José Manuel Benítez Ariza, poesía de lo cotidiano trascendido
Hoy tenemos el placer de entrevistar al escritor gaditano José Manuel Benítez Ariza, autor de una treintena de libros (poesía, novela, relatos y ensayo). Y lo hacemos con la ocasión de la publicación de su último poemario, Arabesco (Pre-Textos, 2018). Este viernes a las 19.00 presentará el libro en la librería Documenta de Barcelona.
Empezamos con las cuatro preguntas que les hacemos a todos los poetas, seguidas de la entrevista en profundidad.
¿Por qué poesía?
Se lo preguntaron hace poco a Antonio Gamoneda y causó cierta sorpresa que dijera que la poesía no sirve para nada. Depende de lo que entendamos por utilidad. El lector de poesía, y en cierta medida también quien la escribe, sabe que la buena poesía, o la aspiración a que algo escrito por uno pueda acercarse a ese ideal, proporciona un tipo de felicidad muy peculiar, que además es doble: por un lado, la misma que se siente cuando se está ante un buen cuadro o se acaba de ver una buena película o de escuchar una buena pieza musical, que no es sino la apreciación de la precisión con la que están engarzados todos sus elementos, su capacidad de expresar un matiz de sensibilidad nuevo y reconocible a la vez, etcétera; pero, por otro, está la constatación de que ese milagro estético está hecho de algo tan común, tan de todos, tan esencial al discurrir del pensamiento de cada cual, como es el lenguaje. Que la materia misma del pensamiento común sea la materia prima de creaciones verbales tan sorprendentes y certeras como un buen poema de Fernando Pessoa, por ejemplo, o de fray Luis de León, o de Horacio, o de Philip Larkin, no deja de causar asombro y, a la vez, deparar esa felicidad de la que hablaba antes.
¿Hacia dónde va tu poesía?
No sabría decirlo, porque eso sería tanto como definir un programa, que no tengo. Mis últimos libros ahondan en la mirada, se interrogan por la capacidad de trascender lo inmediato mediante una observación atenta que derive en una especie de percepción más imaginativa que puramente sensorial. Es una poesía de lo cotidiano trascendido, que creo responde a la necesidad que las personas tenemos, a partir de cierta edad, de atenernos a las pocas certezas que hayamos logrado alcanzar, por precarias que sean, y de abrir las puertas a otras. Pero la vida humana está sujeta a grandes crisis, no necesariamente catastróficas, que te llevan a replantearte todo lo que dabas por logrado, y no sé si el futuro me reserva alguna.
¿Qué poetas te han influenciado más?
Más que poetas individuales, mi trayectoria de lector me ha llevado a interesarme sucesivamente por ciertos ciclos o épocas que pueden percibirse como un todo. Debo mucho, creo, al modernismo hispánico en general, que leí bastante en mi juventud. He vuelto muchas veces al romanticismo inglés –Blake, Wordsworth, Coleridge, Byron-, por su atención a la construcción de esa mirada imaginativa de la que hablaba antes. Y, como contrapunto a toda esa poesía de gran empaque retórico, me gustan también, por contraste, algunos poetas de mirada y lenguaje más realistas, como el alejandrino Cavafis, los catalanes Gil de Biedma y Gabriel Ferrater o el inglés Philip Larkin.
¿Cuál es tu poeta actual preferido y por qué?
Leo con mucha atención a muchos coetáneos (más o menos) que han recorrido el camino que va desde el paraguas generacional bajo el que empezaron a escribir –el realismo urbano de la llamada “poesía de la experiencia”– a sus poéticas personales de hoy, muy diversas entre sí. Seguramente se me olvidan algunos, pero podría mencionar a Piedad Bonnet (colombiana), Josep Mª Rodríguez, José Mateos, Antonio Moreno, Eloy Sánchez Rosillo, Antonio Cabrera, Felipe Benítez Reyes…
Estás presentando tu nuevo poemario, Arabesco. Empezaré con una pregunta fastidiosa. ¿Te consideras más poeta, narrador o ensayista? ¿Quién lleva el timón del barco?
No hago distinciones. Soy escritor y veo todos mis escritos como aportaciones a una sola obra global cuya imagen más ajustada, para mí, es la de un gran diario –existe: el que llevo en forma de blog desde 2005–, en el que lo mismo se articulan tramas narrativas –las novelas biográficas que constituyen mi Trilogía de la Transición, por ejemplo– que apreciaciones de tono ensayístico –mis libros de cine, mis artículos de crítica literaria, etcétera– o miradas que se traducen en lo que entendemos por poemas.
Además de escritor, eres traductor. En tu opinión, ¿cómo se relaciona la actividad de la traducción con la de la escritura?
Es la más gozosa: dejar que sea otro quien haga el enorme esfuerzo de vivir para concebir y plasmar una gran obra literaria y quedarte tú solamente con lo más sencillo, que es trasladarla a tu idioma, a la sensibilidad de hoy, a tus recursos expresivos.
Has traducido la obra de Melville, Kipling o Conrad, entre otros. ¿Podrías explicar qué retos u obstáculos ha planteado la traducción de alguna de sus obras?
