‘Klara y el Sol’. Las distopías cotidianas de Kazuo Ishiguro
“Lo importante no es mantenerse vivo sino mantenerse humano”. George Orwell
Pocos han sido los premios Nobel concedidos a escritores que cultivasen abiertamente el género de la ciencia ficción o, si preferís, el de la “distopía verosímil”. El japonés de nacimiento (y también británico desde hace cuarenta años) Kazuo Ishiguro, es uno de ellos.
Empecemos matizando eso de distopía, todo un cajón de sastre que en los últimos tiempos agrupa tanto a historias retrofuturistas como abiertamente apocalípticas. No basta con que se nos presente un pasado mañana verosímil y pesimista: las buenas distopías tienen que tener el empaque de los presentes todavía no apercibidos. Como si al leer sobre extraños mundos, sociedades o planetas enteros alienados nos asaltase una duda razonable (“¿no estaremos ante una simple crónica de nuestro tiempo?”)
En Los inconsolables (1995) nos paseábamos por una ciudad deprimente habitada por ciudadanos fatalistas. Como en casi todas las novelas de Kazuo, sobrevolaba un aire de misterio a punto de ser revelado, de código secreto sólo accesible a iluminados. Una sensación que muchas veces podemos describir como surrealista o incluso kafkiana: los protagonistas intentan ejercer el libre albedrío, pero un poder superior -que se manifiesta en contadas ocasiones; las justas y necesarias para demostrar cuán superior es- se encarga de mantenerlos entretenidos… perdidos no tanto en un laberinto burocrático como en un pulso con quienes quieren que nadie se cuestione si toda va bien.
Los héroes de sus novelas son disidentes a su pesar, porque contraponerse a ciertos poderes fácticos -de naturaleza real o fantástica- acaba conllevando el exilio o la condena a un ostracismo que aceptan sin aspavientos. En El gigante enterrado (2015), situado en una especie de medievo que no tiene por qué estar forzosamente en el pasado, el viaje iniciático de dos ancianos se veía dificultado por un mal muy del siglo XXI: la pérdida de referentes, la atomización social y, a la postre, el progresivo deterioro intelectual de la población. El olvido como pandemia definitiva, una memoria traicionera en la que se diluían las generaciones de ahora y las de antes. ¿Eran eso, después de todo, los mitos y las leyendas?
Pero os he prometido distopías en sentido estricto, y eso implica centrarse en Nunca me abandones (2005) y su última y esperada novela, Klara y el Sol (2021), que podría entenderse como una coda en clave de inteligencia artificial del cruel mundo de clones descrito por la primera.
Inglaterra, finales de la Segunda Guerra Mundial. En una institución pretendidamente refinada y de altos vuelos, son educados con esmero unos jóvenes que a primera vista tildaríamos de privilegiados. El trato con sus profesores -crípticos pero estimulantes-, el mimo con el que se les “dirige” hacia el pleno desarrollo de sus capacidades, la sana interacción entre un alumnado entregado… todo muy envidiable, ¿no?
…de no ser porque los chavales deben de someterse a un destino implacable, normalizado por una sociedad necesitada de recambios orgánicos. De todo ello nos iremos enterando progresivamente, porque las novelas de Kazuo tienen un continuo aire a la Rebeca de Daphne Du Maurier: ¿de dónde procede el mal?, ¿quién es el guardián, quienes son las víctimas? Y aquellos que ya no están entre nosotros… ¿se les añora o se les sigue temiendo desde este otro lado? Solo con el sucederse de las páginas puede uno comenzar a vislumbrar la magnitud de la tragedia, la de una humanidad hipotecada para siempre a causa de sus terribles decisiones en el ámbito de la moral y la bioética.
En Klara y el Sol la debacle ya es total. La búsqueda continuada de la perfección (o, por emplear el mismo eufemismo que el autor, de la “mejora” de nuestras capacidades) nos ha llevado a un callejón sin salida donde conviven amancebados el arte, la medicina, la necesidad de consuelo y las consecuencias de una tecnología desbordante, ingobernable.
Nuestro punto de vista se establece desde el otro lado del escaparate, a través de los ojos -o de los captores fotométricos- de Klara, una Amiga Artificial que sólo quiere que la quieran.
Como buen robot, ha sido programado con una voluntad absoluta de servicio. Sean cuales sean las intenciones últimas de los compradores, que mayoritariamente parecen ser padres bien situados económicamente y que buscan una compañía permanente y fiable para sus hijos. ¿Se trata, pues, de dulcificar su devenir solitario?
No solo eso. Tras su adquisición, Klara comienza a entender lo hercúleo que resulta su tarea: se espera de ella, nada más y nada menos, que acabe ejerciendo de sustituta del ser humano al que ampara. Llegado el momento, claro. Porque nadie quiere que ocurra, pero…
Esperen, esperen. ¿Y qué hace que estos niños enfermen de una manera tan inopinada y fatídica? Pues la manipulación a la que someten a su dotación genética, con la intención de hacer de ellos ciudadanos competitivos. Facilitarles esa ventaja significativa para un futuro en el que no bastará con ser brillante.
Si en Nunca me abandones el porvenir se intuía grotesco, elitista y poco compasivo, en Klara y el Sol Kazuo Ishiguro va un paso más allá en su visión pesimista. Cierto es que en ambas la humanidad -o ese remanente “original”, todavía de carne y hueso- no es ni tan siquiera la protagonista; el mayor desprecio, de partida, se ejerce desde el punto de vista narrativo negándonos el rol de héroes o la reveladora sinceridad de la primera persona. Pero es que el mundo infeliz en el que habita Klara no es tan solo deprimente: es directamente terrorífico. Padres traumatizados por hijos perdidos en el proceso de “mejora”, doctores Frankenstein que operan de manera semiclandestina en ciudades depauperadas, la formación de una nueva aristocracia por el mero hecho de poder costearse la ingeniería genética, el desprecio hacia los débiles, los imperfectos, los tildados de cobardes por no demostrar una confianza ciega en una excelencia que exige del sacrificio de la propia carne, de la propia conciencia.
Nuevamente el Diablo está en los detalles. Y para el japonés los detalles se expresan en forma de destellos, de anécdotas, de flashes que funcionan a manera de pinceladas impresionistas. Una pareja de ancianos que se reconoce en un paso de cebra. Una madre huidiza, nerviosa, siempre en guardia. Una juventud dispuesta a sacrificios impensables con tal de cumplir con las expectativas de sus progenitores. Y sobre todo, Klara y su divina ingenuidad.
Para Klara, el Sol hace las veces de divina providencia. La inteligencia artificial, en esta primera etapa hacia la autoconciencia, se comporta quizás como nuestro lejano antecesor de hace 15 o 20.000 años. Mira hacia arriba y pide cosas a ese astro poderoso, fuente de energía -en su caso, textual- y hacedor de cambios y transformaciones.
Klara, antes de ser relegada al trastero como un bulto inservible más, ejercita una fe primigenia que la humanidad abandonó tiempo ha. Ishiguro no censura su idolatría, sino que la pone en fuerte contraste con el nuevo vellocino de oro de los terrestres dotados de raciocinio y supuesto discernimiento: la tecnología, esa religión monoteísta que solo te pide que te abandones en sus brazos y dejes de dedicarle tiempo a pensar en algo tan angustiante como tu papel en este mundo. Sí, el real.