Fernand Deligny. Adiós al lenguaje: el cine como portal hacia otras realidades

“Lo que queremos para los niños es enseñarles a vivir, no a morir. Ayudarlos, no amarlos.” Fernand Deligny
Recientemente y merced a una exposición temporal en La Virreina Centro de la Imagen de Barcelona he sabido de la ingente figura de Fernand Deligny (1913-1996), pedagogo, filósofo, santo, poeta y hombre del Renacimiento nacido por azar -o quizás no tanto- en Francia.
¿Y qué tiene que ver un educador de métodos revolucionarios con el mundo del cine, diréis? Ya llegaremos. No os vais a ahorrar la breve semblanza biográfica: nace Deligny un año antes del estallido de la Primera Guerra Mundial en un pueblo galo que no llegaba a los 5000 habitantes. Sus primeros empleos en el reducido colectivo del profesorado dedicado a los que el definió como “niños aparte” se saldan con sendos despidos; sus intentonas son tachadas, en el mejor de los casos, como “poco ortodoxas”. Conoció los psiquiátricos cuando seguían siendo poco menos que infiernos en la tierra, combatió a los alemanes y a su vuelta fundó La Grande Cordée, “el primer experimento de tratamiento ambulatorio diseñado para mantener a los delincuentes adolescentes fuera de los hospitales psiquiátricos” (1)

Las preocupaciones de Deligny se centran desde el principio en los abandonados (en el sentido más amplio de la palabra). Esos niños que hoy definimos “con necesidades especiales” y que en la Europa de su tiempo eran sencillamente incurables recluidos a perpetuidad en asilos. Pero Fernand no reniega de la institución: tiene plena confianza en la labor que se puede efectuar en estos establecimientos, bien alejada del estigma dickensiano. Allí, alejados de todos, es donde quienes han renunciado a la palabra pueden volver a tener la oportunidad esencial en el devenir de cualquier ser humano: comunicarse.
Su acercamiento al autismo no pasa por domeñar ningún pretendido desvío. Tratar de devolverlos a los procelosos caminos del sistema educativo clásico no tiene en su caso ningún sentido. ¿Qué tal si empleamos un enfoque meramente observacional, si tratamos de encontrar patrones… de que nos permitan cohabitar en su universo, de entender su lenguaje alternativo?
El empeño de Deligny da lugar a una literatura teórica, pero también a unos cuadernos de trabajo plagados de momentos arrebatados y clarividentes, de máximas de pensador griego que a mí me recuerdan al Pessoa de El libro del desasosiego o a los asertos siempre lúcidos del Juan de Mairena de Antonio Machado. Deligny recomienda la curación a través del juego permanente: ese estado ingrávido en el que uno aprende sin esfuerzo, explora sin temor a las consecuencias.

Deligny no goza de privilegios ni de generosas subvenciones. Sus campamentos son precarios, pero el trato dispensado a sus niños no puede ser más individualizado. Acompañado de un núcleo duro de incondicionales, Deligny convierte la terapia en arte, como si tratase de interpretar (nunca explicar) el universo creado por algún movimiento de raíces surrealistas. Los recorridos cíclicos y repetitivos que efectúan los pacientes -él nunca los llamaría así- por la campa, la forma en que se relacionan con los objetos más simples, cómo utilizan su cuerpo o las escasas indicaciones que reciben para interactuar con el entorno.
Para ilustrar este periplo -que no debe de relacionarse necesariamente con ningún “avance significativo” en pos de ninguna pretendida “curación”– Deligny introduce un nuevo elemento en la ecuación: la cámara cinematográfica. Crea historias cortas con ellos como protagonistas, levanta acta de sus rutinas obsesivas o no, tira de diario filmado al más puro estilo Jonas Mekas (con una diferencial primordial: él nunca está presente, su experiencia nunca es lo que realmente importa). Sus películas, pues, no son para todos los públicos: no pretende justificar sus soluciones o proporcionarles un itinerario esperanzador a sus protagonistas. El prodigio de la mente humana -sobre todo el de estas, tan alejadas de la pretendida normalidad- le sirve de acicate a Deligny para crear un genuino espacio cultural, un vivero creativo del que nadie puede substraerse.

Y aquí es donde la aproximación científica deviene… algo más. Los mapas que trazan sus colaboradores con el ir y venir de los internados terminan siendo cuadros que hacen abstracción de lo concreto. También hay acercamientos más figurativos y, en especial, una ingente cantidad de material filmado que va mucho más de lo antropológico.
A este respecto cabe resaltar el contacto que mantuvo durante más de dos décadas con el cineasta François Truffaut (¡también con André Bazin!), anterior incluso a su consagración. Cuentan que Truffaut se dejó aconsejar para su ópera prima Los cuatrocientos golpes (él mismo sabía mucho de la importancia de cruzarse en esta vida con maestros verdaderamente vocacionales, con héroes dispuestos a lo imposible por redimir a supuestos irredimibles) y visitó en alguna ocasión aquellos platós improvisados donde Deligny cartografiaba todo un Nuevo Mundo.
…y tuvieron más de un desacuerdo porque el bueno de Truffaut no aprobaba aquel enfoque “no narrativo” que empleaba el maestro devenido cineasta. Le pedía que hiciese del material algo más ameno, que introdujese alguna voz en off, que tratase de explicar lo que el espectador veía. No hubo manera.
De hecho, uno alberga sus dudas sobre si uno de los próceres de la nouvelle vague llegó a entender exactamente lo que se proponía uno de sus muchos mentores. Un ejemplo: Deligny también había quedado deslumbrado por el entonces muy publicitado caso real -que se remontaba a finales del siglo XVIII- que daría pie a la película El pequeño salvaje (1971). ¿Qué hacer con un chico encontrado en el bosque, totalmente asilvestrado y reluctante a cualquier tentativa de educación convencional?

Deligny lo tenía claro: tratar por todos los medios de entender la forma alternativa que había desarrollado el pequeño de relacionarse con aquella Naturaleza que para el mundo civilizado ya tenía un mucho de “hostil”. Truffaut, menos imaginativo, centró la película en los esfuerzos de aprendizaje, en el modo de hacerle partícipe… de aquello que no tenía ninguna necesidad de comprender. Todo ello quedaría ilustrado en su réplica filmada a El pequeño salvaje: Le Moindre Geste, estrenada en el festival de Cannes el mismo año, pero filmada a salto de mata entre 1962 y 1965. Sin guion, sin medios, eternamente pendiente de montaje y seleccionada para la Semana de la Crítica gracias al concurso de un tal Chris Marker.
Olvidada la terapia cognitiva y los tics de la psiquiatría clásica, convertido el antaño “paciente” en verdadero demiurgo, en cicerone por un constructo mental pendiente de exploración. Deligny es mucho más que un buenista revenido, que un abnegado demoledor de perniciosas inercias estatales. Delincuentes psicóticos, desahuciados del sistema educativo… allí donde el Estado veía un callejón sin salida, Deligny -comunista cristiano sin ni siquiera él saberlo- erigió un protocolo alternativo basado en la infinita capacidad para maravillarse del propio enseñante.

Se pasó toda su vida “tejiendo redes” (las iniciativas de los nadies, de los anónimos frente a la inoperante burocracia) y murió allí donde trabajó, en aquella ciudad de los muchachos a las afueras de Monoblet. Dejó un montón de textos traducidos a nuestro idioma -o incluso al inglés- con cuenta gotas. La mayoría de ellos escritos a la manera de los antiguos monjes eremitas: en silencio, aislado de todos para tratar de entender así el aislamiento de algunos.