‘A Ghost Story’: espíritus peripatéticos, películas duales

Comienza A Ghost Story y lo hace con un ritmo pasmosamente lento; el ritmo, como sólo sabremos después, de quienes tienen toda la eternidad por delante.

Una historia de amor imperfecta. Una casa donde escenificar desencuentros. Una profesión creativa, también fuera del tiempo. Y una noche amenazante, de esas en las que parece que cualquiera podría colarse en tu dormitorio, voyeur (con derecho a pataleta) de la vida propia.

Esa incómoda sensación de ser observado deriva en la certeza de estar acompañado por lo intangible. Una impresión / aprensión que en cualquier caso no durará lo suficiente: un accidente pone punto final al ensayo de convivencia, a las canciones que suenan a profecías autocumplidas, al pulso por ser dos sin dejar de ser uno. Nuestro supuesto protagonista acaba en una nevera de la morgue… aunque por poco tiempo. Porque la palabra dreyeriana se hará una vez más carne difusa y lo veremos alzarse de entre los muertos (pero sin volver entre los vivos), gozando del más masoquista de los privilegios: el de ser mero observador de la única existencia que le importó.

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El tiempo muerto (el tiempo de la muerte) es ensimismado por definición. Un tiempo concedido en un espacio limitado: el de casa a la que vuelve nuestro fantasma en prácticas para percatarse del vacío dejado. La condena es doble: testimoniar el abandono y el desespero en que ha quedado sumida ella y no poder interpelar a nuestra alma gemela, perdida en un duelo –lo sabemos- con fecha de caducidad. Simple cuestión de supervivencia.

Porque la casa (las cosas, en definitiva) sobreviven las más de las veces a las propias personas que las manejan, las acumulan o las habitan. Cuatro paredes en las que queda encarcelado nuestro fantasma, empeñado en rescatar las últimas voluntades de su moradora (en forma de mensaje abandonado en la moldura de una puerta). Los inquilinos se suceden: una familia sobre la que practicar la frustración o unos modernos ruidosos a los que les gusta escucharse hablar de esto y de lo otro.

Aquí empieza la película que realmente me interesa, alejada de ese tour de force con el espectador (un tópico en sí mismo de la autoría más engolada) que pasa –como rito iniciático- por asistir al empacho a base de tarta y dolor de la protagonista. Ahí es donde surgen mis dudas razonables sobre las intenciones de su autor: ¿por qué no sostiene la apuesta a partir de la llegada a la casa de los nuevos inquilinos? ¿Por qué se suma a esa corriente de películas escindidas –quizás Tabú (Miguel Gomes, 2012) sea la representante más brillante-, en las que el realizador nos brinda el paraíso tras unos prolegómenos yermos y claramente desafiantes?

El ritmo se acelera y este que os habla abandona el, hasta entonces, indisimulado sopor. El fantasma y la Sra. Affleck me interesa más bien poco: el despertar se produce cuando el tiempo atropella al recuerdo, catalizado todo por el espléndido monólogo de un nihilista (o quizás, un vago) empeñado en convencernos de que ningún esfuerzo –intelectual, vital- merece siquiera la pena. Todo ello antes de que el futuro y el pasado devoren la materia fílmica, agujero de gusano que nos permitirá asistir a la creación de megalópolis y al martirio de pioneros.

A Ghost Story

De vuelta al hogar, la paradoja –romántica, apasionada- se abate sobre nosotros, espectros que observamos en la penumbra a otros entes que también amaron, que también olvidaron. Fantasmas esperando la llegada de otros fantasmas que pasen a su vez a observarnos y relevarnos. Quizás el mundo de los muertos sea una zona intermedia entre la desolación y la esperanza. Y quizás el realizador David Lowery se asustó de lo cursi que podía llegar a ser su moraleja y necesitó de una formalización extrema, de una innecesaria “salida neutralizada” para no caer en la tentación del arrebato (¿y qué tendrá de malo el dichoso arrebato? ¿No se puede hablar de las estrellas, de vidas pasadas y de seres antediluvianos sin perpetrar una ‘malickada’?).

A Ghost Story propone eternidad e intimismo, fugas distópicas y soledad de soledades. Alcancé a intuir la revelación; ese momento en el que lo inverosímil pasa a ser una realidad deseable. Sí: es poética y no cae en el ridículo, por esperpéntica y minimal que sea la figura de este fantasma sublimado. Pero no acierta a la hora de plasmar ese tempo inasible (como si el que estuviese debajo de la sábana fuese Christopher Nolan, jugando con sus metrónomos), aburriendo en el primer tercio al espectador hasta unos extremos difícilmente justificables.

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