I’m a hero, de Shinsuke Sato. Los rotuladores, el manga, los zombies
El año empezó (en su vertiente armageddon) camino de Busan, con pandemia / plaga / hetacatombe vírica dispuesta a diezmar la población de otro país asiático del primer mundo. En Tren a Busan (Yeon Sang-ho, 2016) los coreanos lo pasaban muy mal, pero de toda experiencia extrema se aprende: a que tienes que pasar más tiempo con tu hija (¡a buenas horas!), a no olvidar las obligaciones maritales, a retomar el espíritu comunitario y a olvidarse de tanto individualismo (¡¿de verdad?!)
Sí, a mí tanta armonía acabó hastiándome un poquito. Y es que si al desmadre zombie le metes drama costumbrista y buenas intenciones… pues como que cuesta ignorar el propósito palmario: reventar taquillas.
Nos vamos de blockbuster a blockbuster. Porque I’m a hero también lo ha petado en su patria chica, Japón, adaptando el manga homónimo de Kengo Hanazawa. ¿Queréis que os engañe y os asegure que el punto de partida es original? Que no, que no: en absoluto. Noticias fragmentadas, tragedia que se masca en el aire y súbita eclosión de carreras y atropellos por las calles de Tokyo. Ya está aquí, ya llegó: el Apocalipsis zombie y tú con estos pelos.
El protagonista parece sacado de Bienvenidos a Zombieland (Ruben Fleischer, 2009): introvertido, casi marginal, pero sin la capacidad intelectual suficiente como para implementar siquiera un código de supervivencia válido. La profesión que desempeña quizás represente el colmo de la soledad y la falta de reconocimiento: asistente de mangaka. Lo cuál significa jornadas maratonianas (que a veces se prolongan días enteros), un equipo de trabajo reducido y no necesariamente bien avenido, plazos de entrega imposibles y un sensei que ya nadie recuerda muy bien por qué está donde está.
En realidad esta vida miserable le proporciona una ventaja comparativa en caso de infección fulminante: su falta de vida social es la mejor de las prevenciones posibles. Claro que no lo entiende así su sufrida novia, harta de esperar que le llegue su “momento” (a rebufo de un premio como dibujante debutante obtenido hace ya demasiados años). Total, que ahí tenemos a nuestro freak con nombre de titán (su nombre es Hideo, pero la homofonía con el “hero” anglosajón le hará venirse arriba) abandonado en un banco del parque con un manga por releer. Ah, y esa escopeta que sólo ha utilizado frente al espejo, en sus fantasías de justiciero de la ciudad.
Y esta es quizás la mejor baza de I’m a hero: el hecho diferencial japonés frente a la crisis zombie. Ese orden que impera hasta en el mayor de los caos y que hace que nuestro hombre sea remiso a mostrar en público su arma (aún en las extremas circunstancias actuales, caracterizadas porque cualquier hijo de vecino puede saltarte a la yugular con aviesas intenciones). “Es lo que dice la ley, qué le vamos a hacer” (japonés hasta las trancas).
Este respeto por las normas sociales, las buenas maneras –sí, el “sumimasen” sonará, igual de maquinal que siempre, hasta después de dar cuenta de algún zombie hambriento- y las rutinas colectivas le llevan a pensar a nuestro protagonista, por un instante, que quizás la cosa no sea tan grave porque… ¡pues porque Tokio TV sigue emitiendo animes! “Todo está bien”. No, qué va.
El retorno a su puesto de trabajo –en el que el estucado de las paredes ya ha adquirido el habitual tono rojo intenso de estas ocasiones- le servirá para asistir al ajuste final de cuentas entre su idénticamente alienado compañero y el sensei morrudo, reducido ya a una pulpa informe. Sí, ha empezado el fin de todo. Y para quien hasta entonces no ha hecho sino llevar una vida miserable, casi se presenta como un oportunidad única e irrepetible.
Y es que el cachondeo de la zombificación japonesa radica en que no se nota mucho la diferencia. A saber: el dependiente sigue repitiendo la retahíla que le suelta habitualmente a todo el que atraviesa el umbral de la puerta, el vigilante de seguridad continúa obcecado con que nadie substraiga objetos de valor y el salaryman, soldado a su teléfono, sigue atendiendo llamadas imaginarias. El veterano conductor de taxi se dedicará a revivir sus momentos de gloria (su premio a la excelencia automovilística), la compradora compulsiva entrará en un bucle sin fin frente a su tienda de referencia, el atleta universitario recreará hasta el final de los tiempos –o mientras su abollado cerebelo permanezca sobre sus hombros- los movimientos de la disciplina deportiva que practicaba y el hombre de negocios tratará de “rehacer” su agenda (hasta en la antesala del mismísimo fin del mundo), mientras goterones sanguinolentos empañan su primorosa caligrafía.
Sí, los muertos en vida de cualquier sociedad capitalista no notaremos mucha diferencia con la nueva no-vida, esa liberación que a este paso nos proporcionaría el inevitable virus lobotomizante. Bastante inquietante. Bien mirado, ¿qué le queda a un tipo incapaz de adaptarse a la realidad adulta? Pues tratar de peregrinar hasta el monte Fuji con una estudiante de secundaria –eterno icono sexy-inalcanzable del perjudicado treintañero japonés-. La aventura de su vida, oigan.
Tras los vibrantes –y muy divertidos- cuarenta minutos iniciales, I’m a hero se uniformiza y adocena, encerrando a sus supervivientes en el inevitable centro comercial (en este caso, un outlet en las faldas de la montaña más venerada de aquellas latitudes). El aficionado al género tendrá una incómoda sensación de déjà vu: George A. Romero y Zack Snyder ya hicieron lo mismo en las muy superiores Zombi (1978) y Amanecer de los muertos (2004). Sólo nos queda disfrutar con una carnicería memorable en el parking y la sospecha de que todo lo que tenía de iconoclasta en su punto de partida (“tú, antisocial, no echarás en falta a ningún semejante cuando todo se vaya al carajo y lo sabes”) ha acabado diluido en un discurso conservador de reencuentro (reconstrucción) de la familia.
Echamos de menos más episodios donde explotar la falta de traza y aptitudes de este Don Nadie entrañable. Que la acción no hubiese abandonado tan pronto la capital nipona. Haber explorado más en profundidad el esforzado mundo de los “machacas” que están detrás de algunos de los grandes nombres de la historieta japonesa. Profundizar, en definitiva, en lo que les hace diferentes, que también es lo que podría haber hecho de este filme de zombies algo distinto.
Pero no: las convenciones del héroe –de ese héroe entendido “a la americana”- terminan por transformar al otaku en un pistolero inefable. Y eso ya lo hemos visto tantas veces…