‘Indiana Jones y el Dial del Destino’, de James Mangold. Réquiem por el cine de aventuras

Así como podemos identificar la existencia de una etapa crepuscular en el western -y en el género del musical y en el del cine negro y, en general, en cualquier planteamiento finisecular del hecho cinematográfico, en el disparadero desde mediados de la década de los 60 del siglo pasado-, asistimos también al ocaso de toda una manera de hacer y entender el cine de acción y aventuras. Más de 40 años llevamos ya enterrándolo y substituyéndolo por avatares inmortales (Ethan Hunt, John Wick, Dominic Toretto y medio centenar de superhéroes destructores de mundos), en una senda minimalista que algunos tildan de “esencialista” y otros, más lúcidos, de “simplista”.

Ese cine de acción para masas con bajos niveles de exigencia (cada vez me curro menos los eufemismos) no hizo más que echarle un cable al denostado “viejo Hollywood” (que en realidad nunca descansó en paz, como buen zombie con pulsiones mandibulares), cimentando su prestigio en algo tan peregrino como las cifras de recaudación obtenidas por el producto en cuestión. Nacía el blockbuster -sí, me estoy retrotrayendo mentalmente hasta mediados de los 70- y los logros de un film pasaban a ser directamente proporcionales a la cantidad de público que lograba atraer a las salas. Tampoco nos pongamos fantásticos: la Industria, por definición, siempre fue eso… aunque aquí se trató más bien de un seguro de vida frente a los desatinos presupuestarios de algunas aventuras acometidas por realizadores de la nueva ola americana.

La supuesta ingenuidad del espectador no era ya más que una entelequia, pero el desafuero moral del off Hollywood había sido too much para una audiencia “adicta a la evasión sin trascendencia” (¿quiénes fueron los que llegaron a esta misma conclusión desde puestos clave de la producción y la distribución estadounidense?). Era hora de apelar al eterno retorno, de hacer disfrutar a los fieles irredentos con héroes íntegros, con tramas naif, con el pack completo de la trivialidad concupiscente.

Lo cierto es que el mismo año en que se estrenó Tiburón (Steven Spielberg, 1975), también lo hacía El hombre que pudo reinar (John Huston, 1975), un bonito contraejemplo de película con tratamiento adulto de lo que otrora fueran hazañas coloniales en technicolor. Sólo dos años después llegaría a las pantallas La guerra de las galaxias (George Lucas, 1977), completando así el tándem que 50 años después también está detrás de la quinta entrega del más afamado de los arqueólogos (Howard Carter y Zahi Hawass al margen).

Estrenada además en la cotizada temporada veraniega, Lucas-Spielberg (relegando la dirección el aplicadísimo James Mangold, que no en vano viene de firmar dos marveladas lobeznas) repiten patrones y vicios, dispuestos -al menos- a entrarle al trapo a una manera de hacer cine de acción que deben de considerar rayana en el terrorismo. Por desgracia -y con este tema vamos acto seguido- encontraremos no pocos parecidos entre los héroes nihilistas de Playstation del momento y este revival imposible de unas sensaciones para siempre olvidadas (lo más cerca que estuvieron de conjugarse con acierto ambas tendencias quizás haya sido, extraña paradoja, en Ready Player One (Steven Spielberg, 2018)).

Se lo habréis escuchado decir a más de un amigo que ha visto ya la película: “pues no tan mal, oye. Infinitamente mejor que la cuarta. Hay momentos a la altura de las tres primeras”. Es quizás el resumen más acertado de Indiana Jones y el Dial del Destino: el público se cebó de tal manera con la muy digna Indiana Jones y el Reino de la Calavera de Cristal (Steven Spielberg, 2008), que tocaba exonerar al héroe juzgado sumariamente por la influenciable turba linchadora. Y amagar nuevamente con un relevo generacional que nadie ha pedido, porque efectivamente el héroe clásico está muerto y enterrado. Y que así sea, si a cambio la solución es parir estos Frankensteins que se mueven tambaleados por la morriña retro.

Pero ahora es tiempo de exageraciones, de más difíciles todavía, de vidas infinitas e inopinadas resurrecciones. En ese nuevo contexto, Indiana Jones desentona. Ni los guiños al pasado ni el esforzado y notable clímax en Sicilia; porque hasta llegar ahí todo ha sido un arrastrarse, una elegía sin ningún solista superdotado, un repetir cansinamente lo que antaño funcionó. Una coexistencia imposible entre el espectador que disfrutaba de la acción real, de las escenas planificadas con sentido del ritmo pero sin frenesí y el gamer necesitado de privación sensorial, de entorno inmersivo. Set pieces interesantes (el prólogo nazi, la persecución en el desfile lunafílico, el interludio poético en Grecia con un Antonio Banderas anthonyquinnizado en sus últimas apariciones hollywoodenses) que chocan con desparrames totales como la gincana sobre ruedas por las callejuelas de Tánger o ese retorno al pasado con Arquímedes como also starring.

Reconozcámoslo y superémoslo: no hay sitio para el héroe y no solo porque sea un carcamal de los que llama a la policía cuando el vecino pone la música demasiado alta. El personaje de Indiana Jones ha quedado infantilizado, jibarizado, reducido a su mera categoría de símbolo. Sin derecho a evolucionar desde la tercera (y ya entonces grandilocuente) entrega, entrando en una cuesta abajo vital ante la que queda ridícula cualquier amago de aventura, siquiera como fuga pre-taca-taca antes de su ingreso definitivo en el geriátrico. Sus compañeros de odisea no hacen sino replicar modelos mucho más sólidos, quedando reducidos a su desnuda condición de fotocopias, de esbozos de contornos difuminados. Un chaval pillín y espabilado, una joven que no quiere (ni puede) ser más que una influencer anacrónica, el enésimo malo de opereta, un poquito de sentimentalismo a costa de amores pasados… no sabemos qué impulsa al protagonista a abandonar su retiro (su estado de postración, atendiendo a la presentación del personaje en 1969) y embarcarse en un sinsentido que por no tener no tiene ni aliento trágico.

Y siempre esa mirada condescendiente -casi sádica- sobre el arquetipo, esa banalización –“tranquilos, que esto no va de sentimientos: ¡ahora mismo vienen las carreras y las persecuciones de coches!”– que niega, nuevamente, el punto de vista adulto. Ni siquiera hay espacio para un cierto decadentismo: el joven arrogante ha pasado a ser un abuelo cebolleta… y nadie sabe cómo ha sido.

¿Qué sentido tiene acompañar a Indi en este periplo? ¿Qué sentido tiene hacer envejecer al héroe si se le sigue embarcando en las mismas aventuras que cuando tenía 30 años? No, no esperaba un Bergman con reflexiones a cámara de un pedagogo amargado, pero sí más pistas sólidas sobre las raíces de su desencanto.

Nuevamente, un guion-servilleta (“perdí un hijo, me divorcié, nada importa, busquemos otro chisme mcguffin para no abandonarnos definitivamente a la nada”) que parece construido para que no haya posibilidad alguna de identificación, de desarrollar una cierta empatía por el hombre detrás de la leyenda (quizás, después de todo, eso fue siempre el cine de aventuras). Sin arcas perdidas, sin templos malditos, sin cruzadas… ya solo queda la invocación a través del chamán empoderado que, merced a la recitación de ciertas fórmulas tribales, espera que surja de nuevo una magia que solo puede explicarse de una manera: éramos jóvenes. Ya no.

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