‘La chica del tambor’, de Park Chan-wook. En los límites de la representación
Hace tiempo que la televisión, quién lo hubiera dicho, se ha convertido en territorio fértil para la autoría. Los mejores frutos han sido miniseries, películas que exceden la duración standard y que encuentran su materialización en el formato de moda. Pienso en la Top of the Lake de Jane Campion, el David Fincher de Mindhunter o el Michel Gondry de Kidding. La tendencia es irreversible y no son pocos los que se unirán en próximos ejercicios: Martin Scorsese, Michael Haneke, Wong Kar-Wai….
Siguiendo esta estela, el surcoreano Park Chan-wook entregó en 2018 seis episodios consecuentes con sus obsesiones y perfectamente enmarcables dentro de un universo creativo de sobras conocido. Me refiero a ese mundo de enemigos por decreto (Joint Security Area (2000)), de venganzas diferidas pero letales (Sympathy for Mr. Vengeance (2002), Oldboy (2003)) y de enrevesados procesos mentales que desembocan en el amor incondicional o el odio a perpetuidad (Stoker (2012), La doncella (2016)).
No parece casualidad la elección, justamente, de una novela de espionaje firmada por John Le Carré hace más de 35 años. La obra de este ex-diplomático está plagada de profesionales, agentes dobles, fronteras bastante permeables y delgadísimas lineas rojas entre el bien y el mal. Un material goloso que lo ha llevado a ser adaptado cinematográficamente por Martin Ritt, Sidney Lumet, John Boorman o Fernando Meirelles.
Europa, mediados de los 70. Los sucesos de la Olimpiada de Múnich convencen al estado israelí de la necesidad de tener agentes constantemente sobre el terreno. Y el terreno es ese continente que continúa con su pulso capitalismo-comunismo, sin intuir siquiera el nacimiento de la nueva amenaza global (el extremismo islámico), a rebufo de intrigantes partidas de ajedrez a múltiples bandas. Intereses nacionales, odios ancestrales y esa aplicación continuada de la menos sutil de las leyes (la del Talión, sí).
Martin (Michael Shannon) lidera esta avanzadilla del Mosad que en principio cuenta con las simpatías de las cancillerías británica, alemana (la occidental, se entiende) o austríaca. Carta blanca para hacer y deshacer en territorios soberanos, siempre y cuando se cumplan sus loables objetivos: evitar atentados indiscriminados. Señalar objetivos. Extirpar quirúrgicamente. Evitar llamar la atención de los medios.
Su equipo está formado por agentes de campo, ex-militares, especialistas en crueldad mental y demás formas de tortura, bajo cualquiera de sus eufemísticos apelativos. Pero la estrella absoluta de su plantel es Gadi (Alexander Skarsgard), que abandona su retiro espiritual y sus veleidades arquitectónicas para integrarse en las filas de este tribunal itinerante con licencia para juzgar, condenar y ejecutar sentencia.
La amenaza proviene esta vez de una célula terrorista capitaneada por dos hermanos. La crueldad de la que hacen gala sus ataques -con “firma” incluida en el artefacto explosivo- lleva a la inteligencia israelí a desarrollar un retorcido plan, tan perverso que termina por igualar las psicopatías de perseguidores y perseguidos. El papel de verdugo resultará intercambiable: la continua justificación de los medios en aras de un fin mutuamente excluyente -la aniquilación del enemigo- llevará al espectador a olvidar el contexto y centrarse en la representación.
Porque como supondréis, a Park Chan-wook el conflicto palestino-israelí le interesa más bien poco. Nos queda claro bien pronto qué es lo que le cautivó de esta historia: el poder arrollador de la ficción, de la empatía o el odio que podemos llegar a desarrollar hacia quien ni siquiera conocemos. Y para ello nos falta una intermediadora, una víctima propiciatoria dispuesta a interpretar su papel más allá de las exigencias del propio guión. Una superdotada que no sepa que lo es, con una capacidad infinita para la improvisación, el sufrimiento, la reinvención…
Ella es Charlie (extraordinaria Florence Pugh, a un año de echar a perder su carrera incorporándose a la nómina de superhéroes superprescindibles (Black Widow)), una actriz del off off de gira por Grecia. Ha tenido sus escarceos políticos con la izquierda más radical, presume de pasado tortuoso, de libertad sexual… una hija de su tiempo, con unas ganas tremendas de distinguirse del pelotón.
Es allí donde será captada por Gadi, quién la enrolará para el papel de su vida. Juntos y a través de sucesivos ensayos prepararán la representación final: ese día de estreno en el que Charlie deberá de pasar por quién no es, convencer a gente muy peligrosa de haber conocido a quien nunca conoció y abrirse paso hasta el responsable intelectual de tanto dolor (o, en palabras de Marty, hasta el que tiene asignado el rol de Diablo. Por el momento).
Y he aquí la parte verdaderamente fascinante de La chica del tambor. El agente israelí debe transferir todo cuanto sabe a su amateur encubierta. ¿Cómo hacerlo de la manera más rápida posible? Utilizando su profesión, su capacidad para el engaño (¿acaso un buen intérprete no debe de ser un buen farsante?). Gadi cuenta con el poder del primer encuentro, con la fascinación por el desconocido silencioso, con el margen de maniobra del que dota saber que alguien se va a enamorar de ti.
Completada la seducción, toca repartirse papeles y potenciar sus dotes de identificación. Él hará de fanático revestido de razones, ella de occidental buenista dispuesta a cualquier tipo de sacrificio por el hombre al que ama. Las jóvenes captadas y reeducadas en el sufrimiento -no ya el de un guerrillero solitario, sino el de todo un pueblo desplazado- son utilizadas finalmente como enlaces y transportistas: colocarán la bomba allá donde se les diga, convencidas de la justicia que ampara su causa.
Pero… ¿acaso no es Charlie tan joven y voluble como aparenta? ¿Qué seguridad hay de que el papel no le quede muy grande, de que vuelva indemne de ese proceso de trauma e identificación que antecede a la conversión, a la radicalización definitiva? Gadi -que ha representado demasiadas veces a su Casanova misterioso- comienza a temer, quizás por primera vez, por la vida del cebo; de esa oveja que envían a los dominios del matarife confiando en que este se apiade precisamente de esos ojos de cordero que adivinan el brillo del machete.
La cordura -o esa cierta esquizofrenia que suponemos a todos los buenos actores- es lo que anda en juego. Ser abducido por el personaje, borrarse uno mismo para perderse en la ficción. ¿Quién soy en cada momento? ¿A quién digo amar? La sensación de traición se manifiesta en el preciso instante en que entendemos que el otro nos ha creído a pies juntillas, que la mentira andante que somos es una Verdad luminosa para él. ¿Merece la víctima -que después de todo es nuestra audiencia, nuestro único y por lo tanto mejor público- conocer los límites de la representación desplegada solo para sus ojos?
Park Chan-wook se pasea por esta Europa que todavía presumía de telón de acero con su habitual poderío visual. Edificios de la época filmados con una imaginación espacial arrolladora, el color utilizado como indicador de estados de ánimo -o mejor dicho, del estadio en el que se encuentran las respectivas crisis espirituales- y una soberbia dirección de actores. La ambigüedad moral y el contexto histórico no os deben de despistar: esto es casi un ejemplo de cine dentro del cine. De la capacidad que tienen las ficciones bien fabricadas de incorporarse a nuestras vidas, de coexistir con nuestra rutina -no necesariamente criminal- y, muchas veces, reescribir la propia Historia al gusto de los dramaturgos que pululan tras las bambalinas.