‘La grande’, de Juan José Saer. Eclipse vital copa en mano

“Pero el reino de los muertos no está en el confín de Occidente, en el lado izquierdo del mundo, sino adentro, en el interior de cada uno, es la carga que llevan sobre sus hombros todos los que, innecesaria y miserablemente, nacen y mueren (…) Y en este preciso momento, los que se agitan, de la mañana a la noche, despiertos o dormidos, en el avispero humano, en la bola de fango en la que chapalean, agobiados, lo soportan. Vivos y muertos compartimos el mismo destino indivisible”.

A veces es muy sano escribir desde el desconocimiento. Aunque sólo sea para regocijarse de los propios descubrimientos, sin importar que estos sean, desde hace tiempo, vox populi. Los escritores que le acompañan a uno (los que se van añadiendo, paulatinamente, a la renovada lista de referentes, faros o incluso ídolos) existen desde el mismísimo momento en que abrimos su primer libro y, si hay fortuna, somos golpeados por una prosa a la que le encontramos ecos biográficos. Los grandes no sólo escriben los libros que nosotros somos incapaces de escribir, sino que parecen habernos conocido en otra vida, en otro lugar, en otra dimensión temporal. Hablaban de todos nosotros mucho, mucho antes de conocer siquiera su existencia.

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Y citar el tiempo, el principio de incertidumbre y hasta el mismísimo Big Bang es lo que hace continuamente Saer en boca de uno de los protagonistas de La grande, Nula, el vendedor de “experiencias enológicas”. Un romántico empedernido pero con la sensibilidad algo pervertida; un filósofo convertido en pragmático social. La última e inacabada novela de Saer se centra en una semana de su vida, a caballo entre Amigos del vino (tienda, ensueño y café de artistas que nunca lo fueron), ríos recrecidos y algún que otro polvo clandestino.

No es el primer escritor al que conozco a través de los ecos de su última –y monumental, al menos en su concepción- novela. Ocurría con 2666 y no, no es ninguna casualidad que salga tan pronto el nombre de Roberto Bolaño. Ambos comparten continente, ecos de la Operación Cóndor, veneración por las vanguardias poéticas suicidas y debilidad por presumir de lecturas. La frase que encabezaba el testamento del chileno serviría para resumir las intenciones de la del argentino: “un oasis de horror en medio de un desierto de aburrimiento”. Demasiado tiempo libre. Demasiado talento mal encauzado. Demasiados desaparecidos.

En realidad, ambas novelas sobre traumas insuperables se publicaron con un año de diferencia, a mitad de la primera década de este siglo. Ambos escritores murieron en un exilio autoimpuesto, el uno en Barcelona y el otro en París. Ambos podrían pasar por existencialistas. Ambos eran narradores extraordinarios: Bolaño, maestro en el arte de la fuga. Saer, en el de la descripción minuciosa, casi naturalista (para los anales quedan las tres hojas que le dedica al enhebrado de una aguja por parte de una de sus protagonistas. Sí algún día cunde en la humanidad el olvido predicho por Saramago, bastará con remitirse a este texto para reaprender el cosido a mano y su aciaga circunstancia).

Nula, filósofo frustrado e infiel compulsivo, asiste al retorno a Ítaca de un Ulises que hizo fortuna en el Viejo Continente, ese club de países ricos del que raja sin parar a la menor oportunidad. Gutiérrez, reputado guionista cinematográfico, vuelva a Santa Fe para retomar amores de juventud, (re)conocer a la hija que nunca supo que tuvo y, de paso, obsequiar con su hospitalidad a los mejores de otro tiempo y a los más prometedores del presente.

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Por entre medias, cómo no, un entretenimiento literario. La investigación alrededor del movimiento precisionista, amalgama malavenida agrupada en torno al carismático y oportunista Mario Brando. Un trepa de libro, sí, un personaje contradictorio y killer de los que aparecen y desaparecen en las novelas cortas de Roberto Bolaño (¿recordáis el aviador fascista de Estrella distante?). Abogado y poeta empeñado en llevar al extremo sus principios “cientifistas”, haciendo que el lenguaje claro y conciso de esta disciplina inunde el ingobernable mundo de las letras.

Tiempos de bohemia. Pero sobretodo, tiempo de milicos. Y para ese superviviente apellidado Brando, no hay matrimonio ni pacto contra natura que valga si se alcanza el codiciado fin: la promoción social. A su alrededor el resto de comparsas del movimiento ejercen de tontos útiles, dispuestos a regalarle su tiempo, su admiración, quién sabe si hasta su dignidad.

El brillante villano de otro tiempo contrasta con los tiempos tristes –con una realidad agotada- del presente. Las idas y venidas de nuestro comercial del néctar del Dios Baco no arrojarán luz alguna sobre el pasado ni nos servirán para intuir ninguna verdad universal e inasible. Nula, sin saberlo, hace ya algún rato que también bajó los brazos: el suyo es un periplo hedonista, vacío, por mucho que siga apuntando sensaciones en su libreta de mano. Acumulando material para otra novela que quedará inacabada.

En La grande –ya digo: a falta de ir recuperando la copiosa pero compacta obra de su autor- el lector atento encontrará aires de eternidad, soberbios destellos de Gran Literatura (a la francesa, si queréis) y media docena de personajes derrotados, ya tengan treinta o sesenta años. Los años oscuros de la dictadura han quedado como un anecdotario sin puñetera la gracia que sale a escena –y no por casualidad- cuando andan todos algo ebrios. Porque todos conocen los nombres de los asesinos, de los asesinados y de los que nunca más se supo. Y todos pretenden haberlo superado.

Pero sobretodo en La grande se intuye un mundo. Nada de microuniverso: ¡un mundo!, al que uno queda obligado a volver para recuperar lugares, sensaciones, recuerdos y quién sabe si personajes.

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“La ebriedad, objetivo principal del consumo de vino, no debe ser mencionada, aunque es por definición la razón de ser misma del vino; y la ebriedad empieza ya con la primera copa, de modo que sólo los hipócritas pretenden que hay que tomar con moderación. Entre el estado que procura el primer sorbo del vino y la inconsciencia final de la borrachera, no hay más que una diferencia de grado. Desde la primera copa, el otro, o lo otro –la otredad- que buscamos, aflora desde dentro en el único sitio en el que razonablemente puede encontrarse, es decir en nosotros mismos. El vino modifica, provisoria, el olvido del abismo, permitiendo que se instale, casi enseguida, la alegría, la agudeza, la fuerza; importa poco que más tarde, con la segunda o la tercera botella, la intranquilidad, la angustia, la confusión, el furor, vuelvan a tomar posesión del cuerpo y de la mente: la ebriedad otorga el don tan difícil de obtener, de ser al fin uno mismo. Sobrios, estamos como expulsado de nuestra vida interior; la ebriedad nos la restituye”.

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