George Perec y Hank Moody: hastío existencial al amanecer

“Vivo en el planeta tierra. ¿Tendré un día la oportunidad de decírselo a alguien?” George Perec

George Perec (1936-1982) se ha convertido en la gran excusa argumental (o en el hilo conductor o en el ubicuo maestro de ceremonias) de Especie de espacios, exposición temporal del Museo de Arte Contemporáneo de Barcelona (MACBA) que podéis visitar hasta el próximo 31 de enero.

A rebufo de la misma tuve ocasión de ver Un hombre que duerme (1974), la película que codirigió junto a Bernard Queysanne. Una hora y cuarto demoledora, en la que las imágenes de un París anticinematográfico se mecen al ritmo de las palabras del creador francés (él mismo fue el encargado de adaptar su novela homónima). Un lúcido alarde de impotencia existencialista, con una voz en off listando todo lo odiable, todo lo incontrolable, todo lo deseable. Lo que nos hace querer salirnos del mundo, lo que nos mantiene atados a él.

¿Y cómo es posible que viéndola acabase pensando en la séptima y última temporada de Californication (2007-2014), ese producto aparentemente iconoclasta a mayor gloria de David Duchovny y sus conocidas tendencias panasexuales? ¿No empieza a ser preocupante mi obsesión por tender puentes entre la mal llamada “alta cultura” y ese neo-trash cool servido por la inevitable cadena de cable norteamericana?

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Dejad que me defienda. Hank Moody (así se llama el héroe macarra, sin afeitar, por duchar y con resaca crónica de Californication) es un escritorzuelo incapaz de abandonar la adolescencia. Durante todos estos años lo hemos visto ir y venir entre los brazos de una mujer-mártir que inexplicablemente sigue amándolo (como es malote, tiene tablas y cierta riqueza de vocabulario parece ser que todas sus infidelidades no cuentan) y las caderas de cualquier desconocida curiosa con la que se cruzase por las calles de Venice.

Hank –incuestionablemente machista y egocéntrico- lucha también por conservar su tren de vida, “por su piscina”, como diría Orson Welles. No en vano vive en uno de los barrios más pijos de Los Ángeles y para que eso siga siendo así debe de prostituirse periódicamente, poniendo su pluma al servicio de causas tan estériles como biografías ajenas, blockbusters que adaptan su único libro conocido y pilotos de series en las que nadie cree. Cualquier cosa con tal de seguir costeándose su coche deportivo, sus escarceos con las drogas y sus bacanales romanas.

El estudiante protagonista de Un hombre que duerme se mueve en un registro más humilde pero menos mundano: debe de acudir a una nueva reválida de sus conocimientos adquiridos, a otro de esos exámenes que siempre se antojan inútiles a los ojos del examinado. Pero esta vez decide que no, que ya está bien… que tiene todo el derecho del mundo a bajarse de la rueda y vagar sin rumbo por las calles de su ciudad. Cafés, cines y el silencio de su habitación al volver a casa de madrugada. Una eutanasia emocional que no sabemos hasta dónde podrá alargar.

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Pero volvamos a nuestro juerguista con Ray-Ban y libido exportable, a ese canallita bien parecido ideal para darse un alegrón de una noche, al agente Fox Mulder de Expediente X convertido de una vez por todas en noctámbulo fornicador (sí, desde luego: la verdad estaba ahí fuera). En su despedida definitiva de Showtime, Hank vuelve a rodearse de los suyos. Porque aunque sabe que para escribir algo de provecho es imprescindible la soledad, lo cierto es que necesita de la gente, de “su” gente. Aunque constituyan una desastrada pandilla basura: un agente onanista, actores de cine que sólo saben hablar de sí mismos, ex reincidentes, mayordomos de rock and roll, divos que sólo componen cuando ya no les queda nada más que beber, fulanas sentimentales, magnates fetichistas…

Enamorado del amor (demasiado acostumbrado a empezar por el final, quizás), Hank realiza la última intentona de reconquista. Por el camino descubrirá que sus alocados actos han tenido consecuencias: un hijo insufrible aparecido de la nada, una hija que ha trocado la admiración en desprecio, la imposibilidad de ser contratado por nadie (digamos que su “informalidad” ha acabado siendo vox populi)… sí, quizás demasiado moralista, máxime cuando ha sido el supuesto héroe sexoadicto del Hollywood menos prejuicioso.

La introspección enfermiza o la extroversión patológica. La incomodidad se convierte en desprecio hacia todos los que nos rodean en el filme de Perec, asumiendo los postulados de La nausea sartriana. En cambio, el protagonista de la serie ideada por Tom Kapinos parece embarcado en otro Viaje al final de la noche, un homenaje a Céline que incluye deriva continuada, descenso sin frenos y una laxitud moral muy conveniente (y falsa, porque cuando le conviene nuestro machito se convierte en un hacedor de encíclicas; reglas de comportamiento y supuesta rectitud que esgrime sin ningún tipo de convicción personal).

Perec se vale del hombre sin nombre, de un individuo gris con el que no nos cuesta empatizar porque todos tuvimos dudas antes de bajar definitivamente los brazos, todos nos fabricamos una burbuja ilusoria bajo la que (creíamos) poder sobrevivir a salvo de los demás, sin que acertásemos muy bien a definir a ese enemigo informe. En cambio Kapinos nos ofrece un falso ídolo de la cabeza a los pies: el famoso que nunca termina de serlo, el tipo que se las lleva de calle, el Bogart superviviente, el impostor romántico… el hombre que nos gustaría ser, ahondando todavía más en nuestra miseria.

A la postre, ambas aproximaciones al desnorte contemporáneo –separadas 40 años entre sí- aportan soluciones parecidas (nótese que no entro en comparaciones sobre su “profundidad” intelectual). El antihéroe del angustiante filme de Perec cesa en sus intentos de dejar de ser, desanda el camino andado y se reincorpora al flujo de la gran ciudad asumiendo su papel, escrito mucho tiempo atrás: ¡un puñetero secundario, chaval! Hank Moody, por su parte, se busca un empleo innoble (quizás no los haya de otro tipo en la industria californiana del esparcimiento), abandona su Porsche abollado y acepta su rol de tipo ridículo con miedo a que se le pase el arroz, mendigándole un poco de estabilidad a una Natascha McElhone santificable.

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Dos suicidas frustrados hartos, ¡por fin!, de quejarse y no actuar. Dos ficciones que lo supeditan todo al estilo. Dos muestras de realismo que ya nadie podría tildar de “sucio”. Tras tanto de todo y tanto de nada, los dos protagonistas, parafraseando a Perec, no han aprendido nada en su intención de aislarse del mundo. “Salvo que la indiferencia no le hace a uno diferente”.

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