse el favor de la crítica más peripuesta haciendo esmerados ejercicios de estilo en torno a la obra y figura de su admirado Ingmar Bergman. Pedro Almodóvar parece haber llegado a un punto de su carrera en el que, sin tener ya nada que demostrar, se regala a sí mismo no tanto las películas que de verdad le hubiese gustado hacer como las que siempre le ha gustado ver.
No es exactamente desconocimiento: la principal virtud del director de ¿Qué he hecho yo para merecer esto? (1984) ha sido siempre la osadía. Y la demuestra de sobras, tratando de dar lecciones de moral a una sociedad que se ha demostrado vacunada contra cualquier apología de la alteridad. Quizás el esfuerzo no caiga en saco roto, pero uno desea de verdad que no prosiga su carrera en el mercado anglosajón… por la sencilla razón de que lo necesitamos hablando de aquello que mejor conoce, de aquello que mejor representa, ridiculiza y ama: este dichoso país de sol y sombra, de tacones y de alpargatas, de chulapas y de gualtrapas, de mucho color… y de eterno blanco y negro.
Pedro, déjate de tanto clasicismo impostado (que sí, que todo queda muy cuco y muy tú) y vuelve a la patada en la espinilla con tus dramones castizos y desaforados, en un imposible equilibrio que siempre bascula entre lo ridículo y lo sublime.