De Melville he traducido Bartleby, que es una pieza de precisión, y sus poemas marinos, que exigen casi un curso intensivo de navegación para poder ser apreciados en lo que valen; lo mismo me pasó con Lord Jim de Conrad, para cuya traducción me valí incluso de algún que otro glosario de términos marineros publicado en mi ciudad natal, Cádiz. Kipling es un grandísimo poeta, mal entendido y poco apreciado, pero que maneja como nadie las distintas facetas de esa gama tonal a la que me refería antes: de la poesía puramente imaginativa a la más coloquial y realista. He aprendido mucho –teóricamente, al menos– de todos ellos.
Publicaste tu primer poemario, Expreso y otros poemas, en 1988. Tenías 25 años. ¿Puedes contarme cómo recuerdas la experiencia?
Con ternura: publicar un libro –más bien un cuaderno, en este caso– de poemas me parecía un logro inmenso. Me desengañé pronto.
En líneas generales, ¿qué consejo le darías a un joven poeta con ganas de ver publicados sus versos?
No cabe dar consejos, porque a esa edad nadie está dispuesto a escucharlos. Le diría, si me preguntara, que tuviera paciencia, que se fogueara en revistas y tertulias en las que pudiera oír opiniones sinceras e intercambiar información enriquecedora; que no concibiera ambiciones desmedidas; y que tuviera muy claro que una cosa es recorrer el camino solitario que supone esforzarse por llegar a escribir lo que uno cree que debe escribir, y otra muy distinta hacerse notar en el mundillo literario y satisfacer la vanidad personal o el afán de obtener beneficios tangibles, ya sea económicos o de prestigio.
Vamos a hablar un poco de Arabesco. ¿Cómo fue el proceso de confección del poemario?
Muy largo –lo menos cinco años– y espaciado, aunque los mejores poemas surgieron en una especie de estado de gracia que no sé cómo propicié –quizá me limité a esperar, sin prisas– y que sería inútil pretender forzar. Pesó mucho en esa predisposición creativa la relectura que hice de los románticos ingleses mientras redactaba mi tesis doctoral sobre Edgar Allan Poe, que luego publiqué como ensayo bajo el título Un sueño dentro de otro: la poesía en arabesco de Edgar Allan Poe. Ahí tienes ya la palabra clave: “arabesco”: la geometría que evoca el infinito.
En Arabesco hay una gran presencia del medio rural. ¿Qué presencia tiene la naturaleza en tu creación?
Es la realidad que mejor se deja mirar y la que más misterio revela cuando se la mira atentamente. Y es también, por mi querencia hacia la sierra gaditana, mi entorno inmediato en muchos de los trances creativos que me llevan a escribir poemas.
¿Te consideras seguidor de la estética del beatus ille de Horacio?
No, porque mi lectura de la naturaleza no es bucólica. El bucolismo es una fantasía decorativa de aristócratas urbanos y no es ése mi caso. La naturaleza es para mí un elemento cercano, por los motivos que comentaba antes, que me proporciona referentes concretos para determinadas intuiciones que dan lugar a poemas. Pero también hay elementos de mi rutina laboral, por ejemplo, que me proporcionan referentes parecidos: véase el poema que dedico a ciertas impresiones a primera hora de la mañana en una biblioteca, por ejemplo. Nada más alejado de la naturaleza que una biblioteca.
En el libro hay un bonito homenaje a Edgar Allan Poe. ¿Cómo encaja el sombrío universo gótico de Poe en tu obra?
De Poe no es lo “gótico” lo que más me interesa, sino el hecho de que su obsesión por la muerte y la disolución es en realidad una apasionada apuesta por la idea de que ese elemento de destrucción de alguna manera forma parte de un patrón armónico en el que también figura lo contrario, el recomienzo y expansión de la vida. A ello dedicó su ensayo Eureka, uno de los libros más bellos que he leído. Ese “arabesco”, ese patrón de armonía del que forman parte la vida y la muerte, es una hermosa intuición poética que me ha sido de gran utilidad para armar mi libro.
Me sorprendió encontrar un poema en inglés dentro del libro. ¿Puedes contarme la historia del poema y por qué decidiste incluirlo?
En realidad es un poema del que incluyo dos versiones, una en castellano y la otra en inglés. Fueron escritas casi simultáneamente, porque el asunto del poema –el contraste entre jóvenes y viejos en una fiesta escolar de fin de curso– lo vi, desde el primer momento, en un contexto claramente anglosajón y me remitió a imágenes y expresiones que pertenecían a ese ámbito, aunque muchos de esos elementos contextuales se hayan normalizado hoy en nuestra cultura. Creo que el poema funciona de modo parecido en sus dos versiones. Es, por cierto, un poema escrito “en caliente”: mientras volvía a casa después de una celebración de ese tipo, se me ocurrieron sus primeros versos.
Uno de mis poemas preferidos del libro es ‘Niño en el bosque’, que es una pequeña oda a la imaginación. ¿Dónde te ubicas en el eje realidad-imaginación?
En la convicción de que la realidad en toda su intensidad sólo puede ser captada por la imaginación y que sólo lo que nos llega en toda su plenitud a través de la imaginación es real. De eso trata el poema: de que quien vive más la realidad, de un modo más intenso y apreciando sus múltiples facetas, es el niño aparentemente absorto en sus fantasías, y no los padres que van detrás, absortos ellos también en otro tipo de irrealidades mucho menos relevantes, como suelen serlo los asuntos de los que nos ocupamos los adultos.